viernes, 31 de marzo de 2017

Mamá en apuros: Los genes de la torpeza




Mi torpeza es antológica. Son mis genes, la culpa no es (del todo) mía. Admito la parte en la que mi cabeza, siempre en otros mundos, no atiende al mundo real, el de las cosas en 3D y luego pasa lo que pasa, pero hay veces que no es por eso. Hay veces que lo veo venir y aun así no puedo hacer nada por evitarlo.

Lo peor de todo es que MiniP ha sacado mis genes. No le podía dejar los ojos verdes, no. Tenían que caerle los cromosomas en los que iban mis pies gigantes con deditos como tentáculos de un pulpo y la torpeza extrema de la que hacemos gala. 

Somos como la ley de Murphy: si nos podemos caer, nos caeremos. En el lugar más tonto, en el sitio más insospechado. Lo que todo el mundo ve, nosotras no. Algún día, estoy segura, dominaremos el mundo, pero lo echaremos a perder vertiendo agua encima del ordenador central que controla los misiles. E iremos a la cárcel donde nos tropezaremos en cada bordillo.

MiniP cuando empezó a andar caía siempre de cabeza. Daba igual si era un tropiezo tonto: acababa con chichón en la frente. Le enseñé a poner las manos, pero fue inútil: ponía las manos y la cabeza seguía su trayectoria para acabar estrellándose en el suelo. Chichón asegurado.

Pero es que yo tengo también unas pocas de anécdotas. Me avergüenza un poco reconocerlas, pero la torpeza es parte de mí, y tengo que aprender a aceptarla, al igual que a mis pies (con deditos como tentáculos de largos).

Cuando nos compramos la casa nos la dejaron hecha una mierda. Había porquería por todas partes, sucia, y hasta con cosas. El piso tenía una terraza, donde había un mueble donde nos habían dejado unos zapatos de trabajo y varias porquerías. La terraza tenía una puerta doble de cristal. 

Un día que estábamos limpiando, antes de mudarnos, yo estaba en la cocina trasteando (peleándome con algo que había cobrado vida en el frigorífico), y Papá en Apuros estaba en la habitación del fondo de la casa colgando una lámpara (nos dejaron hasta sin bombillas, con los cables pelados colgando del techo). Necesitó un destornillador, y en lugar de bajar de la silla e ir a buscarlo, pues me preguntó, a voces, que si lo había visto.

Y sí lo había visto. En la terraza.

Cogí carrerilla desde la cocina, exaltada por la batalla con el primo de Cthulhu que había quedado en el frigo, y me dirigí hacia la terraza cegada por la furia y con el único objetivo en mente de recoger el destornillador y clavárselo al bicho para ganar la batalla. Y luego que lo cogiera Papá en apuros, aunque lo tendría que limpiar de la potencial sangre verde del primo de Cthulhu. Y allí que fui: aguerrida, dispuesta, casi victoriosa cuando… ¡Cataplún! Me choqué contra las puertas de la terraza, que estaban cerradas.

Cuando Papá en Apuros cuenta la anécdota, y la cuenta demasiado a menudo para mi gusto, nunca se olvida de añadir que los cristales tenían aún pegados unos cuadraditos de corcho, pequeños, de esos que ponen para que en el transporte no se rompan. Eso, y que estaban sucios.

Yo siempre me sorprenderé de no haber sangrado, aunque la mayor parte del golpe se lo llevó la frente. Después de eso di la guerra con el primo de Cthulhu por terminada, ya que del golpe se asustó y salió huyendo, y me vengué de las puertas quitando la terraza e incorporándola al comedor. No me volvería a pasar.

Pero años después me pasó algo parecido. Volvía del trabajo y debía recoger a MiniP de casa de mi hermana. Fue poco después de la muerte de mi padre, y cuento esto para mi descargo, ya que por aquel entonces tenía como una nube negra a mi alrededor. Era como si la realidad se hubiera oscurecido, y esa nube ralentizaba mis sentidos. Todos.

El caso es que el barrio de mi hermana es el mismo donde vivimos de pequeñas, y tiene una curiosidad: los balcones de los pisos más bajos están demasiado bajos. Cuando éramos pequeñas y jugábamos en el barrio nos encantaba pasar por debajo, hasta que crecimos (a los diez, más o menos) y ya rozábamos la cabeza en el suelo del balcón. Pero entremedias además asfaltaron la calle, con lo que la medida entre el balcón y el suelo bajó aún más. 

