— Nadie me cree -la mujer, nerviosa, no paraba de retorcer las asas de su bolso, que dejaba en su regazo como un escudo—. No estoy loca, pero nadie me cree.
—Tranquila… —revolví en mis papeles— Angustias— con un nombre así cómo iba a librarse de ir al psicólogo, pensé, e hice un verdadero esfuerzo para no reírme—. Usted relájese y cuéntemelo todo. No estoy aquí para juzgarla.
—¿Que no me va a juzgar? —echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada— ¿Y qué va a hacer, si no?
De viejecita indefensa no tenía un pelo. Aparentaba más de los 62 años que decía el informe, y por lo que podía constatar también aparentaba más inocencia de la que en realidad tenía. Se suponía que no debía prejuzgar a los pacientes, pero no podía evitarlo. Y esta señora me estaba empezando a caer mal.
—Cuénteme cómo es que llegó a los hechos...
—No me va a creer —tomó aire y me miró—, lo veo en sus ojos. De hecho, le caigo mal.
—Angustias, no sea infantil —logré decirlo sin dejar entrever mi sorpresa—. Usted a mí ni me cae bien ni mal, es una paciente y yo todo un profesional. Si no me cuenta lo que pasó difícilmente podré hacer un informe favorable.
Se incorporó un poco, y sus piernas chirriaron contra el cuero del sillón. Era evidente que no estaba cómoda, pero no le ofrecí cambiar de asiento.
—Todo empezó con la lotería —suspiró—. Yo no suelo jugar, pero ese día estaba de suerte, vi un puesto de los ciegos y me quedaba en el bolsillo el dinero justo para el décimo. Lo jugué, y me tocó. Fue una alegría.
—¿Y le quisieron robar el dinero, y por eso hizo, ejém…? —revolví en mis papeles— A ver…
—¡No interrumpa, por favor! —volvió a acomodarse, con chirrido incluido.— No, no fue eso. Me tocó uno de esos sueldos para toda la vida, casi mejor que si te tocan todos los millones juntos. La Paqui tiene un primo al que su vecino le tocó el gordo de Navidad hace unos años, y ahora está peor que antes. Se le subió a la cabeza, ya ve. El dinero nos vuelve locos.
Enarqué las cejas, aunque supe contener la broma…
—No, señor. Lo mejor un sueldo para toda la vida. Un sueldazo. Pero enseguida empecé a notar cosas raras.
—¿Cosas raras? Defina el término, por favor, Angustias.
—Cosas raras. Me seguían por la calle. Me sentía vigilada. A mi casa venían muchos técnicos. Del agua, del teléfono, del gas. Y yo no tengo gas… Empecé a sospechar y me informé en el internet. Di con un foro de esos de gente a la que le había tocado la lotería, como a mí, y decían unas barbaridades… Que si los de la lotería nos atacaban, para que tuviéramos accidentes y así dejaran de pagarnos los sueldazos. Así es como hacen negocio: te ofrecen un premio, en vez de todo junto, en forma de un sueldo al mes para toda la vida y luego… ¡zas! Hacen que parezca un accidente y ya no te tienen que pagar más.
—Por eso atacó usted a aquel hombre…
—¡Me estaba siguiendo! —Angustias se incorporó, con las manos sobre la mesa, dejando caer el bolso.— Me seguía, y yo paseaba tranquilamente, viendo escaparates. Me quería empujar a la carretera para que me pillara un coche. Por eso me di la vuelta y le ataqué con el paraguas.
—Señora, le rompió usted cinco costillas, a un pobre hombre que no tenía culpa ninguna.
—¡Ya, sin culpa, dice! —respiró hondo y se sentó de nuevo- Estaba allí para matarme y que pareciera un accidente, se lo aseguro. Enciérreme, que estaré más segura que en la calle.
Con eso di por terminada la sesión. Ya tenía suficiente información para emitir un informe. Paranoia. Quizás algo de psicosis. Estaba como una regadera, vaya.
Me asomé a la ventana para verla partir. Cuando pegué la frente al cristal un objeto pasó por delante de mis ojos: una maceta que caía al vacío. Miré hacia abajo justo a tiempo de ver cómo Angustias caía al suelo, un charco de sangre la rodeó enseguida. Un accidente. Un terrible accidente.