viernes, 18 de agosto de 2017

Mamá en apuros: ¡En urgencias!



¿Qué es pasar una enfermedad, cualquiera siempre y cuando sea larga, sin las visitas a urgencias? Son parte de la vida, sobre todo de la vida de una hipocondríaca como yo.

Y ya no enfermedad: el embarazo. Durante los nueve meses conseguí ir tan solo una vez a urgencias. Sí, estoy orgullosa. 

Ahora, ya digo que no tiene nada que ver cómo te tratan los médicos si estás embarazada (sobre todo si es el primer embarazo) o si tienes cáncer. Es la noche y el día. Recuerdo las visitas a cualquier consulta con el embarazo, cuando preguntaba cien mil cosas diferentes, que me trataban con condescendencia y hasta con un poco de hastío. Como si fuera una niña de 3 años que además es tonta. Ya le tuve que decir en una ocasión a una doctora que para ella no era novedad, que habría visto cien mil embarazos iguales, pero que para mi era el primero. Doy gracias a mis hormonas por dejarme decirlo sin llorar, la cara que puso mereció la pena.

Sin embargo, es decir que eres paciente oncológica (y además joven, lo veo en sus ojos cuando me miran) (jaja, soy joven), y me crece un nido de algodón alrededor mío, que me mece, que me cuida y que me mima.

El domingo aquel que estuvimos en la sierra, me puse el termómetro y vi los 38,5 grados. Me habían advertido que si tenía fiebre de más de 38 acudiera a urgencias. Y estaba decidida a acudir, pero primero me tomé un paracetamol y me eché en la cama. De repente empecé a sudar como si no hubiera un mañana, no el tipo de sudor que tienes cuando hace calor, no. El tipo de sudor con el que se va la fiebre. Es como más líquido y uniforme. Sudas igual por todo el cuerpo. “Oh, oh”, pensé. “Que se me va la fiebre. ¿Y ahora qué hago? ¿Voy a urgencias? ¿No voy? Venga, voy.”

Esperamos a después de comer y desde la sierra nos fuimos a mi hospital de referencia. Por el camino iba pensando que cuanto más tiempo pasara menos fiebre tendría, y qué les iba a decir cuándo llegara: “Hola, sí, vengo por fiebre”. “¿Qué fiebre, si usted está perfecta? ¡Gente como usted colapsa urgencias!”. Sí, me sentía culpable por ir a urgencias. También puede ser que estuviera afectada por la falta de energía total que había tenido durante la semana, y que no tenía pinta de mejorar.

Llegamos al hospital y Papá en Apuros me dejó en la puerta para ir a aparcar. Entré como pude, si la semana anterior las fuerzas me habían abandonado, en ese momento era como un flan de pudding que intenta andar. Sin huesos ni nada que le sostenga. Pero conseguí entrar.

(Si esto fuera una novela ahora añadiría: no saldría de allí en dos días. Pero no lo es, es mi vida, y no quiero hacer spoilers…)

(Ups, creo que eso era un spoiler)

Di mis datos en la ventanilla y entré en la sala de espera. Bien, tan solo había un padre con su hijo. Sabía que tardarían en atenderme y que llegaría tarde a casa (¡ja! Y tan tarde…), por lo que me senté tranquilamente. Pero no pude ni sacar el móvil, antes casi de posar el trasero en la silla me habían llamado.

Entré. La enfermera me preguntó qué me pasaba. 

— Verás, he tenido fiebre de 38 y medio, y como estoy con quimio me dijeron que si tenía más de 38 que viniera…

Esperaba que arrugara la frente, o algo así, pero no. Me preguntó qué tipo de cáncer tenía.

— Cuello de útero.

Me tomó las constantes. Pulso bien (algo alto para ser yo, pero bien), tensión algo baja, pero lo normal en mi. Temperatura 37,5. 

— Te juro que tenía 38,5, pero me he tomado un paracetamol…

— Tranquila — me sonrió —. Te ha bajado por el antipirético, es normal. Espera aquí.