Mi nube negra y yo llegamos, aparcamos el coche y caminamos hacia el portal de mi hermana, que quedaba al otro lado del edificio. En un momento dado bajé la vista al bolso para asegurarme de que había guardado las llaves del coche, no fuera a ser que las hubiera perdido (esto es otra cosa, además de la torpeza tengo mala memoria) y antes de sentir ningún dolor escuché un crujido. Al segundo del crujido ya noté un dolor sordo en la zona de la nariz, y un líquido viscoso que goteaba.

Al bajar la vista me había comido uno de los balcones que llevaban toda mi vida en el mismo sitio. 

Me empezó a sangrar la nariz como si no hubiera un mañana, y se me ocurrió taparme con la camiseta, dejando la barriga al aire. En el portal de mi hermana me crucé con unos vecinos suyos, muy simpáticos, que me miraron con cara de alucinados, pero que no se dignaron a preguntarme ni siquiera si estaba bien. Pregunta absurda, por otro lado, porque con la nariz sangrando y la camiseta manchada de sangre nadie puede estar bien. Tuve la decencia de bajarme la camiseta, no fuera a ser que se ofendieran a la vista de mis chichas. Lo que no recuerdo ya es si dejé rastro de sangre dentro del portal. En la calle sé que sí.

La cara de mi hermana fue un poema cuando abrió la puerta. Me preguntó, alterada: “¿Qué te ha pasado?” Y yo le contesté como en el chiste: ¿Ves esos balcones de ahí? ¿Sí? Pues yo no los he visto…”

Por suerte fue más maja que sus vecinos y me llevó al hospital donde me dijeron que la nariz no la tenía rota y que la torpeza es intratable.

Estoy buscando disfraces de muñeco Michelin para vestir a MiniP todos los días con ellos. Para mí ya es tarde, pero ella a lo mejor aún tiene alguna posibilidad de superarlo…



domingo, 12 de marzo de 2017

Relato: Súper Héroes en el recreo


- Tú no puedes jugar. - Le dijo Rubén, con los brazos cruzados, a Paula.

Ella permaneció de pie frente a él, postura defensiva también. Se quitó un mechón de pelo de la cara y levantó la barbilla.

- Claro que puedo.

- No -, reafirmó Rubén. - Eres una chica. Las chicas no pueden ser súper héroes.

- Pues claro que pueden. - Ahora fue Paula quien cruzó los brazos. - Las chicas podemos ser lo que queramos.

Detrás de ellos se había formado un grupito de niños y niñas de su edad. Estaban disfrutando del recreo del colegio. Detrás de Rubén había otros tres niños, dos de ellos se evidenciaban a favor de no dejar jugar a Paula. El tercero, Thiago, no lo tenía tan claro.

- Sí que puede ser súper héroe, Rubén. Déjala jugar.

Rubén pareció pensárselo. 

- Está bien. Serás la chica a la que hay que rescatar.

Cogió del brazo a Paula, para llevársela al otro lado del patio, pero la niña se resistió.

- ¡No! ¡Yo también quiero ser súper héroe!

- ¡No puedes, eres una chica! ¡Las chicas no pueden ser súper héroes!

Paula frunció los labios y pegó una patada en el suelo, frustrada. Todos los niños y niñas que estaban en el patio, ya fuera atentos a la pelea o sin haberse percatado de ella, gritaron a la vez. La patada de Paula había provocado un terremoto que había movido hasta el tobogán.

- He dicho que sí puedo - habló la niña con los dientes apretados, y con un movimiento de manos, pareció acumular algo invisible que enseguida soltó contra el pecho de Rubén.

El niño cayó hacia atrás empujado por fuerzas que no podía ver, con la sorpresa aún pintada en la cara. En cuestión de dos segundos cambió la expresión por completo, sonrió de medio lado, y se levantó. Sacudió su camiseta, ahí donde parecía haberse golpeado, y se acercó caminando despacio hasta donde esperaba Paula.

- Escuadrón de la muerte - dijo, inclinando la cabeza hacia sus amigos - ¡En guardia!

Dos de los tres niños que estaban detrás de Rubén se colocaron a ambos lados de él. Pero Thiago no se movió. Rubén le miró directamente.

