viernes, 29 de abril de 2016

Relato: La Lotería

Con este relato quise participar en el concurso literario anual que celebran en el pueblo donde vivo, y digo quise porque, por lo visto, me lo echaron para atrás. No cumplía las normas. Había que dejarlo como máximo en 50 líneas y me pasé en tres... Y no es por ser quisquillosa, pero tres líneas de una sola palabra cada una... En fin, otra vez será. Aquí lo comparto, al menos así alguien lo lee.

Nadie me cree -la mujer, nerviosa, no paraba de retorcer las asas de su bolso, que dejaba en su regazo como un escudo. No estoy loca, pero nadie me cree. 
Tranquila… revolví en mis papeles Angustiascon un nombre así cómo iba a librarse de ir al psicólogo, pensé, e hice un verdadero esfuerzo para no reírme. Usted relájese y cuéntemelo todo. No estoy aquí para juzgarla. 
¿Que no me va a juzgar? echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada  ¿Y qué va a hacer, si no? 
De viejecita indefensa no tenía un pelo. Aparentaba más de los 62 años que decía el informe, y por lo que podía constatar también aparentaba más inocencia de la que en realidad tenía. Se suponía que no debía prejuzgar a los pacientes, pero no podía evitarlo. Y esta señora me estaba empezando a caer mal. 
Cuénteme cómo es que llegó a los hechos... 
No me va a creer tomó aire y me miró, lo veo en sus ojos. De hecho, le caigo mal.  
Angustias, no sea infantil —logré decirlo sin dejar entrever mi sorpresa. Usted a mí ni me cae bien ni mal, es una paciente y yo todo un profesional. Si no me cuenta lo que pasó difícilmente podré hacer un informe favorable. 
Se incorporó un poco, y sus piernas chirriaron contra el cuero del sillón. Era evidente que no estaba cómoda, pero no le ofrecí cambiar de asiento.  
Todo empezó con la lotería suspiró. Yo no suelo jugar, pero ese día estaba de suerte, vi un puesto de los ciegos y me quedaba en el bolsillo el dinero justo para el décimo. Lo jugué, y me tocó. Fue una alegría. 
¿Y le quisieron robar el dinero, y por eso hizo, ejém…? revolví en mis papelesA ver… 
¡No interrumpa, por favor! volvió a acomodarse, con chirrido incluido.No, no fue eso. Me tocó uno de esos sueldos para toda la vida, casi mejor que si te tocan todos los millones juntos. La Paqui tiene un primo al que su vecino le tocó el gordo de Navidad hace unos años, y ahora está peor que antes. Se le subió a la cabeza, ya ve. El dinero nos vuelve locos. 
Enarqué las cejas, aunque supe contener la broma 
No, señor. Lo mejor un sueldo para toda la vida. Un sueldazo. Pero enseguida empecé a notar cosas raras. 
¿Cosas raras? Defina el término, por favor, Angustias. 
Cosas raras. Me seguían por la calle. Me sentía vigilada. A mi casa venían muchos técnicos. Del agua, del teléfono, del gas. Y yo no tengo gas… Empecé a sospechar y me informé en el internet. Di con un foro de esos de gente a la que le había tocado la lotería, como a mí, y decían unas barbaridades… Que si los de la lotería nos atacaban, para que tuviéramos accidentes y así dejaran de pagarnos los sueldazos. Así es como hacen negocio: te ofrecen un premio, en vez de todo junto, en forma de un sueldo al mes para toda la vida y luego… ¡zas! Hacen que parezca un accidente y ya no te tienen que pagar más. 
Por eso atacó usted a aquel hombre… 
¡Me estaba siguiendo! Angustias se incorporó, con las manos sobre la mesa, dejando caer el bolso.Me seguía, y yo paseaba tranquilamente, viendo escaparates. Me quería empujar a la carretera para que me pillara un coche. Por eso me di la vuelta y le ataqué con el paraguas. 
Señora, le rompió usted cinco costillas, a un pobre hombre que no tenía culpa ninguna. 
¡Ya, sin culpa, dice! respiró hondo y se sentó de nuevo- Estaba allí para matarme y que pareciera un accidente, se lo aseguro. Enciérreme, que estaré más segura que en la calle. 
Con eso di por terminada la sesión. Ya tenía suficiente información para emitir un informe. Paranoia. Quizás algo de psicosis. Estaba como una regadera, vaya. 
Me asomé a la ventana para verla partir. Cuando pegué la frente al cristal un objeto pasó por delante de mis ojos: una maceta que caía al vacío. Miré hacia abajo justo a tiempo de ver cómo Angustias caía al suelo, un charco de sangre la rodeó enseguida. Un accidente. Un terrible accidente. 