Y se marchó un momento. Enseguida volvió, me dio una pulsera azul (después de preguntarme si era alérgica a algo), y vino otra enfermera que me dio una mascarilla y me pidió que la acompañara.

— Te vamos a poner en un box de aislamiento. Mientras tanto espera aquí (una habitación pequeña llena de sofás con gente esperando o recibiendo tratamiento intravenoso.

Allí me tuvieron un rato, con la mascarilla, y me sacaron sangre. La gente que allí había estaba muy callada, cada uno a lo suyo, contemplando a una señora entrada en carnes que hablaba casi a gritos por su teléfono, en un idioma que no comprendí. Bueno, para ser sincera igual no gritaba, pero sí que tenía el timbre de voz un poco alto, y estábamos en una habitación no muy grande, con más personas… Igual debía haber bajado un poco la voz, para no molestar. Pero ninguno le dijimos nada.

Estaba frente a la puerta y apareció un señor muy delgado, con un recipiente de cartón en forma de riñón bajo la boca, dando espasmos como de vómitos y escupiendo una fuente de babas. La enfermera le iba diciendo: “siéntese aquí un momento”, señalando los sillones. Miré a mi compañera de sillón, que debía estar pensando lo mismo que yo: ¿en serio lo van a dejar aquí?

Conste que no tengo nada en contra de la gente que vomita (quizá sí contra los que usan gafas de sol en interior, como era el caso, pero mi rechazo no fue por eso), siempre y cuando yo no los vea vomitar. No es por nada, pero es escuchar arcadas y se me revuelve todo. Soy una envidiosa vomitiva, qué le vamos a hacer.

Por suerte otra enfermera, la que se había ocupado de mí, llegó diciendo que no, que no le podía dejar allí, que estaba babeando, y que a los pacientes que babean había que llevarles a otro sitio. 

Mi vecina de sillón y yo nos volvimos a mirar, aliviadas. Y quizá, gracias al alivio, me entraron ganas de ir al baño, a llenar el bote que me habían dado para análisis de orina. A la que salí (creí que de ahí saldría alguna anécdota graciosa, pero se me dio sorprendentemente bien), la enfermera ya me esperaba para llevarme al box. Allí ya podría quitarme la mascarilla, y podría entrar Papá en Apuros a esperar conmigo.

En el box que nos dieron (en realidad tenía todo lo de una habitación, excepto baño, tenía puerta y todo), yo ya no tenía que llevar mascarilla. Pero el acompañante sí. De modo que yo me dejé de agobiar para pasar a agobiar a Papá en Apuros.

Vino el médico y me preguntó un montón de cosas. Vino un celador y me llevó a hacerme una placa. Mientras, yo tumbada mirando al techo. No tenía ganas ni de jugar con el móvil. Me dolía todo y estaba cansada. Tuve momentos de frío, incluso, aunque no noté que subiera la temperatura.

Vino el doctor de nuevo. Me volvió a preguntar algo que me había preguntado cien veces: ¿tienes molestias al hacer pis? No, señor, ninguna. ¿Estás segura? Pues sí, bastante segura.

Se volvió a ir y al rato vino una doctora. Yo esperaba que me dijera que todo estaba bien, o que tenía una infección, me mandara antibiótico y a casa. Pero no. Es cierto que tenía una infección, de orina concretamente, pero no me mandó a casa. Me puso antibiótico y me dejaba en una habitación de urgencias en observación.

Pues qué bien.

Yo que quería irme a casa a cenar. 

Odio la comida de hospital.
El menú de hospital. Muy buena pinta todo. El arroz tieso, como el pollo, y todo soso.


A la mañana siguiente me sacaron sangre temprano (sobre las ocho), y a eso de las nueve vino la misma doctora. Me explicó muy amablemente y con palabras técnicas que me habían bajado drásticamente las defensas (en concreto los neutrófilos), que me iban a cambiar el tratamiento. Y, después de una pausa expectante, me confirmó lo que no quería creer: ese día tampoco me iba para casa.


Buff. 

Más comida de hospital.

