Era noviembre de 2004. Papá en Apuros y yo vivíamos en pareja, y por fin nos iban bien las cosas. Tras un inicio de la convivencia complicado en temas económicos, ahora levantábamos cabeza, gracias al trabajo fijo de ambos donde ganábamos lo suficiente. Nos decidimos a comprar un coche.
Tampoco un coche excesivamente caro, pero lo queríamos nuevo. Sacamos de fábrica un flamante Hyundai Accent blanco, en berlina cinco puertas que en ese momento nos pareció maravilloso.
Nos siguió pareciendo maravilloso cuando, apenas cinco meses después, le hicimos pasar la prueba de su vida. Papá en Apuros y yo nos casamos, y de viaje de novios nos fuimos una semana a un hotel de los alpes austríacos. Para darle más emoción al viaje, y así poder visitar más sitios, decidimos ir en coche. Sí, sí, en coche. Y fue espectacular.
En el viaje de ida hicimos varias paradas, para poder conocer más lugares y dar descanso al cuerpo. Primero hicimos escala en Barcelona, que por aquel entonces no conocía y era una ciudad que me apetecía ver. No me decepcionó.
De Barcelona partimos hacia San Remo, haciendo una pequeña parada en Mónaco, que es la cuna del lujo, sin duda. Tras degustar el helado más rico que he probado en mi vida, y pasar la noche en un hotelito bucólico de San Remo, nos dirigimos a Venecia.
Y me enamoré de Venecia. Pero nos debíamos ir, y desde allí ya nos dirigimos al hotel donde pasaríamos una semana. Pero el pobre Hyundai no descansó allí, no. Ya que estábamos, y teníamos nuestro coche, nos dedicamos a visitar todo lo que pudimos en el lapso de tiempo que duró nuestra estancia: los pueblos magníficos de alrededor, la cueva de hielo más grande de Europa (y ahora no recuerdo si del mundo), y, como estábamos a escasos 200 km, Munich. Cuando se trata de viajar y conocer lugares me posee un ansia tremenda.
Y todo eso con nuestro cochecito coreano que no rechistó en ningún momento.
Me acuerdo cuando llegamos al hotel, que nos recibió el recepcionista, un austriaco enorme, y muy amable, que nos preguntó por nuestro viaje. Cuando le contamos desde dónde veníamos en coche, en una mezcla de inglés chapucero y mímica, el hombre se echó las manos a la cabeza y, acto seguido, preguntó: “¿Mercedes? ¿Audi? ¿BMW?” Nosotros, con una sonrisa, y por qué no, un punto de orgullo, negamos con la cabeza y contestamos: “Hyundai”.
Pero la peor parte se la llevó el pobre coche a la vuelta. El plan era parar en Milan, a pasar la noche, y ya si eso, hacer otra escala en Barcelona. Pero se nos fue de las manos. Íbamos cansados, y para acceder a Milán había que desviarse. Decidimos seguir adelante. Cada tres horas parábamos a tomar un café y a cambiar de conductor. Hicimos cálculos, y, total, estábamos a ocho horas escasas de Barcelona. Allí ya descansaríamos.
Pero llegamos a Barcelona, y eran las once de la noche. Y había un acontecimiento deportivo en la ciudad, creo recordar que las motos, de modo que pensamos que se haría difícil encontrar hotel. No queríamos dar vueltas hasta encontrar uno. Así que continuamos. Tres horas más y estaríamos en Zaragoza.
Efectivamente. En tres horas estuvimos en Zaragoza, y a partir de ahí ya tan solo nos separaban de casa otras tres… ¿Y qué eran tres horas más? Nada. Continuamos. Sin darnos cuenta llegamos a casa, 22 horas después de haber comenzado el viaje, sin haber dormido y casi sin haber descansado. Juro que me pareció escuchar un suspiro del motor cuando le apagamos hasta el día siguiente, yo creo que reconoció su casa. No tuvimos un solo problema en todo el viaje.
Los años pasaron, y el coche siguió comportándose como el héroe que fue, sin darnos un solo problema. Llegó MiniP, y pudo acoger en el maletero todo lo que necesitábamos tanto en los trayectos cortos (la silla) como en las vacaciones (la silla, las maletas, la cuna de viaje, la bañera, y un larguísimo etcétera).
Tan solo falló una vez. Fue tras cambiarle la correa de la distribución, y el azar quiso que ocurriera en las primeras vacaciones que pasábamos la familia Apuros junta. MiniP era un bebé de apenas dos meses, y nos dejó tirados a la vuelta, a la altura de Valencia capital. Fue un follón divertido porque teníamos el maletero a rebosar, y un bebé a cuestas. El seguro nos quería pagar los billetes del tren, pero tras insistir (y gritar, que aún me acuerdo) un poco, nos pusieron un coche de alquiler. Mi pobre Hyundai se tuvo que quedar, solito y asustado, en Valencia.
Tengo mil historias con el coche. Estaba enamorado de mí, y yo le quería mucho, pese a que le cambié (por motivos logísticos) por Leoncio. Le queríamos, y el otro día le dijimos adiós.
La verdad, 12 años para un coche ya son años. Era un abuelillo que empezaba con achaques. Y tenía que hacer un servicio diario de 50 km. No superó, tampoco, los tres meses de abandono de cuando me rompí la muñeca. El caso es que ya tosía todos los días, y Papá en Apuros, que es el que lo llevaba a diario, con menos sentimentalismo, decidió que era hora de cambiarlo. Y yo estuve de acuerdo, tras unos días de titubeo, en los que mi corazón no se ponía de acuerdo con la lógica del cerebro.
Pero al final nos decidimos, y, con lágrimas en los ojos, nos despedimos del Hyundai. Le dijimos adiós, y le dejamos allí solito y abandonado. Solo espero que quien lo reciba le quiera tanto como le quisimos nosotros…
Ahora tenemos un coche nuevo en la familia, de un flamante rojo que le ha granjeado el nombre de Flecha Roja, aunque ninguno jamás ocupará el puesto del Hyundai. Por lo que significó, por todos los viajes que hicimos con él, por todo lo vivido junto a su corazón de chapa y gasoil.
Adiós, querido Hyundai, hasta siempre.