lunes, 29 de febrero de 2016

Siempre hemos vivido en el Castillo, de Shirley Jackson




Sinopsis (contraportada): “Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.” Con estas palabras se presenta Merricat, la protagonista de Siempre hemos vivido en el castillo, que lleva una vida solitaria en una gran casa apartada del pueblo. Allí pasa las horas recluida con su bella hermana mayor y su anciano tío Julian, que va en silla de ruedas y escribe y reescribe sus memorias. La buena cocina, la jardinería y el gato Jonas concentran la atención de las jóvenes. En el hogar de los Blackwood los días discurrirían apacibles si no fuera porque los otros miembros de la familia murieron envenenados allí mismo, en el comedor, seis años atrás.

Sólo puedo describir esta novela con una sola palabra: espectacular. Es una novela corta, de algo más de doscientas páginas, a la que no le sobra ni le falta ninguna coma. La narración es deliciosa, plagada de imágenes bellísimas, y que te transporta a la atmósfera totalmente asfixiante en la que viven Merricat y su adorada Constance.

Es Mary Katherine, Merricat, quien cuenta la historia en primera persona. Y es desde su punto de vista enfermizo e infantiloide que vas desgranando una historia, que al final no es que tenga mucha sorpresa, pero que tampoco preocupa por ello. Es cierto, no hay una súper revelación, en el fondo, según iba leyendo, me iba imaginando la verdad de los hechos, pero da igual, tu mente lo obvia porque los personajes son completamente adorables. Tanto Merricat, que es la que se mueve, la que va al pueblo y soporta las miradas de todo el mundo, los susurros, los insultos, que explora en su propiedad, que entierra tesoros y que cree en los amuletos mágicos; como Constance, con su agorafobia, siempre cocinando lo que da la tierra y cuidando del tío Julian, también consintiendo a Merricat, son geniales. Ambas, en su papel, con sus heridas, con sus cicatrices, se quieren, se consienten y se adoran. Y no necesitan a nadie más en sus vidas.

La atmósfera que se crea en el libro es sencillamente angustiante. Hay escenas en las que me ha costado llorar, de tanto que he empatizado. Una de ellas, al principio, cuando Merricat va al pueblo y se ve acosada por todo el mundo, te hace encogerte de miedo, de impotencia. Creo que ahí es donde se inicia el vínculo con la genial Merricat. 

Pero los demás personajes no desmerecen. Con tan solo dos esbozos la autora crea personajes reales, de carne y hueso, que adoras u odias, según tu propia visión dirigida por la de Mary Katherine. 

Como posfacio tiene una joya firmada por Joyce Carol Oates, en la que analiza la novela, y en la que da algún apunte sobre la autora. No conocía nada de Shirley Jackson, y fue una sorpresa descubrir que sufría de agorafobia (tiene una importante presencia en el libro), y que murió poco después de terminar esta novela.

En el posfacio Joyce Carol Oates compara Siempre vivimos en el Castillo con Otra vuelta de tuerca. Yo no le veo parecido más allá de la novela gótica. Quizás porque Otra vuelta de tuerca sugiere mucho más que explica, y deja las decisiones a cargo del lector, a mí no me terminó de convencer. Sin embargo, Siempre hemos vivido en el Castillo, sugiere, pero de una forma mucho menos sutil. Deja entrever la realidad de las protagonistas aunque ellas mismas no la quieran enseñar. El lector no tiene que suponer una verdad, tan solo tiene que sacarla de entre las líneas, porque está ahí, clara y concisa. Por eso, quizás, esta historia sí me ha conquistado.

Gracias a mi hermana, que se lo leyó, le encantó y me lo pasó, como hace con otros tantos libros: “léelo, te va a encantar”. Es cierto, me ha encantado. Y por eso lo recomiendo encarecidamente. La buena literatura debe ser leída.

lunes, 22 de febrero de 2016

The Witches, de Roald Dahl



Sinopsis (Amazon): Las brujas de todo el mundo, bajo la apariencia de señoras corrientes, están celebrando su convención anual en el hotel Magnífico. Han decidido aniquilar a todos los niños convirtiéndoles en ratones con una apestosa poción, el Ratonizador de Acción Retardada. Pero en ese mismo hotel también están el protagonista de esta historia y su abuela que conseguirán vencerlas gracias al ratonizador mágico.

Qué poco me ha gustado la sinopsis de este libro. No le hace justicia para nada. He buscado en varias páginas, en inglés y en español, y ninguna me ha gustado. Empiezan resumiendo con la convención. Pero, ¿qué les pasa? Ruego una revisión de sinopsis de este libro ya.

The Witches para mi supone un primero de varias cosas. Para empezar, es el primer libro, que yo recuerde, que he leído de este autor. Sí, lo sé, mi infancia fue rara. De hecho, no estoy segura, porque mi hermana sí lo ha leído, no entiendo por qué yo no si nos criamos en la misma casa, pero son de esos misterios de la vida que jamás serán revelados. También es el primero del reto Keep Calm and Read 10 books in English de este año.

The Witches es una grandísima historia, la verdad. Contada en primera persona por el niño, el protagonista (del cual en ningún momento sabemos su nombre), nos habla de su particular historia. Es hijo de noruegos, que se fueron a vivir a Inglaterra, pero todos los años van a visitar a su anciana abuela a Noruega, hasta que un terrible accidente de tráfico provoca que se vaya a vivir con ella. Pese al dolor de ambos, abuela y nieto se quieren muchísimo y son muy felices viviendo juntos, pero una claúsula del testatemento hace que se tengan que marchar a Inglaterra.

