viernes, 28 de abril de 2017

Mamá en apuros: Las pruebas médicas



En las películas estas cosas son más rápidas. Por desgracia (o por fortuna, que en las pelis la madre que enferma suele acabar mal) no estamos en una película, y tras la escena en la que una doctora muy amable me dio el diagnóstico de forma clara y sin ambages, no vino la escena en la que me hacían las pruebas, y tras eso la imagen de una yo más delgada, con ojeras y con un pañuelo en la cabeza para tapar la calvicie provocada por la quimio.

No.

Bueno, la siguiente escena sí que puede ser la de las pruebas, pero después de algunos días en casa, asimilando la bomba que supuso conocer a Voldemort, y la preparación para ellas, claro.

La peor semana de todas, hasta el momento, ha sido la primera. Desde que me dieron el diagnóstico, hasta que me volvieron a ver con las pruebas ya realizadas. 

En la preparación para las pruebas ya pude vislumbrar que el proceso no va a ser agradable. Para el tac no tuve que hacer mucho: presentarme en ayunas. Tuve suerte y me dieron cita temprano. A las 8:30. Llegué, me hicieron desnudarme y me dieron una bata azul de papel que no la veo yo en la pasarela Cibeles. Estuve a punto de poner una reclamación para exigir que me dieran la bata verde, que la azul no daba bien en pantalla, pero como abrochaba cruzada y vi que me quedaba bien opté por no hablar. No fuera a ser que me dieran una verde que me dejara el culo al aire, cosa que con esta no me pasaba. 

Tras el pase de modelos me tumbaron en una camilla y me pusieron una vía. La vía era porque me tenían que poner un contraste. Me dijeron que podía notar calor en alguna parte del cuerpo, y que algunas personas se mareaban. Una enfermera muy amable me conectó, me puso en posición, me pidió que no me moviera y salió de la estancia.

Y allí me quedé yo, tumbada en una camilla que se movía sola y que me hacía pasar por una especie de puerta de lavadora gigante, solo que sin lavadora. Yo intentaba respirar tranquila, menos cuando la voz metálica de la no lavadora me decía que no respirase, que entonces no respiraba. Obediente que es una.

Empecé a notar el calor. Creo que me puse roja, y me sonreí, no porque el calor del líquido de contraste me estuviera dando en la cara, no. Era porque empecé a notar mis ingles ardiendo. Hubo un momento en que parecía que había fuego en mis bajos. Uff, si hubiera habido un poco más de intimidad habría sido casi perfecto. 

El efecto se pasó enseguida, eso sí, al igual que la prueba. Aunque hubo un momento en que pensé que me había colado en una nave alienígena y que despegaríamos en breve hacia el planeta Ómicron Persei 8, pasó enseguida, las turbinas se apagaron poco a poco y la enfermera volvió a entrar para decirme que ya había terminado. Tras quitarme la vía me fui a por un merecido desayuno.

Esa fue la prueba fácil. Y la más agradable. Tuve un rato de casi gustito con el calorcete y además casi viajo a otro planeta. No sé qué más podía pedir. Desde luego no se me hubiera ocurrido pedir una resonancia.

La resonancia es otra prueba que parece sencilla pero que no lo es. Bueno, complicada tampoco, te vuelven a tumbar en una camilla y no te puedes mover, pero es que te meten en un tubo estrecho y además hace ruido. Pero lo peor no fue eso. Lo peor casi fue la previa.

Para empezar me dieron la cita a la una y pico de la tarde, con un ayuno de seis horas. Tuve que madrugar para desayunar, con lo que odio madrugar. Y, por si fuera poco, tuve que estar toda la mañana sin poder comer nada.

Lo que no es nada comparado con lo que tuve que hacer la tarde anterior: ponerme un enema.

Tan solo nombrarlo me dan escalofríos. Un enema, ese líquido que se administra vía rectal. Tan solo me había puesto uno en mi vida: a los trece años, cuando me operaron de apendicitis. Desde entonces no he vuelto a probarlo. 

