viernes, 13 de mayo de 2016

Mamá en apuros: Adiós, Hyundai



Era noviembre de 2004. Papá en Apuros y yo vivíamos en pareja, y por fin nos iban bien las cosas. Tras un inicio de la convivencia complicado en temas económicos, ahora levantábamos cabeza, gracias al trabajo fijo de ambos donde ganábamos lo suficiente. Nos decidimos a comprar un coche.

Tampoco un coche excesivamente caro, pero lo queríamos nuevo. Sacamos de fábrica un flamante Hyundai Accent blanco, en berlina cinco puertas que en ese momento nos pareció maravilloso.

Nos siguió pareciendo maravilloso cuando, apenas cinco meses después, le hicimos pasar la prueba de su vida. Papá en Apuros y yo nos casamos, y de viaje de novios nos fuimos una semana a un hotel de los alpes austríacos. Para darle más emoción al viaje, y así poder visitar más sitios, decidimos ir en coche. Sí, sí, en coche. Y fue espectacular.

En el viaje de ida hicimos varias paradas, para poder conocer más lugares y dar descanso al cuerpo. Primero hicimos escala en Barcelona, que por aquel entonces no conocía y era una ciudad que me apetecía ver. No me decepcionó.

De Barcelona partimos hacia San Remo, haciendo una pequeña parada en Mónaco, que es la cuna del lujo, sin duda. Tras degustar el helado más rico que he probado en mi vida, y pasar la noche en un hotelito bucólico de San Remo, nos dirigimos a Venecia.

Y me enamoré de Venecia. Pero nos debíamos ir, y desde allí ya nos dirigimos al hotel donde pasaríamos una semana. Pero el pobre Hyundai no descansó allí, no. Ya que estábamos, y teníamos nuestro coche, nos dedicamos a visitar todo lo que pudimos en el lapso de tiempo que duró nuestra estancia: los pueblos magníficos de alrededor, la cueva de hielo más grande de Europa (y ahora no recuerdo si del mundo), y, como estábamos a escasos 200 km, Munich. Cuando se trata de viajar y conocer lugares me posee un ansia tremenda.

Y todo eso con nuestro cochecito coreano que no rechistó en ningún momento.

Me acuerdo cuando llegamos al hotel, que nos recibió el recepcionista, un austriaco enorme, y muy amable, que nos preguntó por nuestro viaje. Cuando le contamos desde dónde veníamos en coche, en una mezcla de inglés chapucero y mímica, el hombre se echó las manos a la cabeza y, acto seguido, preguntó: “¿Mercedes? ¿Audi? ¿BMW?” Nosotros, con una sonrisa, y por qué no, un punto de orgullo, negamos con la cabeza y contestamos: “Hyundai”.

Pero la peor parte se la llevó el pobre coche a la vuelta. El plan era parar en Milan, a pasar la noche, y ya si eso, hacer otra escala en Barcelona. Pero se nos fue de las manos. Íbamos cansados, y para acceder a Milán había que desviarse. Decidimos seguir adelante. Cada tres horas parábamos a tomar un café y a cambiar de conductor. Hicimos cálculos, y, total, estábamos a ocho horas escasas de Barcelona. Allí ya descansaríamos.

Pero llegamos a Barcelona, y eran las once de la noche. Y había un acontecimiento deportivo en la ciudad, creo recordar que las motos, de modo que pensamos que se haría difícil encontrar hotel. No queríamos dar vueltas hasta encontrar uno. Así que continuamos. Tres horas más y estaríamos en Zaragoza.

Efectivamente. En tres horas estuvimos en Zaragoza, y a partir de ahí ya tan solo nos separaban de casa otras tres… ¿Y qué eran tres horas más? Nada. Continuamos. Sin darnos cuenta llegamos a casa, 22 horas después de haber comenzado el viaje, sin haber dormido y casi sin haber descansado. Juro que me pareció escuchar un suspiro del motor cuando le apagamos hasta el día siguiente, yo creo que reconoció su casa. No tuvimos un solo problema en todo el viaje.

Los años pasaron, y el coche siguió comportándose como el héroe que fue, sin darnos un solo problema. Llegó MiniP, y pudo acoger en el maletero todo lo que necesitábamos tanto en los trayectos cortos (la silla) como en las vacaciones (la silla, las maletas, la cuna de viaje, la bañera, y un larguísimo etcétera).

Tan solo falló una vez. Fue tras cambiarle la correa de la distribución, y el azar quiso que ocurriera en las primeras vacaciones que pasábamos la familia Apuros junta. MiniP era un bebé de apenas dos meses, y nos dejó tirados a la vuelta, a la altura de Valencia capital. Fue un follón divertido porque teníamos el maletero a rebosar, y un bebé a cuestas. El seguro nos quería pagar los billetes del tren, pero tras insistir (y gritar, que aún me acuerdo) un poco, nos pusieron un coche de alquiler. Mi pobre Hyundai se tuvo que quedar, solito y asustado, en Valencia.