La abuela, una anciana muy peculiar, le va contando al niño historias sobre brujas. Las brujas, dice, son reales, pero no las reconoceríamos nunca porque tienen la apariencia de mujeres normales y corrientes. Pero las brujas odian a los niños y siempre están planeando deshacerse de ellos de las maneras más increíbles.

Para que permanezca atento su abuela le va contando al chico las características de las brujas, y gracias a ello, cuando un día se cruza con una de ellas, la reconoce y salva su vida. Pero en unas vacaciones no se topa solo con una, sino con una convención entera de brujas, que conseguirán atraparle, pero el chico es muy inteligente y consigue evadirse de sus garras para trazar un plan junto con su abuela, un plan para aniquilar a todas las brujas del mundo.

La historia es una delicia. Lo único que lamento es no haberla leído de niña, ya que en esta lectura, de adulta, mi yo más escéptico salía a flote para dudar de la abuela. Creía que le estaba contando milongas al niño, o incluso que lo estaba embaucando porque ella misma era una bruja… Pero conseguí mantener el escepticismo a raya lo suficiente para disfrutar de la lectura. 

Además, para ser un libro infantil tiene algunas partes muy duras. El niño se queda huérfano, y aunque dice que lo pasa mal, y que él y su abuela están muy tristes, también parece que pasa por el tema de puntillas. Lo que sí repite mucho muchísimo es lo que se quieren abuela y nieto, ese amor casi, casi enfermizo, pero que es muy real. Porque es verdad, la unión con un abuelo o abuela es especial.

Hay algo que no he contado en el resumen, porque me parece que descubrirlo es lo que hace también genial a la novela, pero que tiene que ver con la moraleja final del libro, y que me parece muy bonita (aunque con matices). La moraleja es que no importa qué forma tengas si hay alguien que te quiere. El matiz que pongo yo es que lo primero es que te tienes que querer a ti mismo, pero es bien cierto que eso es más fácil cuando tienes a alguien que te quiere incondicionalmente. Seas alto, bajo, gordo, flaco, o tengas cola de ratón.

El nivel de inglés, al ser un cuento, no era muy complicado. Lo he entendido casi todo (ha habido palabras que he tenido que buscar) y además me ha gustado el estilo del autor. No estoy segura cómo lo habrán traducido, porque en algunas ocasiones ha jugado con la onomatopeya, que en el inglés es como más fácil.

Lo recomiendo sin duda para todos los niños del mundo, eso sí, que no sean aprensivos. MiniP va a tener que esperar un poco, porque como le lea este cuento ahora no volvemos a dormir en tres años. Pero para los que no sean de tener miedo, es una maravilla. Ahora entiendo tanto revuelo con Roald Dahl.



Este hace el libro 1 de 10 del Reto Keep Calm.

viernes, 19 de febrero de 2016

Mamá en apuros: El diente





Todo empezó una tarde, después del baño. MiniP ya llevaba varios días raruna, como cansada y mimosa, enseguida se ponía a llorar y pedía muchos mimos. Me recordaba a algo, aunque no era capaz de establecer exactamente a qué. 

- Mamá, me duele la boca -. Me dijo, mientras le secaba el pelo con la toalla. 

Se lo miré y aprecié la encía un pelín inflamada justo por detrás de uno de los paletos de debajo. 

- Uy, MiniP - le dije, casi emocionada - Aquí tienes un diente esperando para salir. 

- ¿Sí? - se le iluminaron los ojos de la emoción. 

Le anduve toqueteando un poco la encía, y ya de paso se me ocurrió testear el diente. Fue toda una sorpresa (y lo digo de verdad) descubrir que se le movía. 

- ¡MiniP, se te mueve un diente! 

Yo no sé quién se emocionó más, si ella o yo. Chilló de alegría y llamó a su padre a gritos. 

- ¡Papá, que se me mueve un diente! 

Enseguida quiso llamar también a sus abuelos y contárselo a sus primos, y no dejó de tocarse el diente desde ese mismo momento con la lengua. 

Su padre y yo intercambiamos una mirada entre alegre y apurada, en la que nos dijimos todo sin hablar. ¿Cómo podía haber pasado ya tanto tiempo? Si ayer llevaba pañales y hoy ya le están saliendo los dientes definitivos. Es algo curioso cómo funciona el tiempo, el cabrón va pasando segundo a segundo, de puntillas, para luego darte el susto. Sí, ya tiene cinco años y un diente de leche que se le menea. Aunque, por otro lado, sigue habiendo cosas que te recuerdan a ese bebé que una vez fue. MiniP lo pasó fatal con la dentición, y (aunque no esté muy bien decirlo) nosotros, su padre y yo, también. Fueron fiebres, noches sin dormir, llantos por cualquier cosa. Le dolió mucho y se ponía muy tonta cada vez que le daba un arrebato a los dientes. Por eso me recordaba a algo el estado de ánimo que tenía. 

Pasaron unos días y el diente se le seguía moviendo, pero nada exagerado. Una tarde, otra vez después del baño, porque la hora del baño, para mí, es el momento de la inspección, se lo examiné de nuevo. Cuál no fue mi sorpresa que me encontré el otro dientín ya asomando por la encía. Pero el de leche parecía que no se quería mover mucho más de lo que ya lo hacía. Además, cuando intentaba enseñarle a su padre lo que se meneaba el diente le entraba la aprensión, y nos animaba amablemente a dejar de tocarlo. Y luego se ríe de mí con lo de las arañas. 