La verdad, no estuve mal. El box era en realidad una habitación, lo único malo era el tema del baño. Que no había dentro y tenía que salir a uno de fuera, que era para todos los boxes. Y el primer día iba con un palo con ruedas que no rodaba, lo que hacía un tanto complicado su traslado. 

Quitando eso y lo de la comida…

Al día siguiente me sacaron sangre a las seis de la mañana. ¡Las seis de la mañana! Oigan, que no son horas…

Y la doctora no llegó hasta las doce… Eso sí, traía buenas noticias. Mis defensas se habían recuperado bastante y me iba a casa. En cuanto me dieran los papeles. 

Intenté hacer fuerza. Me vestí, me peiné y les pedí el informe rápido.

Pero ellas fueron más rápido aún. No, no con el informe. Con la comida. Salí ese día del hospital, sí, pero no antes de haber comido.

Fue mi penitencia. Aunque aún no sé el pecado…

Mamá en Apuros: Y llegó el cansancio



La doctora me dijo que el tratamiento que iba a llevar las pacientes lo solían tolerar bien… Hasta que llegaban al final, que se hundían. Un poco. No era una quimio muy agresiva, por lo que los efectos secundarios no serían muy terribles, pero iba combinada con la radio externa TODOS LOS DÍAS, y luego la radio interna, de la que hablaré en otro momento… La mezcla de todos los componentes daban como resultado un cóctel molotov de cansancio.

Y la doctora, como persona inteligente que es (y que debe haber visto casos como el mío a cientos), no se equivocó.

Recuerdo la primera semana de la quimio. Comenzó un viernes, y aunque no es como si no hubiera tenido nada, no me afectó mucho. Hasta el domingo. El domingo empezaron las náuseas, y el lunes fue apoteósico. Era como si estuviera en un barco metida, solo que el suelo bajo mis pies no se movía. El domingo tomé una ducha, aguantando estoicamente el revuelto de estómago, hasta que me dije: “¿Acaso soy gilipollas? ¿Por qué no voy a tomar el medicamento que hay contra las náuseas?” Y en cuanto salí del baño fui a la cocina a por él.

Estábamos en la casa de retiro de mis suegros, en la sierra, y desafortunadamente no soy la única enferma de cáncer de la familia. Mi suegro anda a la lucha con su Voldemort particular, por lo que su botiquín estaba bien surtido de medicamentos que me podían hacer falta. Como es el caso del Primperán, cuyo nombre conocen bien las embarazadas, y como acababa de descubrir, las personas en tratamiento quimioterápico.

Era un jarabe y tenía que tomar una cucharada. Y sin haber estudiado farmacia, enseguida supe cómo funcionaba el puñetero jarabe: con tal de no tomar más te quitaba las náuseas y lo que hiciera falta. ¡Qué cosa más amarga y asquerosa, por favor! En cuanto volví a casa lo compré en la farmacia, pero en pastillas.

De las seis sesiones, en cuestión de náuseas, esa fue la peor. Hasta la cuarta sesión semanal de “chute” lo estuve tolerando más o menos bien. Revuelto de estómago y algo de cansancio, pero salía a andar casi todas las mañanas una hora. Había días que luego volvía, me sentaba con las piernas en alto, y ya no me daban las fuerzas para levantarme más hasta que tocaba ir a por la peque al cole. Para eso he sacado hasta de dónde no tenía. Pero daba igual, me había movido, me habían dado las fuerzas para eso, y luego para atender a MiniP, aunque solo fuera la atención básica (comida; ¿qué me enseñas?, es precioso; ¿quieres ver dibus?). Lo justo para no sentirme peor madre de lo que suelo ser…


Pero llegó la penúltima. La quinta sesión de quimioterapia. Y yo que quería que fuera la última, por favor que me diga que no hay más. Los análisis previos daban unos niveles justitos, pero normales teniendo en cuenta el tratamiento, por lo que me dieron “el chute”. Y esa semana no levanté cabeza.

