viernes, 7 de agosto de 2015

NAÚFRAGOS


Hace un mes, más o menos, que llegamos a esta isla. Es difícil calcular el tiempo aquí, donde no hay relojes, ni calendarios. Tan solo el sol poniéndose y saliendo cada día. Me propuse llevar la cuenta, pero creo que me he saltado algún día. Es difícil preocuparte de unas marcas en un árbol cuando te acosa un animal salvaje al despertar.

Éramos cinco. Cinco locos. Nos alistamos a una aventura apasionante, no hacía falta saber de navegación, aprender formaba parte de la contingencia. No nos iba mal hasta que nos arrimamos a esta costa, y encallamos. El barco resultó dañado y nos vimos obligados a bajar a tierra para buscar algo con que arreglarlo.

Resultó que era una isla desierta. Ninguno dábamos crédito, una isla desierta en pleno siglo XXI, en la era de la tecnología, donde los GPS te situaban en seguida. Pero aquí los aparatos electrónicos no funcionaban. Ni la radio, ni los canales de emergencia. Mucho menos los teléfonos. Estábamos equipados hasta arriba, armados hasta los dientes de piezas de plástico y metal inútiles.

Hicimos análisis de la situación. Lo primero era explorar la isla. Dos de nosotros, Alicia y Santi, los únicos con experiencia en supervivencia, se ofrecieron voluntarios. La segunda noche que estuvieron fuera escuchamos unos tambores. Lejos de sentirnos a salvo, por la evidencia de más vida humana en la isla, nos asustamos. Los tres que quedábamos en la playa nos arrimamos al fuego y nos miramos con estupor. Ninguno de los tres abrimos la boca, pero sentimos el miedo de cada uno de nosotros alimentando la hoguera. Apenas pudimos dormir.

Al tercer día de haber partido, Alicia regresó. Su ropa estaba hecha jirones, el pelo alborotado y enredado. Todo su cuerpo estaba cubierto de arañazos y sangre seca. La mayor parte de las heridas se las había hecho huyendo. Pero no todas. No hay zarza en el mundo que te marque un agujero perfectamente redondo en la zona baja de la espalda. No tenía buena pinta, rezumaba una mezcla maloliente de pus y sangre. Pero lo peor eran sus ojos. Su mirada.

Se fue una Alicia valiente y resuelta, pero la que volvió no era ella. Se había perdido dentro de su cabeza. No reaccionaba cuando la hablamos, ni cuando la zarandeamos, ni siquiera cuando nos decidimos, por fin, a curarla. Cuando la tocábamos cruzaba los brazos en modo defensivo y emitía un quejido, una mezcla de llanto y grito.

Los tres que quedábamos nos miramos. Ninguno tuvimos fuerzas de preguntar por Santi. Viendo el estado en el que se encontraba Alicia, supusimos que él no pudo escapar.

Decidimos quedarnos en la playa, por el día buscábamos material para arreglar el casco del barco, además de comida y leña para hacer hogueras, y pusimos turnos de vigilancia por las noches. Aparte de animales nocturnos, posibles depredadores que se quedaban en las zonas que el fuego no iluminaba, nadie nos molestó.

Hasta que volvieron los tambores.

Ocurrió tres noches después de la vuelta de Alicia. Sonaron los tambores, estuvieron toda la noche con su incansable cantinela. Cuando amanecimos nuestra compañera había desaparecido. No quedó ni rastro de ella, tan solo la esterilla donde había estado descansando, junto a la mía.

Discutimos. Acusamos a Carlos de haberse dormido en su turno de guardia, y el miedo pudo con nosotros. Gritamos, y hasta casi llegamos a las manos. Desestimamos la posibilidad de que se hubiera ido por su propio pie, por lo menos al principio. Según pasaban las horas nos parecía una opción más que plausible. Alicia se había vuelto loca, había escuchado los tambores, y se había ido a buscarlos. Lo decidimos así por nuestra propia salud mental.

Pero la siguiente vez que sonaron los tambores ninguno quiso dormir. Nos debió vencer el sueño en algún momento de la noche, porque cuando amanecimos, Carlos había desaparecido. Tan solo quedábamos Ángel y yo.

Pasó una semana, sonaron los tambores, y ya solo quedé yo.

Escribo esto para que quede testimonio de nuestra aventura, para que nuestras familias puedan saber algún día de nuestro destino final. Cuando lo termine lo meteré en una botella y lo lanzaré al mar. Parece ser que ese es el procedimiento habitual en estos casos.

Sé que mi final está cerca, y estoy preparada. Me llevarán, pero lucharé hasta el final, como siempre he hecho. Creo que vendrán pronto, está empezando a amanecer y anoche, al albor de la luna llena, los tambores comenzaron a sonar.

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