Al ver que no se le caía, decidí llevarla al dentista. Necesitaba una opinión experta, porque no estaba segura si el diente podría salir torcido, y, no nos engañemos, el tema es más serio de lo que parece. Que cuesta una pasta ponerse aparato hoy en día… 

Pedí cita para por la tarde, pero el dentista de la seguridad social tiene unos turnos algo extraños y me dieron para por la mañana. 

Precisamente unos días atrás MiniP me protestó porque nunca la había sacado de clase para ir al médico. Como casi siempre he trabajado de mañana, pedí los doctores por la tarde, y si la tengo que llevar no interfiere con el horario de las clases. Pero justo el dentista nos solucionaría el tema. 

Le puse una nota a su profesora para que supiera que pasaría a buscarla, y a la hora convenida pasé por secretaría para rellenar todo el rollo burocrático que supone sacar a la niña del cole a horas que no son convenidas. La bedela fue a buscarla a clase y apareció ella tan contenta poniéndose el abrigo. 

De camino al médico (está como a cinco minutos), ella iba muy contenta, pero yo iba recordándole todo lo positivo que suponía ir al dentista. No es que me hubiera vuelto loca, no, porque además yo odio ir al dentista, pero llevaba como una semana diciéndole que a lo mejor teníamos que ir al dentista y cada vez que lo nombrábamos se ponía hecha una furia, se tapaba la boca con las manos y que no iba, que no iba y que no iba. Creo que fue un factor determinante de su buen humor el que la tuviera que sacar de clase, o al menos lo veo ahora como algo positivo. 

Según llegamos nos hicieron entrar. Otro factor positivo. El médico me preguntó y yo le solté mi retahíla de madre histérica: le está saliendo el nuevo sin que se le caiga el viejo y no sé si eso va a hacer que le salgan colmillos extragrandes y torcidos. Bueno, quizá la parte de los colmillos la obvié. Sí que le dije que, como no sabía si estaba bien o no, había preferido llevarla para que lo determinara un experto. 

- Si está bien, nos vamos y punto – le dije. – Pero yo me quedo más tranquila. 

La enfermera se partía de risa. De verdad que no sé muy bien por qué, le debí caer simpática. 

Sentaron a MiniP en el sillón. Ella sonreía de oreja a oreja. Abrió la boca cuando se lo pidieron y ni pestañeó cuando el dentista le tocó el diente. 

- Voy a ponerle un anestésico en spray en este algodón – me dijo, y me mostró un algodón de los redondos. 

Yo creía que se lo iba a aplicar a la encía o algo, pero en lugar de eso le dio al diente que se movía tres algodonazos, que en el tercero el paleto cayó al suelo. 

Fue cosa de visto y no visto, yo diría que habían pasado dos segundos y mi peque ya no tenía diente. Sangraba un poquito, pero el doctor le puso el algodón en el hueco y le pidió a MiniP que mordiera. Yo ahí no pude mirar, porque me da una dentera horrorosa, que lo paso fatal cuando tengo que ir yo al dentista. 

Recuperamos el diente, importante tesoro para dejar al ratoncito Pérez, dimos las gracias y volvimos al colegio. De camino MiniP iba súper feliz. Y lo sé no por mis súperpoderes de madre, que también, sino porque cada dos segundo soltaba una risita tonta. Tan tonta, que porque no le vi al dentista ponerle anestésico, que si me hacen jurar yo hubiera jurado que mi hija iba drogada perdida. 

- Jijiji, jiji. Mamá, esta noche viene el ratoncito Pérez. 

- Sí, cariño. 

- Jijiji, jiji. ¿Le puedo enseñar el diente a mis amigos? 

- No, mi vida, que se puede perder. 

- Enséñamelo. Jijiji, jiji. 

- Ahora no, cielo. 

- Mamá, jijiji, jiji. 

- ¿Qué? 

- ¿Sabes por qué me río tanto? Jijiji, jiji 

- ¿Por qué? – cada vez que me hace una pregunta se espera a que conteste, y si no lo hago me lo puede repetir hasta el infinito. 

- Porque estoy muy feliz. Jijiji, jiji. 

El caso es que la risa que tenía era contagiosa, y así fuimos las dos hasta el cole, riéndonos como tontas que se han fumado media plantación de marihuana. Aún no las tengo todas conmigo con que no la drogaran… 

Cuando la dejé en clase fue la reina. Se sentó en el suelo (estaban en la asamblea), y se acercaron a ella cuatro o cinco niñas y niños para que les enseñara el hueco. Ella sonreía y bajaba el labio más de lo habitual para dejarlo a la vista. Y seguía riendo. No habíamos tardado ni un cuarto de hora desde que la recogí, pero la dejé el triple de feliz. 

Por supuesto la felicidad le duró hasta el día siguiente, cuando se levantó y descubrió que en la mesilla, donde habíamos dejado el diente con un cartel para que el ratoncito Pérez lo encontrara, ahora había un peluche de Chase, el perro pastor alemán de La Patrulla Canina. Aunque no volvió a reírse con esa risita tonta. 

Tengo que preguntarle al dentista qué llevaba ese spray…. 

miércoles, 17 de febrero de 2016

Miércoles Musicales: Romper la Voz, Patrick Bruel



Este pasado fin de semana tuve la ocasión de ver la película La familia Bélier, una fantástica cinta francesa que me gustó y me emocionó a partes iguales. Tiene humor, ironía y mucha emotividad. Me reí, y también lloré. También tiene música.