Tengo mil historias con el coche. Estaba enamorado de mí, y yo le quería mucho, pese a que le cambié (por motivos logísticos) por Leoncio. Le queríamos, y el otro día le dijimos adiós.

La verdad, 12 años para un coche ya son años. Era un abuelillo que empezaba con achaques. Y tenía que hacer un servicio diario de 50 km. No superó, tampoco, los tres meses de abandono de cuando me rompí la muñeca. El caso es que ya tosía todos los días, y Papá en Apuros, que es el que lo llevaba a diario, con menos sentimentalismo, decidió que era hora de cambiarlo. Y yo estuve de acuerdo, tras unos días de titubeo, en los que mi corazón no se ponía de acuerdo con la lógica del cerebro. 


Pero al final nos decidimos, y, con lágrimas en los ojos, nos despedimos del Hyundai. Le dijimos adiós, y le dejamos allí solito y abandonado. Solo espero que quien lo reciba le quiera tanto como le quisimos nosotros…

Ahora tenemos un coche nuevo en la familia, de un flamante rojo que le ha granjeado el nombre de Flecha Roja, aunque ninguno jamás ocupará el puesto del Hyundai. Por lo que significó, por todos los viajes que hicimos con él, por todo lo vivido junto a su corazón de chapa y gasoil.
 
Adiós, querido Hyundai, hasta siempre.

viernes, 6 de mayo de 2016

Mamá en apuros: Baile de Carnaval (Tres actos y conclusión final)



Pues sí, lo reconozco, me gusta el jaleo. Me apunto a un bombardeo. Y después de dos años preparando el baile de carnaval para los peques, este año lo esperaba con ansia.

Y no fui la única, varias mamás de la clase de MiniP ya andaban preguntando que cuándo sería, que qué haríamos. Queríamos cerrar a lo grande, ya que creíamos que iba a ser el último año. Porque esto lo hacían solo para el ciclo de infantil, y MiniP, con todas sus compañeras y compañeros, pasa ya a primaria.

Esta es la historia, en tres actos y conclusión final, del carnaval de este año.

Primer acto: ensayos, reuniones y comparsas.

La semana fue de locura. Recién aterrizada en el AMPA, habíamos programado dos reuniones para la misma semana que teníamos que ensayar el baile de carnaval. Por casualidad (o no), casi todas las del AMPA también bailábamos, y como ya se sabe que mal de muchos, consuelo de tontos, al menos no fui tonta yo sola.

Quedamos las mamás (que no sé por qué los papás no se apuntan a estas cosas), y nos costó decidirnos, pero lo conseguimos. Sacamos canción, un mix que me costó remezclar lo que no está escrito, y acordamos ensayar todas las tardes de la semana, de lunes a jueves, ya que el viernes era la actuación.

Este año había dos novedades: la primera, que además de bailar para los peques, podríamos participar en la comparsa. El cole había decidido sacar al ciclo infantil y al primer ciclo de primaria a la calle (tenemos una calle peatonal junto al cole), para hacer ruido y reclamar el sitio de nuestro cole en el pueblo. Y la segunda, que también se bailaría para el primer ciclo de primaria, que hasta ahora se lo habían vetado por ser (supuestamente) ya mayores para estas cosas.

Con lo que tuvimos que compartir zona de ensayo con las mamás de 3 y 4 años, y además, con las de primaria.

Con las de 4 no había problema, eran pocas y bien avenidas (con nosotras), pero con las de 3... Se juntaron varias mamás de 3 años que a su vez eran mamás de 6 años, con las que coincidimos en años anteriores, y pudimos comprobar que la estupidez suele aumentar con los años. Siempre han ido de glamurosas, de finas (¡¡que vivimos en un pueblo, por favor!!), y lo de este año ya fue tremendo. No consintieron en compartir espacio de ensayo, por lo que se quedaron después de que nosotras nos fuéramos, y no empezaron hasta que no salimos todas por la puerta. De hecho, una mamá que se olvidó algo tuvo que volver, y las muy petardas pararon la música, dejaron de bailar, y, molestas, no comenzaron hasta que se vieron de nuevo solas.

Hay que ser ridículas.


Segundo acto: el día de la comparsa
Cuando tienes todos los días ocupados, el tiempo pasa volando, y así fue la semana de carnaval. Antes de que nos diéramos cuenta, ya estábamos a viernes. Yo, como siempre, dejé mi disfraz y el de MiniP para el último momento, aunque en esta ocasión tuve suerte y no sufrí ningún percance. A MiniP la vestí de gimnasta, con mayas, calentadores, cinta en la cabeza, y el brazalete de mi móvil, y yo metí mi disfraz del baile en una bolsa, y me vestí con mi ropa más llamativa de correr. Y, creedme, que llama la atención: mayas negras (que hacía frío), y unas cortas encima, naranja fosforito. Y para arriba, un cortavientos también naranja, que además me queda pelín ajustado. Lo que tiene comprarse la ropa cuando más delgada se está, que luego engordas y ya no entras. Para rematar me prestaron una peluca rosa de rizos. Iba monísima. Y, a excepción de la peluca, así me fui para el colegio.