Fui a la farmacia tan pichi yo, pidiendo un enema. La farmaceútica me preguntó qué clase, y yo, que no sé ni siquiera si hay clases de eso, le expliqué para qué lo quería. Y va la cachonda y me saca un bote de 200 ml. La caja más grande que la de un jarabe para la tos. Me la quedo mirando muy seria y levanto una ceja: ¿en serio? Sí, me dijo. Si es para una prueba necesitas que esté muy limpito y solo se consigue con esto.

Como no le he hecho nada a mi farmacéutica no dudé de la veracidad de sus palabras. Lo pagué y me lo llevé. El espectáculo vino más tarde: cuando me lo tuve que poner. Parece ser que hay que estudiar al menos dos años de enfermería para saber poner un enema. Yo lo hice como me indicaban en las instrucciones, y como era en casa, me puse velitas y música romántica para hacerlo todo menos impersonal. Que una tiene su corazoncito. Pero cuando voy a apretar el tubo, el líquido no entraba. Hacía tope y no entraba. Yo que pensaba que eso iba a ser coser y cantar, y estuve cerca de dos horas para vaciar los 200 ml. Claro que hice trampa y lo dejé por la mitad, cuando pude comprobar que no había nada que echar en los intestinos.

Pero por si fuera poca la gracia, el día de la prueba una enfermera súper amable me informa a la par que me da la bata de que me va a tener que rellenar la vagina con un líquido para crear contraste en la imagen. Me lo comunicó con antelación para que me fuera haciendo a la idea. 

Me hice a la idea, me tumbé en la camilla y me rellenó como a un roscón de reyes. Y aún así, fue peor un pinchazo que me pusieron en la pierna para paralizar los movimientos de las tripas para que salieran bien en la imagen. Y yo pensando: ¿no lo podéis arreglar luego con photoshop? Pero se ve que no, que para ellos es muy importante que la imagen sea clara y sin movimientos. 

Me dejaron sola en la habitación, con mi bata y unos cascos, y la máquina empezó a moverse. Subió, subió y subió, tanto, que por un momento creí que me iba a pegar de morros con la parte alta del tubo. Luego se movía un poco hacia delante, otro poco hacia atrás, se paraba y hacía un ruido horrible que era capaz de escuchar hasta con los cascos. Yo intentaba no ponerme nerviosa, pero decirte a ti misma no te pongas nerviosa no funciona mucho en estos casos. Respiré hondo, lo más que pude que no fue mucho, e intenté evadirme. No lo conseguí. Empecé a pensar si se habrían olvidado de mí, y me habrían abandonado dentro de ese tubo, medio atada. ¿Sería capaz de salir yo sola de allí? Paraba la progresión de la paranoia antes de que fuera a más, pero el tiempo se me hizo eterno. Por suerte no tuve que comprobar si sería capaz de escapar o no, ya cuando me veía perdida y abandonada allí dentro volvió a entrar la enfermera para liberarme. La hubiera abrazado, pero no lo vi oportuno.

La parte buena de ambas pruebas es que di con personas muy amables que supieron tratarme muy bien y tranquilizarme en todo momento. Durante la resonancia tuve en la mano una perilla de llamada en caso de que me agobiara mucho, pero preferí aguantar sin tocarla. Quería ver hasta dónde era capaz de llegar mi psicosis.

Eso sí, a partir de ya tengo prohibidísimas las películas de temática cáncer (demasiado sentimentales) y las de zombis, que no será la última resonancia que me hagan y no quiero que mi cabeza vuelva por ciertos derroteros. Antes de las pruebas, unicornios rosas. 

Unicornios rosas.

Unicornios rosas zombies.

Unicornios rosas zombies que atacan justo en el momento en que estoy atrapada.