Es una película francesa. No suelo ver mucho cine francés, primero porque no lo suelo entender, y segundo porque el doblaje, no sé muy bien por qué, parece más falso que las películas anglosajonas. A lo mejor es la costumbre, también es verdad que llegan más películas americanas e inglesas que de cualquier otro país, la forma de mover la boca es distinta.

Os dejo el trailer por si no la conocéis.


El caso es que me hizo pensar en la poca música francesa que he escuchado. De hecho, pensando en música francesa solo me sale un nombre: Patrick Bruel. Fue muy conocido en los 90 porque también es actor. Me enamoré de su voz cuando era una jovencita. Su canción, Romper la voz, fue la culpable. Eso sí, en su versión en español. Como soy una obsesiva y cuando me gusta algo doy la matraca hasta el hastío, me regalaron el vinilo, que tengo aquí en casa como la joya que es.

Hoy comparto este Romper la voz de Patrick Bruel, canción escrita para cantarla a gritos y desahogarte. Hay días que me viene fenomenal este tipo de canciones.

Nota: Por desgracia no he encontrado un solo vídeo con la canción Romper la Voz, os dejo este documento que muestra la vida de 1992, a ver si entendéis por qué me gustaba tanto... La canción empieza sobre el minuto 3...




¡Que disfrutéis del miércoles!

viernes, 12 de febrero de 2016

Mamá en apuros: día infernal de reuniones



Implicarse es una acción que no admite partes. Empiezas sí, con poca cosa, pero cuando te quieres dar cuenta algo dentro de ti se ha soltado, un resorte que antes tenías activado de repente salta por los aires y ya no eres capaz de ver el mundo a tu alrededor como si no fueras parte de él.

Yo empecé en la empresa. Tras muchas dudas, de sí, de no, de pros y de contras, finalmente decidí presentarme al comité. Los pros han resultado ser muy gratificantes, aunque hay más contras que al principio y mentiría si dijera que no me he arrepentido en alguna que otra ocasión (lo noto cuando las ansias asesinas aparecen). Si no fuera por (algunos) compañeros y compañeras, con los que he conseguido hacer un gran grupo de trabajo, hacía ya tiempo que habría tirado la toalla (o que definitivamente habría optado por el asesinato).

Debido a mi posición como delegada de personal, en representación de mis compañeros y compañeras tengo que asistir a muchas reuniones. Algunas son más importantes que otras, y las hay en las que estoy muy a gusto y hablo con libertad (para bien o para mal, pero con libertad), y otras en las que no me atrevo a decir ni mu, por si las moscas. 

A mitad de enero, más o menos, me habían programado una reunión en la capital. Esa era una de las fáciles, tan solo era para firmar un acuerdo que habíamos estado negociando con la empresa. La cosa se me complicó un poco cuando en el cole, a falta de una semana, nos convocaron la reunión del trimestre el mismo día que tenía la de Madrid. Como tardo una hora y pico en llegar en transporte público, decidí llevarme el coche, por si se alargaba la cosa tener más margen de maniobra. 

A falta de cuatro días nos mandan información de que el mismo día, apenas quince minutos más tarde que la primera, hay otra reunión con la empresa. Me echo las manos a la cabeza. ¿Es el día x el día internacional de las reuniones y yo no me había enterado? A juzgar por cómo acabó mi agenda yo diría que sí.

Bueno, sin agobios. La primera estaba hecha, la segunda era más que probable que se aplazara y para la reunión del cole llevaría palomitas porque este año habría chicha. Me estaba quejando yo de que las mamás del cole este año estaban muy tranquilitas, y lo que pasaba era que las cosas sucedían subversivamente. Hasta que no ha saltado la liebre entera no nos hemos enterado, y en la reunión nos podríamos informar mejor.
Me he ganado uno de éstos...


A dos días de la fecha señalada nos echan al buzón la información relativa a la reunión de vecinos anual. La misma tarde del día x. ¿Otra más? Pues otra más. Agendada quedó. Y ya la apunté con alivio. Era imposible que me pusieran más reuniones el mismo día. Pero imposible es una palabra que el destino, irónico él, no entiende, y MiniP sacó del cole, a falta de un día, un papel con una invitación a una reunión urgente del AMPA.

A esa ya no, me dije. No puedo con más…

Llegó el día. Conseguí llegar al centro sin perderme, y sin perder los nervios por el atasco. Me había olvidado de lo que era un atasco, desde que empecé a trabajar a horas intempestivas en las que no están puestas ni las calles. Tanto coche yendo hacia el mismo sitio no me parece normal, pero tendrá que ser… Las dos primeras reuniones transcurrieron sin problemas, tal como las habíamos previsto. Antes de lo que creía ya estaba fuera. Tras un montón de papeleos, conseguí llegar a casa sana y salva, y sin haberme perdido tampoco de vuelta.

Por desgracia, la reunión del cole no fue tan divertida como había esperado. Nos limitamos a aguantar la charleta de unas más que enfadadas profesoras y nadie dijo ni mú. Yo aún me estoy preguntando quién puede quejarse de que les den galletas a los niños en las excursiones. Que no son sanas, parece ser. Y me pregunto yo: ¿qué come ese niño (porque luego me enteré de que era cierto niño) en su casa? ¿Todo sano y natural? ¿Cultivan una huerta en la terraza?