- ¿Qué haces?

Thiago miró al cielo, parecía meditar. 

- Tu bando no me gusta. - dijo -. Me voy con ella.

Y, de forma tranquila, se pasó junto a Paula, donde ya se habían posicionado Candela, en actitud defensiva, y Yasmin, algo más atrás, pero con la cabeza alzada altivamente.

- ¡Liga de la justicia! - gritó Paula - ¡Nos atacan los malos!

- No se dice malos. Se dice villanos -. Corrigió Candela.

Paula se encogió de hombros y puso los puños en modo defensa. Todos los niños y niñas que había preparados para luchar gritaron a la vez y se atacaron entre ellos.

- ¡Toma! Mi súper flecha envenenada te ha dado en la pierna - gritó Rubén.

- Mi escudo de fuerza mega invisible lo ha parado, súper malo. ¡Toma mi mega rayo flúor rompe dientes! - contraatacó Paula.

- ¡Flus! ¡Flus! ¡Flus! El súper spray anti villanos que mata arañas, cucarachas y moscones. ¡Estás muerto, súper villano! - Candela se había ensañado con David, que estaba en el suelo inmovilizado por la niña.

- ¡Yasmin! ¡Te he dado con el súper rayo mega malo que hace mucho daño! Te tienes que caer al suelo… 

Los demás habían dejado de atender sus juegos, llamados por los colores y sonidos que se escapaban de la lucha. En algún momento incluso tuvieron que esquivar rayos perdidos, que posiblemente les habrían quemado los zapatos. 

Rubén perseguía a Paula, que se había encaramado a la valla, gritando que estaba en su refugio mega secreto y allí no podía verla.

Yasmin se había recuperado del rayo mega malo, y ahora perseguía, pala en mano, a David, ayudada por Thiago, que se había quedado sin contrincante al haber huído acobardado.

Candela había cambiado a David por Aarón, y le tenía en el suelo, inmovilizado y haciéndole cosquillas. 

Las demás niñas y niños jaleaban, no se sabía bien si a favor o en contra.

De repente un trueno atravesó el cielo y llovieron gotitas de realidad que fue dibujando, de nuevo, su patio de recreo. Todos levantaron la cabeza a tiempo de ver a su profesora, Elena, dando palmadas y llamando al orden.

- ¡Vamos, chicas, chicos, a clase!

Paula miró a Rubén, en lo que fue un intento de levantar una ceja, pero que a sus cinco años se quedó bastante pobre. Bajó corriendo de la seguridad de la valla, y se puso junto a Elena.

- Profe…- Le dijo, llamándole la atención - ¿A que las niñas también podemos ser súper héroes?

Elena frenó su caminar y se agachó un poco para mirar a la cara a Paula.

- ¿Qué dices, cariño?

- ¿A que las niñas también podemos ser súper héroes?

Elena sonrió.

- Bueeeno… Súper héroes no -, hizo una pausa dramática que dejó en suspenso el corazoncito de Paula -. Nosotras somos súper heroínas, y claro que podemos serlo, en virtud de la igualdad. - Se levantó y cogió de la mano a la niña -. De hecho, hay muchas súper heroínas.

- ¿En la tele?

- En la tele, en los cómics, en los libros… Y hasta en la vida real. -Volvió a mirar a Paula y sonrió. - Aunque las de la vida real no tienen súper poderes.

Paula se giró, miró a Rubén que iba detrás suyo, y le sacó la lengua.

Volvió la vista al frente, alzó la barbilla, orgullosa, y entró en clase junto a su súper heroína favorita.

viernes, 10 de marzo de 2017

Mamá en apuros: los apuros en ginecología




Esta semana me ha tocado ir al ginecólogo. Diría que por rutina, pero la verdad es que no, ya que las visitas rutinarias hace tiempo que se pasan con la matrona en el centro de salud. No sé muy bien el motivo del cambio, tampoco cuestiono la profesionalidad de las matronas o los matrones, solo que me sorprende. 

Creo que es vox populi que el ginecólogo es a las mujeres lo que el dentista a la población general. Quien me conoce (y a quien no ya se lo digo yo) sabe que no me gusta hacer distinciones de género, y que me estoy transformando de feminista a feminista radical cada día que pasa, pero aquí debo decir que no encuentro una comparativa convincente para que cualquier hombre, que jamás ha tenido que visitar un ginecólogo y que jamás lo visitará, entienda nuestro reparo.