¡Mierda!

viernes, 21 de abril de 2017

Mamá en Apuros: No lo llames cáncer



Hay un miedo extendido a no nombrar esta enfermedad. El cáncer, la palabra en sí, es como tabú en nuestra sociedad.

Quizá es porque la palabra se ha hecho sinónimo de muerte. Al menos así lo veo yo. Así lo estoy viviendo. No porque me vaya a morir, que espero que no (estoy casi convencida que al menos no de esta), pero por lo que veo en los ojos de las personas a las que les cuento lo de mi tumor. 

Siempre es igual, cambia el gesto, y hay un instante, un momento, en el que brilla una especie de chispa en sus iris. Esa chispa que ya te está enterrando, que te mira con pena, a ií y a tu hija si está contigo. O a tu marido. Ese gesto con la boca, metiendo un poco la comisura hacia dentro como diciendo: qué vida más puta, pero menos mal que te ha tocado a ti y no a mí.

Bueno, supongo que este último pensamiento es lícito tenerlo. Todos deseamos el mal fuera de nuestras vidas, yo incluida. 

En base a estas experiencias, me cuesta más contarlo. No me cuesta hablar del tema, me encanta hablar de mí misma (¡a quién no!), y es la mejor manera de monopolizar una conversación. Llegas a un grupo de personas, dices: “¡tengo cáncer!”, como quien suelta una bomba y ya está: el resto del día son preguntas exclusivas sobre tu persona. Y sí, me encanta hablar de mí misma, pero hay ciertos contextos en los que no. Y sentir manitas frotándome la espalda como si fuera una pobrecita que no tiene esperanza pues como que no. Atenciones las justas y las sanas, por favor.

A mi también me cuesta nombrar la enfermedad, pero no es por miedo. No es porque me de miedo decir que tengo cáncer, pero sí que es verdad que cuando dices el nombre suena como cavernoso, como con eco, como si fuera gigante. Y yo no quiero tomarme mi enfermedad como algo gigantesco a lo que casi no podré vencer. Quiero tomármelo como una enfermedad, ni más, ni menos. Es una enfermedad tratable, que no será agradable de vencer, pero a la que voy a hacer frente sin hacerme yo pequeña. ¿Perderé el pelo? Puede. ¿Me cagaré en los muertos del diablo? Seguro, soy mucho de blasfemar. Pero no perderé las ganas de luchar. Eso nunca. Y para hacerlo más pequeño, para no amilanarme frente a ese nombre que es casi sinónimo de muerte, prefiero utilizar otros apelativos. Así, en plan cariñoso. Voldemort, por eso de ser un nombre prohibido, ya que el mago oscuro es El-que-no-debe-ser-nombrado. La enfermedad, el diagnóstico, el mal, y volvemos a Voldemort. Es el que más me gusta porque además me imagino el tumor como al mago malvado en la primera película, que iba adosado al lomo del profesor como un amasijo de carne mal puesta. Lo imagino con mala cara, lleno de bultos y escupiendo sangre (casi todo el día, qué molesto es el jodío). Imagino que se enfada cuando voy a correr y por eso voy casi todos los días. Imagino que sonríe cuando me da un pinchazo y hace que me siente en el sofá, y por eso, por fastidiarle, me levanto y me pongo a hacer cosas. Así me lo imagino yo, un bulto deforme con cara desagradable en el cuello de mi útero, que intenta paralizarme. Por supuesto, no se lo permito.


Quizás sea causa de mi imaginación hiperactiva unida al hecho de tener más tiempo libre, pero me hace gracia imaginarlo así. Disfruto como una malvada de película imaginándome el bombardeo que supondrá la radio y la quimio. ¡Achichárrate, Voldemort! ¡No volverás a hacerme sangrar! ¡Vuelve a la oscura caverna de donde saliste! Una guerra es una guerra y aquí no hay concesiones.