En la reunión estuvo el director del colegio pidiendo por favor asistencia a la reunión del AMPA. Entre eso, y mis MAA, que me estuvieron comiendo un poco el tarro, al final decidí ir porque la cosa parecía más grave de lo que yo creía.

El caso es que sí era grave. Muy grave. El AMPA había estado abandonado durante todo este curso escolar, y la única persona que quedaba no quería encargarse más de lo que buenamente podía hacer (que a mi modo de ver era poco). Tras un pequeño debate, al final fuimos bastantes madres y (dos) padres comprometidos los que dimos un paso al frente y decidimos hacernos cargo de la situación. Yo entre ellos. 

En qué hora. 

Mi cabeza empezó a bullir. Demasiada información. Demasiadas reuniones ya. Me iba a estallar de pura presión. ¿Por qué me tuve que ofrecer para el puesto de secretaria? Si es que debo ser masoca o algo…

Tras una ducha, mi cabeza pareció calmarse un poco. Tenía los ojos cansadísimos, como si no hubiera dormido en un mes, pero gracias a la acción del agua (hirviendo) caliente en la ducha, me relajé. 

A las ocho y media bajé al portal para la que con seguridad sería la última reunión del día. La de vecinos transcurrió sin contratiempos, lo mismo de siempre: el piso que debe y hay que denunciar al dueño; el que debía y ahora limpia el portal para pagar la comunidad (con lo cual ya no debe); el otro que debe este año y al que se le ha dado el jardín, para que no deba tampoco. Y que no hay dinero ni para arreglar nada, mucho menos vamos a pensar en poner un ascensor. 

Aunque casi lo agradezco, el deporte me ayuda a despejar la cabeza, y hay días, como aquel, en el que no encuentro ni el mínimo hueco para ir a correr, en el que al menos me queda el consuelo de subir los tres pisos a patita. Por un rato dejo de pensar en reuniones y me acuerdo muy bien de la familia del arquitecto que diseñó el edificio…



miércoles, 10 de febrero de 2016

Miércoles Musicales: Lindsey Stirling



Me encanta la música de violín. Me parece un instrumento que suena tan limpio, tan humano a veces, como si fuera un quejido. No sé explicarme mejor porque por desgracia carezco de oídos, en su lugar tengo un par de patatas que generan mucha cera, y que me sirven para discriminar conversaciones (lo que me interesa lo escucho, lo que no, me vuelvo sorda), pero que no me valen para la música. Es lo que hay, no podía salir perfecta... Pero me da mucha rabia, porque me encanta la música, me encanta cantar pero no tengo ni idea de tocar un instrumento y cuando canto en la ducha acaba lloviendo.

El caso es que me encanta como suena el violín, pero tengo poca paciencia para la música clásica. La escucho, me la pongo cuando me quiero relajar, o cuando voy a escribir, pero para el día a día prefiero algo más movido. Quizá por la misma razón por la que mi hija no se quiere ni sentar cuando está cansada: necesito activación, los días son muy cortos para todo lo que tengo que hacer, o para todo lo que quiero hacer, y si me pongo algo que me relaje me acabo durmiendo y no hago nada.

Por eso quizá me conquistó Mago de Oz, aunque perdieron fuerzas con los años. Introdujeron a un violinista en un grupo de rock y el experimento no pudo salir mejor. 

Pero no voy a hablar hoy de Mago de Oz, quizás otro día, pero no ahora.

Hoy voy a hablar de Lindsey Stirling.

La conocí, como no, gracias a Papá en Apuros, que se pasa los ratos muertos saltando de un vídeo de youtube a otro, y así descubre cosas buenas. Lindsey Stirling saltó a la fama por el programa America´s Got Talent, y vaya si tiene talento esta chica. Además de tocar el violín, es bailarina, por lo que hace coreografías a la par que toca el violín. Si tocar ya me parece complicado, hacerlo mientras te sostienes sobre una pierna y haces una pirueta para mi es el no va más.

Sus canciones suenan movidas, le dan ese toque activo que necesito escuchar, a la vez que me transportan, me transmiten, a través de las cuerdas del siempre genial violín.

Hoy comparto aquí la colaboración que tiene con Lzze Hale, portentosa voz cantante de Halestorm, en una canción que me parece preciosa, por lo que dice y por cómo lo dice.

Que lo disfrutéis.



lunes, 8 de febrero de 2016

La librería a la vuelta de la esquina, Varios Autores




Sinopsis (Amazon): Diez autores y once relatos rinden un espléndido homenaje a librerías, libreros, libros y lectores. Policíacas, misteriosas, románticas, fantásticas, realistas... historias extraordinarias con el protagonismo indiscutible de una librería siempre única, como la imaginación de quien la describe y la habita, de quien la dota de personajes y llena sus estantes de libros raros y maravillosos para que el lector se pasee por entre sus prometedores estantes. Por estas páginas transitan encantadoras investigadoras, clásicos que cobran vida, libreros excéntricos, herencias librescas, detectives suspicaces, acertijos de siglos pasados, palabras mágicas que conjuran hechizos olvidados, James Joyce, Hemingway, una dragona y hasta el mismísimo señor de las tinieblas. 

Entra, lector, ponte cómodo y respira sin prisas el aroma de la literatura bajo el tenue polvo de sus estantes. Traspasa el umbral de estas librerías, eres más que bienvenido.