Para empezar, nos han criado socialmente para que no enseñemos nuestras partes íntimas. De hecho, ni siquiera las podemos nombrar. Está mal visto que digamos vulva o vagina. Para ello tenemos miles de palabras comodín para evitarlas: potorro, pipetilla, cosita, chirimiqui, o incluso, de una forma algo más grosera, coño. Aunque esta última se utiliza mucho en frases coloquiales para expresar que algo es aburrido o malo (esto es un coñazo, qué coño quieres). A MiniP intento enseñarle que, aunque está bien decir potorro, también lo está decir vulva, y es más acertado. Igualmente le intento enseñar que el pito, la pilila o la tota, se llama pene. Aunque yo prefiero decir polla, creo que es una palabra muy gruesa para ella.
El bolso chocho mandala, que ha creado la siempre genial @lola_vendetta, para mostrarle al mundo lo que siempre se ha tenido que esconder. De venta aquí.


El caso es que enseñar nuestra vulva está mal. Hasta debemos sentarnos con las piernas cruzadas, no vaya a ser que se nos intuya algo a través de la ropa. Miles de veces he tenido que escuchar, o más bien oír, por el caso que le hacía, que qué feo quedaba que una señorita se sentará espatarrada, como yo solía hacer. Siempre he odiado que me llamaran señorita. Yo no soy una señorita, solía contestar, y seguía espatarrada.

Pues está mal enseñar tu vulva, o hacer ver conscientemente que la tienes, pero un día llega el momento en que tienes que ir a ver al ginecólogo. Y ahí no vas a que te vean tu cara bonita, no. Vas a que te miren tu vulva, tu vagina y si hay ecografía de por medio, los ovarios, las trompas y todo el aparato reproductor. Y para eso, te tienes que desnudar, subir a una silla que parece muy simpática, y enseñarle tus partes en todo su esplendor al doctor o la doctora que esté en ese momento en la consulta.

A mí, la verdad, que sea ginecólogo o ginecóloga me da igual. Hay quien dice que prefiere a un hombre porque te trata con más delicadeza, pero yo no he notado diferencia. Sea quien sea quien te atienda, suele funcionar siempre igual:

Entras. El doctor o la doctora están tras un ordenador, y sin apenas mirarte a la cara te acribillan a preguntas. A mí con esto me pasa como en los concursos, que me pongo nerviosa y ya no sé si lo que he contestado es correcto o no.

-- Fecha de la última regla.

-- Uhhh, ufff, pues no sé, hará como un par de semanas.

El doctor o la doctora tuercen la boca.

-- ¿Tu última citología?

-- En un tiempo impreciso entre un año y dos. 

-- ¿No puede concretar más?

-- Noooo. ¿No debería tenerlo en la historia?

Ahí me mira fugazmente. Teclean furiosamente en el ordenador un rato, y yo miro los posters de la pared. Hasta el techo, si hace falta, con tal de no mirar hacia el potro.
El potro de la muerte. Vale, no era este el de la consulta, pero mucho no ha cambiado...


El doctor o doctora termina de teclear. Sin mirarme me indica que pase a quitarme pantalones y bragas y me siente en la silla. Ahí es cuando empiezan los sudores de la muerte. 

Paso tras una mísera cortina, donde hay una silla para dejar las cosas. Hago lo que me han indicado, es decir, me quedo desnuda de cintura para abajo, y tapándome disimuladamente camino despacio hacia la silla. La toco con un dedo, por si da calambre, y ante la mirada apremiante de la enfermera (no sé por qué, pero siempre son enfermeras, al menos las que yo he visto), me subo.

-- Pon los pies en los estribos.

Me entran ganas de decir que no, pero entonces no tendría razón de ser que estuviera allí en el médico. A veces hay que hacer cosas que no nos gustan, pero son necesarias. Trago saliva y pongo los pies en los estribos. Eso sí, las rodillas caen hacia dentro, como si pudieran tapar algo las pobres.