Ya esa quinta semana no fui a andar. Por suerte se había terminado el colegio, y aunque había apuntado a MiniP al campamento urbano, me dieron las fuerzas para llevarla, al menos de martes a viernes. Los lunes eran mi peor día, me costaba levantarme de la cama, y si MiniP estaba dormida, no hacía ni el intento. 

Llegué a creer que había tocado fondo, en lo que a cansancio se refiere. Pero el jueves tuve braquiterapia, y me levanté con sensación de escozor al ir al baño. Y me mandaron antibiótico para tratar la infección de orina. Hasta ahí bien. Pero era un antibiótico de dos días, y el viernes tocaba también chute de quimio, la última, ahora sí, por lo que la medicina se perdió en el torrente de la química que me metieron para el cuerpo, y cuando quise llegar al lunes no tenía ni fuerzas para pestañear. 

Me mareaba con solo ponerme en pie, y para ir del sofá al baño tenía que agarrarme a lo que pudiera: sillas, la mesa, la pared… Y yo que creía que había tocado fondo la semana anterior… ¡Esto sí que era aniquilación total! 

Pensé que el miércoles o el jueves estaría mejor, teniendo en cuenta el histórico de las otras semanas, pero llegaron y mis fuerzas no aparecían. De repente, y a pesar del calor, me convertí en un lirón: echaba siesta y luego me acostaba a las diez como muy tarde. Y del calor casi ni me enteré, estaba destemplada casi de forma constante.

Esa semana además terminé con la radio externa (no lo celebré ni por dentro, no tenía energía, pero me alegré mucho), y tendría la tercera sesión de braquiterapia (radio interna), lo que significaba que en dos semanas terminaría todo. Mi cerebro tenía la fiesta organizada, pero mi cuerpo se negaba a colaborar.

De nuevo nos fuimos el fin de semana a la sierra, pero ni con la comida metida por un embudo (mi suegra es de las que cree que todo se cura comiendo) levantaba cabeza. La pasé a la sombra, y me metí en la piscina una sola vez. Y de hecho me metí, me salí y me fui directa a la ducha. 

El domingo, por hacer algo diferente, nos fuimos a comprar el pan al pueblo de al lado, y a ver la iglesia y la calle principal. No, no hice un tour turístico, era una calle de apenas cien metros, la recorrí a tramos, vi la iglesia (me encantan las iglesias, pero no por su significado de fe, sino como elemento arquitectónico) y la recorrí de vuelta a tramos también. Iba floja de energía, casi arrastrando los pies. Venga, vale, confieso, sin el casi. Iba arrastrando los pies, y aunque mi imagen así no lo refleje, por dentro me sentía como un zombie de los de The Walking Dead (un zombie lento). El caso es que mi imagen exterior en casi ningún momento se ha reflejado el interior: excepto algún caso de palidez extrema, no he parecido enferma…

Llegamos a la casa con el pan, y yo con escalofríos. Entré, me tumbé en la cama, y me arropé. ¡Me arropé! Con casi 40 grados de temperatura exterior, que parecía el puto infierno en la tierra y yo arropada. 

Vino Papá en Apuros y me hizo la típica pregunta tonta: “¿Tanto frío tienes?” En serio. Si no lo tuviera, ¿me estaría arropando con el apocalipsis del calor desatado? Al cabo de un rato, y viendo que el frío no se pasaba, me fui para afuera, no sin antes coger una chaqueta. A la que salía mi suegra: “Uy, con chaqueta. ¿Tienes frío?” “No, es que me hace juego con los ojos”, contesté. Ya sé de dónde ha sacado Papá en Apuros la manía de las preguntas tontas. (Para ser justa, he de decir que suelo hacer bastantes de esas preguntas yo también, pero ahora no estamos hablando de eso, ¿no?)

Después de un rato a la sombra, pero bajo el calor abrasador, me había quitado la chaqueta. Pero la piel me ardía y no me encontraba nada bien. Me metí para dentro, no es que la casa fuera muy fresca, pero se estaba mejor que fuera, y viendo que seguía teniendo frío, decidí ponerme el termómetro. 38,5 grados estaba soportando mi cuerpo. 