Cuando yo era pequeña vivía rodeada de libros. No es una exageración, es la pura verdad. Mi casa estaba invadida por libros, casi todos de bolsillo de la editorial Alianza. Los había incluso repetidos. No es que mis padres fueran unos frikis de ese sello en concreto, no, ni lectores tan apasionados que rozaran la locura, no. A mis padres les gustaba leer, pero eran lectores de temporada y de género. Mi padre se pasaba las vacaciones con la nariz pegada a las novelas del oeste, mientras que mi madre se decantaba por las novelas románticas. Pero estaban de acuerdo en una cosa: querían que sus hijas leyeran, y que desarrollaran la pasión por la lectura. Por suerte para ellos, mi padre trabajaba de encuadernador, y la empresa de artes gráficas para la que trabajaba tenía un contrato con Alianza. Por eso tenía acceso a libros varios, que tenía la oportunidad de traer a casa, y era raro el viernes que no llegara con un paquete bajo el brazo. 

Cuando yo era pequeña me gustaba contar que podría hacerme un fuerte con los libros que tenía en casa, y creo que en alguna ocasión lo llegué a hacer.

Algo debieron hacer bien mis padres, porque consiguieron su objetivo: las tres hermanas somos muy diferentes entre nosotras, pero si algo tenemos en común además de los genes es la pasión por la lectura. Pero pasión de la de verdad.

Habría podido creer que, al tener tantos libros en casa, no hubiera tenido ganas de visitar una librería, pero en cuanto tuve edad de tener dinero se convirtieron en mi segunda casa. No podía comprar mucho, ni muy a menudo, pero me encantaba visitarlas. Tocar los libros, mirar novedades o estanterías y dejarme aconsejar por el personal de la librería. Las del pueblo donde vivía no eran muy grandes, pero cada una tenía su encanto, y todas ellas eran muy necesarias.

Por cierto que cada vez que me compraba un libro mi padre lo sometía a un examen riguroso. Lo miraba y lo sobaba con ojos y mano expertas de encuadernador, y no muchos salían airosos. A mí me importaba más lo de dentro que como estuviera encuadernado, pero era un ritual que, en el fondo, me encantaba.

Por eso es necesario este libro de relatos. Hay once relatos, aunque son diez autores. Once miradas muy distintas entre sí de lo que es una librería, y de la importancia que tiene en nuestras vidas. La idea surgió de la mente de Mónica, del blog Serendipia, y ha reunido nombres que a casi todos los que asomamos la nariz a la blogosfera nos resultarán conocidos. 

Lo cogí en cuanto supe de él, y lo devoré en un par de días. Me gustan los libros de relatos por lo fácil que me resultan de leer. Son cápsulas de ficción, mundos ajenos y geniales reducidos a unas pocas páginas. 

Aquí el lector encontrará de todo: humor, realismo, ficción, mundos mágicos… Todos los relatos son muy diferentes entre sí, con un solo nexo de unión: todos tienen lugar en una librería. En una cualquiera, la que te podrías encontrar justo al lado del súper, o la librería donde sueles ir…

Yo ahora, que vivo en otro pueblo, tengo otra librería de referencia. Es pequeña, y muy curiosa, pues comparte espacio con una joyería (son dos negocios en uno). No tienen muchos libros en las estanterías, pero te traen lo que estás buscando en un abrir y cerrar de ojos… Hasta ahora era mi librería de confianza. Hasta ahora. Porque, después de haber leído esta novela de relatos, tengo once librerías a las que acudir cada vez que me apetezca evadirme junto a libros…

Se publicó en principio tan solo en digital, pero ahora es posible conseguirlo en papel también. Para todo el mundo: los que gustan de nuevas tecnologías y los que prefieren el tacto del papel.

Recomendado, sin duda.

viernes, 5 de febrero de 2016

Mamá en Apuros: Carrera en Alovera



Hasta que leí a Murakami pensaba que el oficio de escribir no era muy compatible con la afición de correr. Así soy yo, cuadriculada, pero desde pequeña. Creía que las cosas solo podían tener una faceta, y que si querías ser, por ejemplo, astronauta, ya no podías aprender a cocinar. Total, en el espacio te lo daban todo deshidratado.

Pero leí a Murakami y su De qué hablo cuando hablo de correr, y se me cayeron dos mitos, pero en el buen sentido. Supe que se podía compaginar escribir y correr, y además me confirmó que te puede venir la vocación de escritor siendo ya mayor. Hasta entonces también pensaba que tenía que ser vocacional desde la infancia.

Y no solo los escritores pueden compaginar su vida con el deporte, las blogueras literarias también. Como no podía ser de otra manera, no soy la única tampoco en ese aspecto. Mi querida Isi, de From Isi, se inició en el running* hará ya un año o dos, y resulta que tuve la gran suerte de compartir salida, el pasado domingo, con otra ilustre bloguera literaria: La Hierbaroja.

Y si lo pensamos bien no es tan descabellado. Lo que siempre había pensado era que un escritor se pasaba la vida sentado frente a su máquina de escribir. Y como lectora me he pasado el mayor tiempo posible sentada (o tumbada) leyendo. Por eso lo pensaba incompatible y por eso precisamente es, no solo compatible, si no necesario.

Yo ya llevo casi cuatro años corriendo, salvo el año excepcional que supuso el de inicio de cole de la peque. A mí no solo me ha salvado del inmovilismo, también de la depresión. Y me ha ayudado en muchas otras cosas. He descubierto que tengo ambición, cosa de la que creía que carecía, en el sentido de que quiero mejorar en ciertos aspectos, y proponerme retos y cumplirlos. Y no es solo un aspecto de mi vida, sino que está relacionado con todo lo demás.