lunes, 25 de abril de 2016

Hombres Buenos, Arturo Pérez Reverte





Me decidí por Reverte porque, pese a que fue un autor al que me costó llegar, una vez me convenció no me ha defraudado nunca. Hace muchos años, durante mi dura y loca adolescencia, intenté leerme su Tabla de Flandes, pero no pude pasar de las primeras diez páginas. Probablemente estuviera a otra cosa, en ese momento para mí más importante, pero el caso es que algunos años después le di una nueva oportunidad, con el mismo libro y me encantó. Me terminó de enamorar con Alatriste, y a partir de ahí no es que lo haya leído todo, pero casi todo sí. Por eso lo escogí, para quitarme de encima esa penosa sensación de no acabar ningún libro que empiezas.


Y no, no me ha defraudado.


¿Qué hace la Enciclopedia de los ilustrados franceses, en su primera edición, en las estanterías de la Real Academia de la Lengua? Fue la duda que le surgió al autor, que ocupa un sillón de la institución desde hace algunos años. La enciclopedia en esa edición era un rara avis, y estaba completa, con todos los tomos. Decidió investigar un poco, descubrió una historia maravillosa, y creyó que debía ser contada.


Resulta que a finales del siglo XVIII, el de las luces, los ilustrados (todo por el pueblo, pero sin el pueblo), la RAE, que acababa de crear su diccionario y estaba a punto de sacar una segunda edición, decidió en un pleno enviar a dos hombres buenos a París a buscar los 28 tomos de la Enciclopedia. Esta obra, firmada entre otros por Voltaire, estaba prohibida en España por la Inquisición. Pero los miembros de la RAE se veían en la obligación de traer la luz a un lugar de tinieblas, para superar el oscurantismo, y obtuvieron para ello un permiso especial.


De modo que allá se van don Hermógenes Molina, el bibliotecario, y don Pedro Zárate, brigadier retirado de Marina, autor de un diccionario de términos navales, a la aventura. Y lo que creían que sería un viaje sencillo, parece que por momentos se complica.


Porque no todo el mundo quiere llevar la luz donde hasta ahora solo había tinieblas, por lo que les ponen alguna que otra trampa por el camino.


Estoy segura de que era la novela que necesitaba en este momento. Ya que me ha animado tanto en mi faceta de lectora como en el de (humilde) escritora, debido a que Arturo Pérez Reverte ha tenido el acierto (para mi gusto) de intercalar la historia de los dos hombres buenos con capítulos en los que habla en primera persona sobre cómo ha llegado a la historia y cómo ha sido la labor de documentación. Me han gustado por igual, llegándome a fascinar en algunos puntos.


Que la historia esté basada en hechos reales le hace ganar puntos, por lo menos a mi modo de ver. Me gustaba pensar que aquellos dos hombres existieron, y que les sucedieron muchas de las cosas de las que habla el libro. Otras, obviamente, son licencias literarias, pero aquí Pérez Reverte tiene muy buena mano para rellenar los huecos que la documentación no le dejó ver. Una novela, que además de entretener, te hace reflexionar. Sobre la educación, la cultura, la necesidad del ser humano del conocimiento. Gracias a algunos de estos hombres, que pusieron a dios por debajo de la ciencia en una época en la que hacer eso te podía llevar a la horca, se hicieron muchos avances en el conocimiento. Merece la pena leerlo.

viernes, 22 de abril de 2016

Mamá en apuros: Plan B




Que me gusta correr no es algo nuevo, ya he hablado de ello por aquí. Me enganché a ello como terapia, para superar el mal trago de la pérdida de mi padre, y me atrapó de tal manera que aún no me ha soltado. Aunque hemos tenido nuestros altibajos.

El año pasado no fue muy pródigo en carreras, en entrenamientos. Supuestamente salgo tres días en semana a correr, pero tenía suerte si salía dos, aunque la mayoría de las semanas salía uno o ninguno. Así no hay manera de avanzar. De modo que me puse un reto.