Pasamos el día entero allí, ya que saldríamos en comparsa sobre las diez. Sin apenas notar el frío esperamos pacientemente a que salieran los pequeños. Los colocaron por clases en filas, cada uno de ellos disfrazado de un tema, y nos miraban alucinados. Claro, vieron un grupo de locas madres vestidas a lo loco, que si de médicos, gimnastas, cocineras, y con pelucas y pitos para hacer ruido… Alguno debió pensar que se cambiaba de madre… Hicimos desfile en la calle peatonal, hasta el final y vuelta. Yo me metí la vergüenza en los rizos de la peluca y me puse a cantar, a tocar el silbato y a correr para arriba y para abajo animando y, de paso, sacando fotos. La verdad es que me lo pasé genial.

Tercer acto: Por fin, el baile

En principio, tras el desfile y la quema de la sardina, tendríamos libre hasta después del recreo, que era cuando bailábamos para los nuestros. Pero no pudimos resistirnos a ayudar a las mamás de primaria, que de las dos clases de 7 años se habían presentado tres madres. Una tercera, monitora de zumba, iba a acudir, pero en el último momento le cambiaron el turno en el trabajo, y dejó a las otras sin nada preparado. Nos ofrecimos a hacer nuestro baile, ya que no coincidía el público, y de ese modo acabamos bailando dos veces. Pensábamos que no iba a gustar, ya que eran niños más mayores, pero les encantó.

Eso sí, ahí estaban las petardas también, madres de los de 6 y los de 3, e hicieron ese baile ultra secreto que guardaban con tanto celo. Era entretenido y movido, pero no dejaba de ser una coreografía de zumba. Para nosotras, sin mérito, ya que seguro que se la habían aprendido de alguna clase del gimnasio.

Lo nuestro sí que tenía mérito: utilizamos tres canciones que unimos, nos inventamos el baile desde cero, y no lo escondimos como si fuese el código de la bomba nuclear.

Tras el ensayo que nos supuso bailar para los mayores, tuvimos, al fin, un momento de respiro. Hasta después del recreo no volvíamos a actuar (esta vez el de verdad), y decidimos irnos a tomar un café. ¿Cómo? Pues como íbamos vestidas. Tal cual. Tutú, camisa blanca, tirantes, dos coletas y coloretes exageradamente rojos. Colegialas de casi cuarenta. Casi no llamamos la atención. De hecho, el dueño de la cafetería nos pidió una foto grupal para su facebook. Por supuesto que dijimos que... sí. Nos faltó tiempo, vaya.

Y, por fin, llegó el gran momento. Bailábamos para nuestros pequeños. Como cerrábamos actuación, habíamos previsto llevar serpentinas para tirarles a los niños, y más música para bailar después. Después de tantos nervios, tanto ensayo, tanto tiempo para prepararlo, el momento llegó, y en cuestión de dos minutos, ya había pasado. Ya habíamos bailado y nos estaban aplaudiendo. El confeti volaba, y los niños como locos querían atraparlo. Fui a abrazar a MiniP, que estaba loca de contenta, cuando sentí que me llamaban…

Las petardas tenían que ser. Habían decidido, entre todas, que repetirían su baile, pero todas juntas. Nos miramos las mamás de 5 años, y algunas de las de 4, con ganas de abalanzarnos sobre ellas y tirarlas de los pelos, pero un gesto nos hizo acordarnos de que había menores delante y que no sería un buen ejemplo para ellos... Pero no nos gustó. Si querían que repitiéramos su baile (¿y por qué el suyo, y no el nuestro?), no tendrían que haberlo tratado como asunto de estado.

Para no liarla accedimos, no sin echarles algunas miradas asesinas, y comenzó la canción. Ellas bailaron tan bien y glamurosas como siempre, como si lo hubieran ensayado mil veces, claro. Y las demás... Las demás hicimos lo que pudimos con lo que teníamos. Para compensar, a mitad de la canción sacamos a los niños y ahí ya se disimuló todo.

Conclusión final: la diversión.

Pese a la locura que supuso esa semana en mi vida, pese a los nervios, al acostarse tarde por acomodar las canciones, y pese a las madres petardas (y a algunas cosas que me he dejado en el tintero por no extenderme aún más), fue algo maravilloso. Tan solo la sonrisa de MiniP al verme disfrazada, y luego su felicidad al venir a bailar conmigo lo compensan todo. Y además de eso, no lo olvidemos, hubo mucha, pero mucha diversión.