Qué contrariedad. Ahora tendríamos que ir a urgencias… 

Pero esa historia la dejo para otro momento.

viernes, 11 de agosto de 2017

Mamá en apuros: Primer día de tratamiento





Nunca me ha gustado esperar. De pequeña quería ser mayor a toda costa y me agobiaba pensando en todo el tiempo que tendría que esperar para que eso sucediera (y ahora me gustaría volver atrás y darme dos leches y paralizar el tiempo en algún momento feliz). Cuando me quedé embarazada (y este es un recuerdo que tengo muy vívido), recuerdo que me senté un día en el sofá de casa, me toqué la tripa aún plana (¡ja!, nunca he tenido la tripa plana, a quién quiero engañar, me toqué el michelín), y pensé en lo largo que se me iba a hacer todo, hasta que naciera MiniP (y ahora me gustaría volver atrás en el tiempo y… bah, no, no me perdería por nada del mundo a MiniP, la verdad, pese a que no todo ha sido un camino de rosas). 

Y, aunque esto sea casi spoiler porque cuando lo estoy escribiendo ya he terminado el tratamiento, cuando por fin llegó el primer día de tratamiento, pensé que se me haría larguísimo. Y en efecto, se ha hecho largo, pero también ha terminado.

Porque si una cosa buena tiene esperar, es que nunca esperas eternamente.

Y ahora vuelvo al punto del pasado en el que la eterna espera por el primer día de tratamiento terminó, y llegó aquel viernes que era el principio del fin de Voldemort. 

Nos dieron cita a las nueve y media, con lo que nos dio tiempo de llevar a MiniP al colegio. Yo me levanté echa un manojo de nervios. De verdad que no sabía en qué iba a consistir, y sobre todo me preguntaba si antes de quitarme la vía del brazo ya se me habría caído el pelo (pese a lo que dijera la doctora, yo no las tenía todas conmigo). Papá en Apuros tampoco sabe manejar muy bien los nervios, y aquella mañana se levantó refunfuñando, de manera que ya me puso de mala hostia desde primera hora. Fui al colegio con los morros de aquí a Lima, y con ganas de llorar.

Pero conseguí no hacerlo, aunque le regalé a mi marido el silencio todo el camino hasta el hospital. De hecho me duró el enfado hasta que me sacaron la sangre, y luego nos tuvimos que ir a la cafetería a tomar un café, y luego dar un paseo porque teníamos como hora y media (o más, ya no lo recuerdo bien) hasta la consulta. Con el café se disolvió la mala leche, y ya solo quedaron los nervios.

La doctora me felicitó por los análisis, era muy bueno partir de una analítica tan alta (estaba como una rosa, solo que con cáncer, no como ahora, que ya —es más que probable— que no tenga cáncer pero estoy de puta pena)y yo me sentí como una niña que saca todo dieces. Me volvió a explicar en qué consistiría el tratamiento, los efectos secundarios, y dejó abierta una ventana a preguntas, y me dijo que estaba lista para recibir el cisplatino (la quimio) en cuanto estuviera preparado de farmacia. 

Otra hora y media por ahí perdida. Y era algo que se volvería habitual.

Cuando por fin pasamos al hospital de día y me sentaron en un sillón estaba tan espídica a causa de los nervios que a punto estuve de salir corriendo. Solo que si salía corriendo Voldemort iba a estar cómodamente instalado en mi cérvix durante el tiempo que le diera la gana, y encima se podría ir de vacaciones a cualquier parte de mi cuerpo, de modo que me senté y dejé que me enchufaran.

Las enfermeras vinieron y me explicaron muy amablemente el funcionamiento del sillón (súper cómodo) y en qué iba a consistir el tratamiento: suero primero, medio litro, para hidratar; luego dos bolsitas pequeñas de pre-medicación; la bolsa del veneno (como ellas mismas lo llamaron) de nuevo suero y para casa. 


Según comenzó a pasar el suero por mi vena, me relajé. Y ya relajada, se pasaron las tres horas y media mucho más rápido de lo que pensaba en un principio.