Yo es que soy muy de retos. No soy ambiciosa, no me pico con nadie, pero cuando se trata de superarme a mí misma me sale un monstruo de dentro… Me encanta ponerme retos, ganarme a mí misma. Yo sola y para mi sola, al estilo de Juan Palomo… Me acuerdo, de adolescente, cuando estudiaba, que tenía que pasar los apuntes a limpio y me picaba yo sola porque tenía que hacerlo en menos líneas que lo sucio. Lo sé, nunca he estado muy bien de la azotea (pero me hago de querer…)

El reto que me puse este año tenía dos razones de ser. Una, la primera, superarme en esto de las carreras, demostrarme que podía hacerlo. Y dos, no menos importante, tenerme con la cabeza entretenida para no darme cuenta que se acercaba una fecha maldita. Quería poner algo bueno en el calendario, en el mes de marzo. Algo positivo. Por eso me apunté a la Media Maratón de Aranjuez, que se celebraba el 13 de marzo.

Lo que pasa es que el tiempo es muy caprichoso, y ahora estamos en noviembre, y tenemos tiempo de sobra, como que te pega un salto de repente y te plantas a finales de enero con menos de catorce semanas para entrenar. Y a eso se le añaden que hoy me duele una ceja y no salgo a correr, que si hoy llueve y me mojo y una gran lista de etcéteras que tengo de excusas para no correr. Y algunas funcionan. Pero el remate final fue una incidencia familiar que me dejó sin relevo para cuidar a MiniP durante unos cuantos días. El caso es que no había entrenado lo suficiente, la tirada más larga que había hecho era de 12 kilómetros y ya estábamos a falta de una semana para la prueba. 

De modo que no la hice. Cambié la prueba de Media Maratón (21km con 195m) por la de 8 km, mucho más asequible a mi estado físico. Y ahí entré en barrena: se me juntó la decepción de no haberlo conseguido (de hecho, de ni haberlo intentando) con el día fatídico, la crisis lectora y demás, y casi, casi, me rindo.

Casi.

Porque otra cosa no, pero yo le saco un rayo de sol a un día nublado aunque sea guiñando mucho los ojos o apuntando con una linterna. Así que me saqué de la manga el plan B.

El Plan B era casi un mes después de la carrera de Aranjuez. Misma distancia, población más cercana: Coslada. Aunque palabras mayores, ya que abundan las cuestas. No las tenía todas conmigo, pero, como una señal del cielo, un compañero del Club de Atletismo ofreció su dorsal, ya que él no podía correr, y lo cogí. Y empecé a entrenar como una loca.

Y tan loca. En las tiradas largas me choqué contra el muro. Las terminaba, pero en un estado lamentable: vomitando todo el líquido que ingería. Al rato se me pasaba y me encontraba bien.

La última vez que sucedió fue en el último entrenamiento de tirada larga antes de la carrera. Con 16 km por delante, un día de fuerte viento y ligera lluvia, no llevé avituallamiento, y llegué a comer con los suegros en un estado en que alarmé a todos. Cansada y con mal cuerpo, aunque por otro lado feliz, puesto que había conseguido aguantar 16 km. 

Cuando dije en el grupo del Club de Atletismo que no sabía si participar (de nuevo me echaba para atrás en un reto), una compañera se interesó por mí y me hizo mil preguntas. Ella, que en Twitter tiene el apodo de @Reto21k, ya que el año pasado decidió afrontar por primera vez esa distancia, me acogió como alumna y me acompañó a la carrera. Yo, que creo que no merezco tanto interés, le estaré eternamente agradecida.

Porque no solo me acompañó, sino que me guió durante todo el camino. Desde la salida, donde me pedía que no me emocionara y siguiera mi ritmo, pasando por los ánimos en las cuestas (“venga, que esta es cortita y se acaba ya”), hasta los puntos de avituallamiento donde me asesoró más allá de donde lo hace un entrenador personal. Si hasta me llevó un gel para que me tomara a mitad de carrera. 

Gracias a ella, y estoy segura de que es así (si hubiera ido sola me había quedado en la primera vuelta), no sólo conseguí superar mi reto, el de terminar una Media Maratón, sino que lo conseguí sin que me fuera la vida en ello. Crucé la meta con una sonrisa, cansada, pero sin desfallecer, dos horas y dieciocho minutos después de haber pasado por la línea de salida. Feliz, orgullosa de mi misma, y eternamente agradecida.