El doctor o doctora, mientras tanto, ha dejado de teclear, se ha puesto los guantes y se ha sentado en un taburete para quedar a la altura de mi aparato reproductor. Con firmeza me sujeta de una rodilla y me pide que abra más las piernas, aplicando un poco de presión para intentar llevarme a su terreno. Yo, que necesito un poco de cariño, me rebelo y hago fuerza en dirección contraria, en un duelo que ya sé perdido. Al final cedo, antes de ver la cara de ceño fruncido que probablemente asomaría por entre mis piernas, y dejo caer las rodillas hacia el exterior. Pero lo peor aún no ha empezado.

-- Baja.

-- ¿Qué?

-- Baja.

Me están pidiendo que baje más en la silla, si ya casi estoy con el culo fuera. 

-- Más.

Saco más el culo. Casi estoy en el aire.

-- Esto está frío.

Y me meten una cosa fría, de repente y hasta el fondo, sin posibilidad de réplica. Que digo yo, si no lo van a hacer con delicadeza, ¿para qué preguntan? ¿Para regocijarse en la impresión ajena? Toquetea, mira, le siento hurgar por mis bajos, y yo estoy en una posición que me indigna. Casi literalmente.

¿Quién inventaría los potros de ginecología? Juraría que no han cambiado nada en siglos. Entiendo que la postura es cómoda para los profesionales, pero, ¿alguien ha pensado en los pacientes? Porque os aseguro que estar un rato con el culo fuera, haciendo fuerza con las piernas para no escurrirte aún más y acabar ahogando al doctor o a la doctora, a quien toque, con la fuerza de tu vulva, no es nada cómodo. Por no decir que atenta contra la dignidad humana. Y ya puestos, contra la divina también.

Me entraron ganas de hacerme inventora para inventar una silla que fuera más cómoda, más amable. No sé, al menos que nos masajeen la espalda mientras estamos ahí subidas, intentando no pensar en si de verdad te están mirando el cuello del útero o es que te están pintando un cuadro abstracto, de todas las pinceladas que sientes…

El caso es que no sabría ni por dónde empezar a inventar, de modo que solo me ha quedado el recurso de las tristes: la pataleta. 

Y volver las veces que hagan falta, ya que con la salud no se juega. Pero la próxima vez me llevo el ipod, un libro o me pongo una serie en el móvil, a ver si poniendo mi atención en otra cosa me relajo más y se me pasa antes el mal trago. Y al doctor, o doctora, si no les gusta, que se aguanten, que la que tiene que estar espatarrada ahí arriba soy yo, no ellos…



lunes, 6 de marzo de 2017

Kilo arriba, kilo abajo de Perra de Satán




Sinopsis (contraportada): ¡Joder! Esta es la mejor novela que he leído en mi vida. Trocito de tarta de tres chocolates. La Perra de Satán esta me parece una tía de puta madre, ojalá pudiera conocerla. Trocito de tarta de tres chocolates. Qué mala leche la tía, me he partido el culo. Aunque igual lo de santiguarse cuando ve pasar al Cristo es un poquito fuerte. Trocito de tarta de tres chocolates. Pero vamos, que cuando se tiene el horcate caliente, todo agujero es trinchera, yo la entiendo. Ojalá haya segunda parte, porque me he quedado con ganas de más. Trocito de tarta de tres chocolates. ¡Anda que con lo que le gusta comer, cómo se le ocurre ponerse a dieta! Le pasa lo que a mi, a la pobre, que habiendo tarta cerca cualquiera se pone a pensar en salud y belleza. Trocito de tarta de tres chocolates. Además, la belleza es un invento capitalista, Trocito de tarta de tres chocolates. ¡Coño, se me ha acabado la tarta! Qué poco dura lo realmente bueno, por eso esta novela es tan corta.


Este es uno de tantos libros que me presta mi hermana, la anteriormente conocida como Lady Boheme, esa que solía tener un blog y ahora solo tiene unos (miles de) apuntes. Es lo que tiene hacerse opositora, que pierdes calidad de vida y vida misma...

El caso, es que me lo dejó en casa de mi madre y de ahí lo cogí yo, intrigada, por el título de la novela (no es que sea muy intrigante, pero que me llamó la atención) y por el nombre de la autora. Perra de Satán. Toma ya. 

Y comencé a leerlo enseguida. Son de estas cosas que pasan, que tienes libros en tu estantería que esperan años (también prestados, que tengo una sección en mi biblioteca solo para libros de mi hermana) y luego te encuentras con uno que te llama y te lo lees enseguida. Así es la vida de la lectora.