Tenía instrucciones de acudir al hospital de la Princesa según terminara con la quimio, para empezar con la radio externa. También tenía instrucciones de ir con la vejiga llena, por lo que primero de todo, antes de salir del hospital de día, fui al baño (tenía una hora para llegar a la Princesa, más o menos), y lo segundo que hice fue coger una botella de agua de litro y medio e ir bebiéndola por el camino.

Cuando quise llegar, ya tenía necesidad de ir al baño, pero me cogieron enseguida, me explicaron instrucciones, y me dejaron esperando un poco. Poco, como cinco minutos, que a mi se me hicieron un milenio. La vejiga me daba toques de atención a cada rato, recordándome que su capacidad era limitada, y que yo la estaba sobrepasando. Por mucho que hubiera ido al baño donde la quimio, me habían puesto un litro de suero directamente en vena, y yo había bebido lo equivalente a un embalse. 

Antes de que pudiera rendirme e ir al baño, me llamaron para entrar. Me tumbaron en la camilla y un cabezal enorme se puso sobre mi. 

Les advertí a los técnicos —un chico y una chica muy jóvenes, tan atentos que el chico, muy pudorosamente, me puso un papel para taparme el monte de venus— que estaba al límite de mi aguante, y me dijeron que era cosa de diez minutos. Pero que si tenía necesidad que levantara la mano.

Respiré hondo y acepté. 

— Que sea rápido, por favor.

— Como las balas — me contestaron.

Efectivamente, enseguida noté cómo la máquina se ponía en marcha. No daba claustrofobia, ya que es abierta, además, mi cerebro estaba demasiado ocupado con la alarma que se iluminaba en intermitente rojo, advirtiendo que quedaban escasos minutos, puede que segundos, para que tuviéramos una inundación. Cuando empecé a sentir que el dolor se hacía insoportable, levanté la mano.

Inmediatamente (lo que tardó en abrirse una puerta de acero del grosor de un campo de fútbol por lo menos, en la que en ese momento, entretenida como estaba con el nivel de mi vejiga no pensé, pero que me daría entretenimiento en sesiones posteriores), apareció el chico y me dijo que me quedaban dos minutos. Dos minutos. Pero que si iba al baño ahora tendría que esperar otro buen rato a que se me volviera a llenar la vejiga. Respiré hondo de nuevo, y le insté a correr.

Dos minutos después volvió a abrirse la puerta y yo no salté de la camilla porque estaba muy alto. Además, me dijo el chico que me tenía que marcar tres puntos de tatuaje de referencia. ¿Otros tres? Le dije que ya los tenía.

— Ya, pero esos son los primeros, ahora los que te marquemos serán mucho más precisos.

Cogió una aguja, la inundó de tinta y allá que fue con ella.

— Ten cuidado donde me marcas que te sale un chorro de orina. Estoy que exploto.

El técnico rio.

Después de marcarme los tres puntos de rigor, en el mismo eje que los anteriores pero mucho más abajo (tan abajo que el del centro, que el de arriba está por encima del ombligo, no se ve ni con un minibikini), me dejó libre para ir al baño.

Salí corriendo (ainss, aún tenía energía entonces…), y no esperé ni a vestirme. Como no me había descalzado salí a la sala de espera, que había que cruzar para ir al baño, desnuda de cintura para abajo, tapada únicamente por una bata de papel azul de cuya opacidad tengo mis dudas. No me lo pensé, ni en este momento me arrepiento, creo que no he sentido jamás hasta ahora una sensación de liberación más potente que la de aquella tarde, cuando por fin pude vaciar la vejiga.

Pensé, a la vuelta hacia el coche, que con 24 sesiones más por delante seguro que mejoraría en eso de controlar lo de llevar la vejiga llena. Y no, no me equivoqué. Un mes y pico dio para un máster por lo menos.