A Laura, por hacerse cargo de mí tan maravillosamente, y a la gente del Club de Atletismo por ser un ejemplo de esfuerzo, superación, y, sobre todo y, ante todo, humanidad. 

Ahora solo queda apoyar a las compañeras y compañeros que se enfrentan a la próxima Maratón de Madrid (eso ya son palabras mayores para mí, al menos de momento). Estoy segura de que cruzarán la meta tan feliz como crucé yo la mía.

Porque no hay mejor sensación que la de ganarse a uno mismo.



martes, 19 de abril de 2016

LA PLAZA DEL DIAMANTE, Merce Rododera




Sinopsis (Casa del Libro): La plaza del Diamante ha sido reconocida como una de las mejores novelas catalanas de posguerra. “La novelista – dice Joan Fuester- ha sabido encontrar el tono del personaje con una exactitud prodigiosa. Hay pocas novelas de tanta espontaneidad aparente lograda con tal sutileza.” La acción no puede ser más sencilla a la par que conmovedora, aunque más exacto sería referirse destino de mujer común y la forma como se descripción elegíaca de los hechos con la descripción elegíaca del un modo de vivir, de un pedazo de ciudad entrañable.

Se me pasó la crisis lectora gracias a Arturo Pérez Reverte. Cogí su Hombres Buenos, y me reconcilió con la palabra escrita. Pero tenía pendiente la novela que tocaba para el club de lectura, que era La plaza del Diamante, novela de la que hasta ahora no había oído hablar, y lo cogí, pese a su ligereza de páginas, con más miedo que vergüenza. De hecho me vi obligada (de manera metáforica) a paralizar la lectura de Hombres Buenos (dejé a mi buen Hermógenes y al aguerrido Zárate en París), para comenzar con Rododera, porque si no no llegaba a la cita del club con los deberes hechos.

Igual que a veces encadenas libros que no te gustan y te hacen aborrecer la lectura, hay veces que todos los que coges te encantan y te los bebes. Este fue el caso con Rododera, que me terminé la novela en tres días, y al final no quería seguir leyendo para no terminarla. Eso sí, creo que no salí entera de la lectura.

La plaza del Diamante es un libro duro, durísimo, contado de una manera tan simple que hay veces que no sabes si reír o llorar. La historia la cuenta Natalia, no exactamente la narra, si no que la vives dentro de su cabeza. Ella va pensando en su propia historia, desde el momento en que conoce a Quimet, y cuando éste la bautiza como Colometa pierde toda su personalida, cediéndosela a él, hasta el final del todo, ya pasada una guerra y con los hijos mayores. Entre medias, palomas, muchas palomas, no sé si como símbolo de algo o simplemente que a la autora le perdían estas aves. A posteriori he averiguado que Colometa, en catalán viene siendo algo así como palomita, que si lo hubiera sabido antes a lo mejor la lectura habría tenido otro sentido.

Pero traducciones aparte (el original está escrito en catalán, cosa que al parecer le trajo problemas a la autora) es un libro que te hace vivir, te hace sentir la tragedia de la guerra. Ella es una mujer normal, tirando a insulsa, que se deja gobernar por el marido, al que le consiente todo. Pero que cuando se tiene que levantar y sacar adelante a su familia lo hace sin ninguna clase de heroicidad. Lo hace porque lo tiene que hacer, sin plantearse si quiera si está bien o mal. 

Es una lectura muy dura, que te da la visión de la guerra desde el punto de vista de alguien inocente, que ni la buscó ni la hizo, simplemente se vio envuelta en ella como le pudo pasar a la mayoría de la gente de aquella época. Durante la lectura yo me acordaba de mi abuela, que era una niña cuando estalló el conflicto, y me imaginaba a mi bisabuela como a esta Colometa, sacando adelante a sus vástagos, recibiendo la visita esporádica del marido cuando volvía del frente (de cualquiera de ellos), y se me ponen los pelos de punta. Imposible apartar de la mente, también, la situación actual que están viviendo en Siria, por ejemplo. O en Nigeria, o en cualquier país africano.