También es verdad que necesitaba cosas frescas, fáciles de leer y sencillitas, para dejar atrás la racha de lectura lenta que venía teniendo desde el último trimestre de 2016, y este tenía precisamente esa pinta. La portada morada con la preciosa ilustración, a cargo de Ana Belén Rivero, de una chica inflándose a pasteles, la contraportada con una vaca flaca con bragas que le quedan grandes, las letras razonablemente grandes (tampoco nivel se ve desde la ventana de enfrente, pero grandes), capítulos cortos. Lo único que no me gustó mucho fue la textura del papel, que es demasiado satinada…

Y enseguida me puse a leerlo. Y enseguida lo terminé. Un día, concretamente, tardé en leerlo. Así me gusta acabar con las rachas malas de lectura, con libros que me duren un suspiro. Y entre medias, diversión.

La novela es divertida. Te cuenta en primera persona las vicisitudes de una chica gorda que se pone a dieta, y pierde kilos, fuelle y hasta buen humor. Entre tanto le pasan ciertas cosas, todo ello contado de forma divertida. El formato es tipo blog: entradas cortas, que no necesiariamente continúan el capítulo anterior, pero sí que tienen coherencia temporal. 

El estilo es muy dinámico, muy fresco, divertido. Tiene un gran sentido del humor, y sabe contar las cosas de manera atrayente y atrapante. Me gustó mucho, la verdad. Lo disfruté y hasta saboreé la tarta de tres chocolates, la preferida de la protagonista.

Cuando cogí el libro no sabía nada de ella, pero ahora sí. Enseguida la busqué en las redes, y la sigo ahora por Facebook. ¡Si hasta la he visto en la tele! En el programa de First Dates, donde la emparejaron con un canto rodado que no le llegaba ni a la suela de los zapatos. Eso sí, ahí pude apreciar que la frescura y la locura son de ella, de serie, no impostadas para el libro. 

Lo recomiendo para todos los públicos mayores de edad, eso sí. Para gordas y gordos, flacas y flacos, los que están en proceso de adelgazar o engordar y para los que les apetece echarse unas risas. Por cierto, en el libro explica el porqué de su pseudónimo, o al menos una versión del motivo. Ya solo por eso merece la pena leerlo…

viernes, 3 de marzo de 2017

Mamá en apuros: MiniP escritora (y yo soy Julio Iglesias)



MiniP tiene ya 6 años y no hay día que no me sorprenda. Es una niña muy despierta. Nació con los ojos abiertos, porque ya quería ver el mundo donde había ido a parar. Miraba todo con sus enormes ojos, medio ciegos, pero ya abiertos a los estímulos. Además, ha desarrollado mucha imaginación. Y digo bien, desarrollado, porque cuando era más bebé no imaginaba tanto. Exploraba, buscaba, jugaba, pero no inventaba tanto como ahora.

El otro día entré en su cuarto y me dijo: mamá, he escrito una historia. Y, efectivamente, en su pizarra, había escritas varias líneas, conformando una pequeña historia. Su primera historia. Babeé hasta inundarle a la vecina de abajo.

Porque qué mayor orgullo puedo yo tener que el que mi hija quiera seguir mis pasos en esto de escribir. Qué mayor orgullo que poder trabajar algún día juntas, que enseñarle los trucos que he ido aprendiendo con los años, que corregirle o encauzarla en alguna historia que se haya quedado atascada.

Pero como la vida apremia, y las extraescolares no esperan, aquel día no le pude dar muchas más vueltas. Le hice una foto a la pizarra (para que perdurara siempre), y seguí con el trajín.

Mi cabeza, sin embargo, no coge vacaciones ni horas libres. Y le da sola al molinillo ese de pensar que debo tener ahí dentro. Y debe ser que me hago mayor, porque empiezo a recordar cosas que me pasaban hace 20 años, cuando era una jovencita. Y lo malo aquí es que hace 20 años era una jovencita, no una niña, como pasaría si tuviera la edad que digo cuando me preguntan… 

Como saben los que leen este blog, yo escribo por vocación desde que tengo uso de razón. Quizá por eso también me gusta que mi hija tenga esas inquietudes. El caso es que ahora que tengo una edad (más de veinte y menos de cuarenta, y concreto hasta ahí), he pasado por una época en la que me daba vergüenza decir (confesar) que escribía. ¿Por qué? Pues por muchas cosas. Primero de todo porque la gran mayoría de la gente reacciona mirándome como si me hubiera salido de repente un champiñón en mitad de la cara. Luego se deben dar cuenta, ponen una sonrisita falsa, y preguntan: ¿y qué escribes? A veces, depende de a quién, me apetece decirle: palabras. 