Pero el primer día ya estaba superado.

viernes, 4 de agosto de 2017

Mamá en apuros: Citas, esperas y tratamiento



Después de tantas esperas, de la operación, de la postoperación, de las citas y un lío que hubo en mi hospital de referencia, por el que gracias a una administrativa que recoge las citas me hizo creer durante unos días que mi expediente ya no estaba allí, con la ansiedad que este hecho provocó en mí, después de que le tuviera que dejar los papeles y salir corriendo por no arrancarle la cabeza, y comerme el te lo dije cuando me llamó para darme la cita, después de todo eso, llegó el día en que tenía que ver a mi oncóloga por primera vez.

Bueno, allí nos plantamos Papá en Apuros y yo, con nervios y algo más… Tenía una sensación en el fondo del estómago que no era del todo buena, una premonición, algo no tenía que ir como debía. Estuvimos en la sala de espera un cuarto de hora cuando, de repente, una bombilla se me iluminó. Fue como un pinchazo. Como en los dibujos animados cuando el personaje salta con una bombilla encendida dibujada sobre su cabeza y gritando: “¡Eureka!”. Solo que yo no grité eureka, sino que susurré mierda cuando saqué el móvil y vi el mensaje de la cita.

No era ese día. Me había confundido.

Por suerte me había presentado un día antes, y no había perdido la cita. Papá en Apuros me quería matar o algo así, por la mirada que me echó. Había perdido de trabajar para nada, solo porque se me había metido que ese día era día 3, cuando en realidad era día 2. (Por lo que realmente no es que me confundiera de cita, sino de día de existencia, y es que no tengo calendarios en casa).

Pues nos fuimos a casa.

Y por fin, al día siguiente, llegó el día de la cita con la oncóloga, donde me explicó muy bien en qué iba a consistir el tratamiento, dónde iba a ser, y me instó a preguntarle dudas. Salí muy tranquila (mentira, salí igual de nerviosa que entré, tranquila solo en un aspecto) porque me dijo que era muy probable que no se me cayera el pelo (cosa en la que acertó. Ahora que lo pienso, acertó en todo). Puede parecer una tontería, pero era la pregunta que más me hacía MiniP, y lo que más me preocupaba (después del índice de supervivencia, claro). Me parecía que sería un impacto psicológico muy fuerte, que además de a mí, afectaría a la peque, y por nada del mundo quería que MiniP se viera afectada más de lo imprescindible.

Para variar, salí de la consulta con más tiempo de espera. Mi tratamiento consistiría principalmente en radio externa y una dosis semanal de quimio. El problema es que mi hospital no tiene servicio de radiología, por lo que esa parte me tocaría en La Princesa. Y me tenían que llamar de allí para una consulta inicial, y luego esperar otra vez a que me dieran el día de comienzo. 



Y yo lo que quería es que empezara todo ya, para poder empezar a tachar días en el calendario y terminar cuanto antes. No soporto esperar, y el karma me ha dado de esperas más de dos tazas. 

Pero esta vez tampoco tuve que esperar mucho, al cabo de pocos días me llamaron, y tuve consulta con el doctor de radio.

Me encontré con un señor raro, pero raro bueno. Es como si fuera tímido, pero sin embargo me explicó las cosas muy bien explicadas, y ya me dio fecha de inicio del tratamiento. Me contó más exhaustivamente en qué consistiría la radio externa, y me dijo que me darían también cinco sesiones de radio interna, una semanal, que no podía coincidir ni con quimio ni con la radio externa. Esto lo cuento porque más adelante cobrará importancia. Sabía que no sería cómodo, pero… Mejor lo dejo para otro post.

Salí de allí con la recomendación de que cuando fuera a la radio externa tendría que ir con la vejiga llena, que antes me llamarían para un tac para delimitar los puntos de referencia (que fue en esa misma semana, y me marcaron tres puntos con tatuaje), y que me llamarían para empezar, pero que sería aproximadamente el viernes, el lunes o el martes venideros.

Total, salí ya con el estómago encogido de los nervios de lo que vendría, que ya se acercaba la verdadera prueba.

Pero aún tendría que esperar (¡más!) hasta que me llamaran por teléfono para concertar la cita en firme.


¡Dios, dame paciencia, porque si me das fuerza me los cargo a todos!