Porque la guerra es la guerra aquí o en China, y en cualquier tiempo pasado o actual. Y siempre hay víctimas que lo único que hacen es intentar sobrevivir en medio de la miseria. Es algo que, los que somos afortunados, no sabemos de primera mano; pero no deberíamos olvidar que nuestros abuelos lo vivieron, aunque hoy por hoy algunos prefieran dejar el recuerdo enterrado en las cunetas. Es algo, sin embargo, que deberíamos recordar para así tener más humanidad con la gente que ahora lo está pasando mal. Porque son personas, como lo fueron nuestros abuelos, que se ven obligadas a huir de sus países con una mano delante y otra detrás.

En fin, como digo, no he salido entera de esta lectura, pero que recomiendo sin dudar a todo el mundo. Merece la pena leerlo. Merece la pena recordar.

viernes, 8 de abril de 2016

Mamá en apuros: Sin rutinas



Es terrible el paso del tiempo. Terrible no, implacable. Abres los ojos un día, es primeros de marzo. Los cierras, en mi caso muy fuerte para no ver lo que los recuerdos se empeñan en mostrarme, y cuando los abres, ya estás en abril. Exactamente eso es lo que me ha pasado.

Marzo es un mes terrible para mí. Hace cuatro años, la víspera del idus de marzo, que tan pomposo suena, amanecí con la peor de las noticias. Mi padre, traicionado por su corazón, no se levantó de la cama esa mañana. Nos dejó sin dar un ruido, como el que escapa de la fiesta por la puerta de atrás, dejando a su mujer y a sus hijas ahogadas en la desolación.

Por lo inesperado, por lo temprano, por lo injusto. No tocaba a esas edades. No era su momento. No era irreversible, no podía serlo. Rebelde como soy, por naturaleza, me negaba a aceptar que aquello fuera así y que fuera para siempre. Por eso me niego marzo cada año, porque me recuerda la inevitabilidad del fallecimiento de mi padre. 

Pero este año se me ha ido de las manos, lo reconozco. Y se me ha juntado con otras crisis, quizás auspiciadas por mi mal ánimo de este mes que inicia la primavera, o quizás no, pero el caso es que ni he escrito una sola palabra, ni he sido capaz de leerme un libro entero. Ha sido como un agujero negro que me ha consumido.

Mi apreciado sofá de la biblioteca, donde suelo sentarme a escribir, ha sido invadido por el monstruo de la ropa para plancha (aka Romualdo), lo que tampoco me incitaba a sentarme a escribir. Y es que, con lo caótica que soy yo, me he dado cuenta de que necesito orden para poder seguir con mis rutinas. Además, es como un juego de dominó en el que si tiras una ficha caen todas las demás: si pierdo una rutina acabo por perderlas todas, y mi vida se convierte en un caos en el que tengo suerte si encuentro unos vaqueros limpios para ponerme por la mañana. Y lo contrario: cuando establezco una rutina y la mantengo, me resulta más sencillo mantener mi vida en orden.

Un buen ejemplo es la rutina de escribir. Suelo escribir por las tardes, después de comer. Pero antes de sentarme a escribir he de recoger la cocina, porque si no luego no me da tiempo, ya que voy con MiniP a las extraescolares y después al parque. Pero para que no me coma el monstruo del tic tac, tengo que dejar medio preparada la comida, porque si no, entre hacerla, comer, y recoger la cocina, no me da ni media hora para sentarme frente al portátil. Y aquí encadenamos rutinas también: para sentarme en mi sofá, frente a mi mesa, con mi portátil, he de tener el espacio para que me entre el culo. Y si no tengo ropa acosándome mientras escribo, mejor. Por eso me preocupo de mantener a Romualdo a raya, que no engorde mucho, y así mato dos pájaros de un tiro: me puedo sentar a escribir, y conseguiré vaqueros limpios por la mañana en mi cajón, y no rebuscando entre Romualdo (que siempre me los esconde).

De modo que este mes, en el que he dejado de escribir, también he perdido todas las demás rutinas. Y ahora que despierto como un oso en su cueva, de un letargo que me ha durado un mes, pero que parece que me ha durado todo el invierno, me encuentro mi casa no como la dejé, no, sino como una leonera. O como la cueva de un oso, con Romualdo más gordo que nunca, ocupando mi sofá de dos plazas, riéndose de mí como un descarado.



Pero no todo está perdido. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, y yo, como Scarlett O´hara, levanto mi mano al cielo y juro por lo más sagrado que jamás volveré a perder mis rutinas. O al menos lo intentaré, que es lo más que me veo capaz de jurar.