Luego tuve la suerte de cruzarme (casi literalmente) con el Club de Atletismo del pueblo donde vivo, y me uní a él. Tenía en mente hacer una media maratón más bien pronto que tarde, y supuse que si me juntaba con un club de atletismo lo tendría más fácil. No me equivocaba.

He dado con gente estupenda, que no te hace sentir mal si no vas a correr, pero siempre te anima para que salgas. Si no te acompaña una persona lo hace otra, y más de una vez han aflojado ritmo para acompañarme. Vamos acompañados a las carreras, y nos mandamos fotos por el grupo para los que no han ido. La verdad, es genial.


Durante diciembre he tenido un bajón, no sé por qué. Quizás las fiestas navideñas, no solo por lo que representan en cuestión de comilonas, sino también porque cada vez falta más gente a la mesa, que no andaba yo muy animada. He salido a correr, pero ni siquiera me supuso un consuelo. De hecho, estaba fatal de las piernas, aunque eso lo podía superar. Lo que no era capaz de superar era el bloqueo mental. Salía sin ganas, pero con la intención de hacer 6 o 7 km, y en el kilómetro 4 ya me estaba parando porque mi cerebro, a mis espaldas, le había dado la orden a las piernas.

Pero ha sido cruzar el año y cambiar la cosa. La fiesta de los Reyes Magos me da un soplo de alegría, y parece que me voy recuperando. Me apunté a una carrera, que llevaba desde octubre o noviembre sin ir a ninguna. Decidí estrenar el año con los 10 km de Alovera, un pueblo de Guadalajara que me queda cerca (antes trabajaba allí, de hecho), y de la que me hablaron muy bien. Me aseguraron que era muy llana.

Según se iba acercando la fecha, yo me iba ilusionando más. Parecía que iba recuperando mi habitual alegría. Contacté con Hierbaroja por Twitter, y me dijo que no sabía si iba a poder ir. Hasta el último momento no lo confirmó, y su afirmación contribuyó a mi estado de ánimo. 

Llegó el día, y yo viajé sola hasta allí. Adoro conducir, y berrear mi música mientras lo hago, por lo que no me importa. Allí recogí dorsal y camiseta, y me uní a mis compañeros de fatigas. Hacía un frío que ni Invernalia en plena ola de frío, y cuando fuimos del coche a la salida casi me hice un bicho bola, por si por un casual, al encogerme sobre mí misma, me daba un poco de calor. No funcionó.

Ya en el mogollón de la meta (éramos mil personas), me uní a Hierbaroja. Fue casi una casualidad, me mandó foto de su ubicación, y oh, sorpresa, era justo donde yo me encontraba. Miré a mi alrededor buscando a alguien de naranja atenta al móvil, y en cuestión de dos segundos, la encontré. Con ella tomé la salida y la acompañé durante el primer kilómetro. Fue un placer haber podido coincidir, y una pena que la carrera no hubiera sido más cerca de León, para haber sido tres blogueras las que tomaran la salida (Isi, nos acordamos de ti).


Fui teniendo muy buenas sensaciones, tantas que cuando me quise dar cuenta iba casi un minuto por kilómetro más rápido de mi media. Bajé un poquito el ritmo para no fundirme en las primeras de cambio. En el kilómetro dos había una pequeña cuestecita, que subía yo pizpireta y medio ciega por el sol y por los colores chillones de las camisetas de la gente que corría, cuando vislumbré a dos ciclistas muy atentos al devenir de la carrera. Iban de amarillo chillón, con lo que me terminaron de cegar, supuse que eran de organización.

Cuando llegué más cerca de ellos oí mi nombre. Volví a mirarlos, esta vez más atentamente, y la mandíbula se me descolgó. ¡Eran Papá en Apuros y TíoJ! Habíamos dejado a MiniP a dormir el día anterior con los abuelos porque yo iba a la carrera y Papá en Apuros salía con la bici junto con el marido de mi hermana, TíoJ. Ellos iban a hacer otro camino totalmente distinto, sin nada que ver conmigo, pero, no sé si de manera premeditada o como un plan de última hora, decidieron venir a animarme a Alovera. Me dieron una muy grata sorpresa, ya iba yo animada y su visita y gritos de ánimo me dieron más fuerzas. Se quedaron a verme pasar en la segunda vuelta y se fueron, que tenían otros treinta y pico kilómetros de camino…

También bajó a verme y a animarme mi compañera y amiga P., del trabajo, con la que me tomé un café reparador tras mi paso por meta.

Fue una gran carrera, la disfruté muchísimo y, aunque no fui capaz de entrar en calor en ninguno de los diez kilómetros, la voy a recordar con mucho cariño. ¡Y bajé de la hora! Vale, por un minuto, pero para mi fue un tiempazo.

Alovera supuso el pistoletazo de salida de la temporada, y, quizás gracias al tiempo que hice, un punto de inflexión en mis sensaciones de estado físico. Además, allí dejé olvidados mis pesimismos, si alguien los encuentra, por favor, no me los devuelvan…

miércoles, 3 de febrero de 2016

Miércoles Musicales: Rozalén



Los descubrimientos musicales, en mi casa, vienen de la mano de Papá en Apuros. Él es el inquieto en ese aspecto, yo me quedo en lo cómodo, y a no ser que algún grupo de los que más me gustan y sigo saquen disco, suelo tener la misma música en el ipod.

Ya digo que es él el que pasa de un vídeo a otro del youtube y escucha a un grupo y a otro, y me lo hace escuchar, ilusionado por los nuevos descubrimientos. Como yo me cargo ya sola de trabajo, le he legado a él ese papel de descubridor y yo solo me dejo hacer.