El caso es que, lo llame como lo llame, soy consciente de lo que tengo. Soy consciente de la gravedad del asunto, pero no necesito a nadie que me recuerde con una simple mirada que estoy en el abismo. No quiero mirar abajo, porque me podría caer. No quiero que miren a MiniP con pena, porque aún no está huérfana, y hay un porcentaje muy cercano a 100 de posibilidades de que no lo esté en un futuro inmediato.

De modo que no lo llamaré cáncer. Mi tumor a partir de ya tiene nombre y será Voldemort. Por favor, no lo digáis muy alto no vaya a ser que J.K. Rowling venga y me pida derechos de autor…

viernes, 7 de abril de 2017

Mamá en apuros: MARZUS HORRIBILUS




Cuando te dan una noticia horrible, tan solo puedes pensar: ¿qué?

¿Qué?

La doctora sigue hablando. Te da información, te mira fijo, sabe que es un palo, pero ella tiene que contártelo. Pero tú solo piensas: ¿qué?

Me entero de la mitad de lo que cuenta, porque mi mente sigue divagando. ¿Qué? Parece que se ha quedado en pausa, no consigo avanzar más allá de la palabra maldita, la que más cuesta pronunciar, como si tan solo al nombrarla estuvieras llamando en la puerta del infierno. Como si fuera Voldemort. Pero mi mente solo piensa: ¿Qué?

No un por qué. No un cómo. Solo un: ¿qué?

En ningún momento he pasado por la negación. No es un no me lo creo. No es un: ¿perdona? Es un: ¿qué?

Quizá era una noticia que no esperaba escuchar nunca. Todos mis análisis han sido perfectos siempre. Estoy sana, hago deporte, intento cuidarme, aunque para qué nos vamos a engañar, no siempre lo consigo. Pero intentarlo, lo intento. Y ahora esto. 

¿Qué?

Me he quedado como si me hubieran dado un palazo en la cabeza. En shock. Abrumada. Las lágrimas vienen después, porque vienen. No podía ser de otra manera, soy una llorona desde que nací. Pero no son malas, las lágrimas no son malas, al contrario. Me ayudan a contestar a ese qué, que parece que no quiere moverse de mi cerebro. 

Salimos de la consulta, Papá en Apuros está conmigo. Por suerte. Él también se ha quedado helado. No es para menos. La palabra maldita ha estado en su familia el último año, y ahora que parecía que se había marchado resulta que ha saltado hasta mi útero. 

El útero, vaya cosa. Si yo ya lo he usado, no lo quiero para nada más. Pero parece ser que no me lo quieren quitar. Debe ser que como ahora está defectuoso no lo quiere nadie. 

Cuando consigo avanzar más allá del qué, iluminado con bombillas fosforescentes, lo siguiente que pienso es que tenía que ser en marzo. Estoy segura de que si hubiera sido otro mes distinto esto se habría quedado en un susto, pero marzo es el mes maldito. El mes que se llevó a mi padre hace ya cinco años, y el mes en el que me nombran la palabra maldita. Es horrible, podría borrarse del calendario. Me ha traído mala suerte. No lo quiero. Lo regalo junto con el útero.

Y después, fases. Montañas rusas. Me sorprende salir a la calle. En la silla de la consulta, cuando la doctora me ha dicho lo que tenía, parecía que mi vida se había acabado. Pero no. La vida continúa. La de los demás y la mía también. Todo sigue girando, el sol sigue saliendo tras la lluvia, las nubes siguen su misterioso y desconocido camino.

Y mi vida está en suspenso, pero no interrumpida. Está en suspenso porque no sé qué pasará en un futuro próximo, no sé qué tratamiento me darán ni cómo me va a sentar. Mi vida normal, mi estrés, mis puzles diarios de horas se han visto afectados. Ahora todo eso no me importa. Porque tengo otras cosas en qué pensar. Y son más importantes.

Tengo miedo, pero no tengo miedo. 

Soy una guerrera y presentaré batalla. No será fácil, pero lo haremos divertido.



La victoria está un paso más cerca.