Y luego hay otro motivo, pero no sé cómo explicarlo para que no parezca que soy una miserable. No hay manera, es que soy una miserable. 

El caso es que, cuando era una joven, entusiasta y aguerrida persona, me daba igual contarle al mundo mi idilio con la escritura. Era tan parte de mí que era casi imposible ocultarlo. Siempre, y cuando digo siempre quiero decir siempre, llevaba encima mi cuaderno y mi pluma con la que siempre escribía. Todo tipo de historias, todas ellas cortas. Según se me pasaba por la cabeza una idea la escribía. Tenía todo el tiempo del mundo y me gustaba pasarlo así.

"Érase una vez una clase y un día llegó un rayo y atacó a la clase y la profe murió pero los niños y niñas sobrevivieron. FIN"

Entonces, conocía a alguien, nos hacíamos amigos o amigas, y pasábamos tiempo juntos. He pasado muchas tardes escribiendo junto a alguien, que también escribía. A veces parábamos para contarnos algo, otras nos leíamos lo que habíamos escrito, lo habitual. Pero no siempre conocía a gente que escribiera, hay de todo en la viña del señor, y aunque siempre me ha gustado la gente con algo dentro de la cabeza, más que nada por aquello de que tengan conversación más allá de qué bonitas son unas cortinas, no necesariamente debían tener relación con la palabra escrita.

Pero esto de escribir debe ser contagioso. Porque me ha pasado infinidad de veces, conocer a alguien que en principio no escribía, en algunos casos hablo de personas que ni siquiera leían, y al poco de juntarse conmigo enseñarme orgullosos (u orgullosas) su obra maestra. Pero sin vergüenza ninguna, que te enseñaban lo que creían que sería el próximo Quijote, cuando no habían juntado dos palabras seguidas ni en una carta.

Esto me ponía negra. Sí, porque me sentía como si me infravaloraran. Como si ningunearan mi pasión, que es escribir, y me intentaran demostrar que es algo que puede hacer cualquiera. Pues sí, cualquiera puede sentarse y escribir frases, pero no cualquiera puede hacer que tengan sentido, coherencia y que, además, entretengan.

Aunque eso está al alcance de pocos, no me incluyo, pero sí que tengo cierta, digamos, pericia. Ya sea por lo que leo (por favor, impensable ponerse a escribir si ni siquiera lees), o por los años que llevo dedicados a la escritura, algo habré aprendido, digo yo.

Entre medias de este recuerdo, se me coló Julio Iglesias. Sí, no me he vuelto loca, el mismo Julio Iglesias que inunda los memes con “y lo sabes” y tiene más hijos que camisas. Pensé en Julio Iglesias enfrentándose al hecho de que su hijo es más famoso que él ahora mismo. Pregúntale a cualquiera, mayor o pequeño, quién es Enrique Iglesias. Todo el mundo lo sabrá. Lo de Julio lo dejamos para mayores de cierta edad, o alumnas aventajadas como yo, que no me tocaba saberlo, pero como escucho mucha música (ejém, ejém…) Este hecho parece ser que Julio Iglesias no lo lleva muy bien, y dicen los rumores que no se habla con su hijo. Y pensé: ¿y si esto me pasa a mí?

Porque, ¿y si resulta que MiniP destaca muchísimo más que yo en la escritura? Me va a dar envidia, lo sé, que soy una mala persona. Y voy a dejar de hablar a mi hija porque todo el mundo pensará (equivocadamente) que es mejor escritora que yo… Entonces tendremos una guerra mediática e iré a los platós de la televisión a decir lo mala hija que fue que además me salió una estría en el embarazo… Vaya dramón.

Enseguida dejé pasar los malos pensamientos. Son cosas que me trae el molino que tengo en el cerebro, lo recoge todo, pero no todo se queda. Estoy orgullosísima de mi hija, le dé por escribir o no, y la querré siempre decida lo que decida.

Eso sí, y para que conste, si algún día es mejor escritora que yo será por todo lo que yo le enseñe. ¡Agradécemelo, mundo!