Ahora lo compartimos también con MiniP, que tiene sus propios gustos. No siempre coinciden con los míos ni con los de su padre (¡le gusta Enrique Iglesias!, aunque ella lo llama Enrique Inglesas....), sí que a veces me ha hecho escuchar alguna canción con otros oídos. 

Es el caso que traigo hoy. Rozalén no entra en un principio en el tipo de música que me gusta, pero luego de escucharla he descubierto que sí. Es atrevida, irreverente y con un punto rebelde que me ha conquistado. Tiene una voz muy peculiar que me encanta, y además promociona su pueblo, y está más que orgullosa de sus raíces, como debe de ser, por otro lado.

Esta es la canción que más le gusta a MiniP. Se pasó el verano escuchándola casi en bucle, y aunque tiene otras que a mi me gustan más, quiero compartir la que se aprendió mi peque antes que yo. Además, con un gran mensaje.

Con que os guste la mitad que a MiniP, ya os gustará mucho.

¡Que la disfrutéis!


PD: Sé que no es una novedad ni muchísimo menos, pero he querido que este espacio esté dedicado a la música que yo descubro y cuando la descubro, no a novedades.

lunes, 1 de febrero de 2016

El Umbral de la eternidad, de Ken Follet




Sinopsis: Después de La caída de los gigantes y El invierno del mundo llega el final de la gran historia de las cinco familias cuyas vidas se han entrelazado a través del siglo XX. En el año 1961 Rebecca Hoffman, profesora en Alemania del Este y nieta de lady Maud, descubrirá que la policía secreta está vigilándola mientras su herma no menor, Walli, sueña con huir a Occidente para convertirse en músico de rock. George Jakes, joven abogado que trabaja con los hermanos Kennedy, es un activista del movimiento por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos que participará en las protestas de los estados del Sur y en la marcha sobre Washington liderada por Martin Luther King. En Rusia las inclinaciones políticas enfrentan a los hermanos Tania y Dimka Dvorkin. Este se convierte en una de las jóvenes promesas del Kremlin mientras su hermana entrará a formar parte de un grupo activista que promueve la insurrección. Desde el sur de Estados Unidos hasta la remota Siberia, desde la isla de Cuba hasta el vibrante Londres de los años sesenta, El umbral de la eternidad es la historia de aquellas personas que lucharon por la libertad individual en medio del conflicto titánico entre los dos países más poderosos jamás conocidos.



Por fin leí la última entrega de la Trilogía The Century. Puedes leer la reseña de La Caída de los Gigantes aquí y la de El invierno del mundo aquí.

Es una gran trilogía, he de reconocerlo, pero también creo que el proyecto se le fue un poco de las manos. En esta última entrega mi reseña va a ser más parecida a la del segundo libro que a la del primero.

Para empezar, es Ken Follet. Lo cual es sinónimo de grandes y profundos personajes con vidas propias. De grandes historias tras la Historia. Pero no sé si es que ha abarcado mucho con esta entrega, o es que en último tercio del siglo XX ocurrieron muchísimas cosas. El caso es que tiene tanta Historia que contar, que las historias personales aparecen tan sumamente recortadas que hay un momento en que se reducen a una frase, y te encuentras preguntándote por qué ahora, de repente, el personaje se está comprando una lechuga para cenar.

La labor de documentación, por supuesto, es brutal. Introduce los datos de tal manera que no estás leyendo parte histórica y luego parte personal, sino que se entrelazan muy bien, pese a que ha abusado de las tijeras de manera casi demencial (aquí me imagino a Follet con unas tijeras gigantes y cara de loco).

Abarca mucho espacio temporal, y muchos frentes geográficos: Alemania, Estados Unidos y Rusia. Es brutal la imagen que proyecta del Comunismo, común a otros libros que he leído sobre el tema (recuerdo Purga, de Sofi Osaken, por ejemplo). Cada vez que tocaba Rusia en los capítulos la atmósfera se cargaba y el miedo afloraba. He sufrido mucho con lo de la libertad de prensa, de opinión y hasta de pensamiento. 

He sufrido lo indecible con la crisis de los misiles cubanos, tan real se me ha hecho. Hasta la fecha no había sido consciente de lo cerca que estuvo el mundo de un desastre nuclear, pero real. Y el tema de los espías, durante la Guerra Fría, ha sido apasionante.

Me ha gustado mucho en general, aunque creo que hubiera dado más juego si lo hubiera dividido en dos, o incluso en tres, ya que habría podido profundizar más en la vida de los personajes, los nietos del primer libro.

El final es… emocionante. He llorado un poco con esa caída del muro. Yo era una niña cuando ocurrió, y lo más que recuerdo es la imagen de la gente sobre el muro, y los trozos de piedra gris que la SúperPop regalaba con su revista. No entendía el significado de esa caída y, mira, aquí estamos, unos pocos de años después, con Alemania unida y la URSS acabada (que no olvidada, creo que allí se quedaron al mando los mismos caciques con distintos collares). Y los de mi generación y la siguiente, que nos parece casi increíble que estos hechos llegaran a ocurrir.

Con todo, con sus altibajos, con sus casualidades imposibles, con los recortes, es un libro a tener en cuenta. De hecho, una trilogía que ayuda mucho a entender los hechos históricos que han determinado nuestra propia historia. 

Follet, pese a todo, sigue sin defraudarme.