viernes, 31 de marzo de 2017

Mamá en apuros: Los genes de la torpeza




Mi torpeza es antológica. Son mis genes, la culpa no es (del todo) mía. Admito la parte en la que mi cabeza, siempre en otros mundos, no atiende al mundo real, el de las cosas en 3D y luego pasa lo que pasa, pero hay veces que no es por eso. Hay veces que lo veo venir y aun así no puedo hacer nada por evitarlo.

Lo peor de todo es que MiniP ha sacado mis genes. No le podía dejar los ojos verdes, no. Tenían que caerle los cromosomas en los que iban mis pies gigantes con deditos como tentáculos de un pulpo y la torpeza extrema de la que hacemos gala. 

Somos como la ley de Murphy: si nos podemos caer, nos caeremos. En el lugar más tonto, en el sitio más insospechado. Lo que todo el mundo ve, nosotras no. Algún día, estoy segura, dominaremos el mundo, pero lo echaremos a perder vertiendo agua encima del ordenador central que controla los misiles. E iremos a la cárcel donde nos tropezaremos en cada bordillo.

MiniP cuando empezó a andar caía siempre de cabeza. Daba igual si era un tropiezo tonto: acababa con chichón en la frente. Le enseñé a poner las manos, pero fue inútil: ponía las manos y la cabeza seguía su trayectoria para acabar estrellándose en el suelo. Chichón asegurado.

Pero es que yo tengo también unas pocas de anécdotas. Me avergüenza un poco reconocerlas, pero la torpeza es parte de mí, y tengo que aprender a aceptarla, al igual que a mis pies (con deditos como tentáculos de largos).

Cuando nos compramos la casa nos la dejaron hecha una mierda. Había porquería por todas partes, sucia, y hasta con cosas. El piso tenía una terraza, donde había un mueble donde nos habían dejado unos zapatos de trabajo y varias porquerías. La terraza tenía una puerta doble de cristal. 

Un día que estábamos limpiando, antes de mudarnos, yo estaba en la cocina trasteando (peleándome con algo que había cobrado vida en el frigorífico), y Papá en Apuros estaba en la habitación del fondo de la casa colgando una lámpara (nos dejaron hasta sin bombillas, con los cables pelados colgando del techo). Necesitó un destornillador, y en lugar de bajar de la silla e ir a buscarlo, pues me preguntó, a voces, que si lo había visto.

Y sí lo había visto. En la terraza.

Cogí carrerilla desde la cocina, exaltada por la batalla con el primo de Cthulhu que había quedado en el frigo, y me dirigí hacia la terraza cegada por la furia y con el único objetivo en mente de recoger el destornillador y clavárselo al bicho para ganar la batalla. Y luego que lo cogiera Papá en apuros, aunque lo tendría que limpiar de la potencial sangre verde del primo de Cthulhu. Y allí que fui: aguerrida, dispuesta, casi victoriosa cuando… ¡Cataplún! Me choqué contra las puertas de la terraza, que estaban cerradas.

Cuando Papá en Apuros cuenta la anécdota, y la cuenta demasiado a menudo para mi gusto, nunca se olvida de añadir que los cristales tenían aún pegados unos cuadraditos de corcho, pequeños, de esos que ponen para que en el transporte no se rompan. Eso, y que estaban sucios.

Yo siempre me sorprenderé de no haber sangrado, aunque la mayor parte del golpe se lo llevó la frente. Después de eso di la guerra con el primo de Cthulhu por terminada, ya que del golpe se asustó y salió huyendo, y me vengué de las puertas quitando la terraza e incorporándola al comedor. No me volvería a pasar.

Pero años después me pasó algo parecido. Volvía del trabajo y debía recoger a MiniP de casa de mi hermana. Fue poco después de la muerte de mi padre, y cuento esto para mi descargo, ya que por aquel entonces tenía como una nube negra a mi alrededor. Era como si la realidad se hubiera oscurecido, y esa nube ralentizaba mis sentidos. Todos.

El caso es que el barrio de mi hermana es el mismo donde vivimos de pequeñas, y tiene una curiosidad: los balcones de los pisos más bajos están demasiado bajos. Cuando éramos pequeñas y jugábamos en el barrio nos encantaba pasar por debajo, hasta que crecimos (a los diez, más o menos) y ya rozábamos la cabeza en el suelo del balcón. Pero entremedias además asfaltaron la calle, con lo que la medida entre el balcón y el suelo bajó aún más. 

Mi nube negra y yo llegamos, aparcamos el coche y caminamos hacia el portal de mi hermana, que quedaba al otro lado del edificio. En un momento dado bajé la vista al bolso para asegurarme de que había guardado las llaves del coche, no fuera a ser que las hubiera perdido (esto es otra cosa, además de la torpeza tengo mala memoria) y antes de sentir ningún dolor escuché un crujido. Al segundo del crujido ya noté un dolor sordo en la zona de la nariz, y un líquido viscoso que goteaba.

Al bajar la vista me había comido uno de los balcones que llevaban toda mi vida en el mismo sitio. 

Me empezó a sangrar la nariz como si no hubiera un mañana, y se me ocurrió taparme con la camiseta, dejando la barriga al aire. En el portal de mi hermana me crucé con unos vecinos suyos, muy simpáticos, que me miraron con cara de alucinados, pero que no se dignaron a preguntarme ni siquiera si estaba bien. Pregunta absurda, por otro lado, porque con la nariz sangrando y la camiseta manchada de sangre nadie puede estar bien. Tuve la decencia de bajarme la camiseta, no fuera a ser que se ofendieran a la vista de mis chichas. Lo que no recuerdo ya es si dejé rastro de sangre dentro del portal. En la calle sé que sí.

La cara de mi hermana fue un poema cuando abrió la puerta. Me preguntó, alterada: “¿Qué te ha pasado?” Y yo le contesté como en el chiste: ¿Ves esos balcones de ahí? ¿Sí? Pues yo no los he visto…”

Por suerte fue más maja que sus vecinos y me llevó al hospital donde me dijeron que la nariz no la tenía rota y que la torpeza es intratable.

Estoy buscando disfraces de muñeco Michelin para vestir a MiniP todos los días con ellos. Para mí ya es tarde, pero ella a lo mejor aún tiene alguna posibilidad de superarlo…



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