Si no me habían operado más que una vez, solo había tenido una ocasión para probar lo que era la convalecencia. En aquella ocasión, con 13 años y de vacaciones, unos padres demasiado histéricos velaron por mi bienestar, impidiendo que entrara en la playa, que me tocara los puntos, o que me sentara al estilo indio. ¡Pero si yo estaba bien!
Pero ahora… Ahora tenía 38 años, a apenas una semana de cumplir 39, y no iba a permitir a nadie que me dijera dónde tenía el límite. A nadie excepto a mi propio cuerpo, claro que sí. Ese es el más sabio y el que más pies me ha parado en esta post operación.
— Cuerpito mío — le decía yo, cariñosa, porque ya se sabe que se cazan más moscas con miel que con vinagre — ¿Tendrás a bien dejarme salir a la calle sin marearme?
— Dormir. — Contestaba mi cuerpo, con su dicción del paleolítico.
Y yo, que soy una chica obediente, me iba a dormir.
La verdad es que lo pasé fatal los primeros días. Tenía la barriga peor que cuando salí con un bebé del hospital (va a hacer ya 7 años), más hinchada y más dolorida. Era como si me hubiera comido tres cocidos seguidos y no hubiera echado ningún gas. El horror.
Pero para el día de mi cumpleaños, el lunes siguiente al alta, ya estaba algo mejor. Al menos no me mareaba y el cuerpo pedía algo más que dormir. No mucho más, no se nos fuera a ir la pinza, pero al menos pude pasear.
Hay que ver cómo se te queda el cuerpo después de no moverte. Te duele todo. La barriga por lo obvio, pero también la espalda, las piernas, hasta el nacimiento del pelo. Y me dije que la barriga no me quedaba más remedio que me doliera, ahí es por dónde habían entrado y sajado, pero que lo demás no me tenía por qué doler.
Mi cuerpito me respetó y además de dormir consintió en pasear.
Pero tampoco muy deprisa.
Nada deprisa.
Nada de nada deprisa.
Hay un parque donde vivo que hace un circuito cerrado de unos 900 metros, con pinos plantados y además algún puesto de ejercicios. Como barras laterales, o para hacer abdominales. Está muy bien, aunque podría estar mejor si hubiera sombra en todo el circuito. Allí que me he estado yendo cada mañana, según dejaba a MiniP en el cole, a dar mis vueltas. La primera semana dos vueltas, y a pasito corto.
Que a ver, sé perfectamente que estoy convaleciente, soy consciente de lo que eso conlleva, pero mi cabeza va por libre, y el cerebro se siente bien, y recuerda. Recuerda cuando era capaz de correr a 6 minutos el kilómetro. Que para los “pros” no es mucho, no lo voy a negar, pero para mí era como Usain Bolt. Porque antes de la operación estaba corriendo un minuto por encima. ¡Por encima! Y aún así ahora lo echo de menos.
Porque es muy triste que tú, que has volado como el viento, te veas ahora adelantada por una anciana con andador.
¡Verídico! Allá que iba la señora, con cara de velocidad incluida, y casi la pude escuchar hacer con la boca: “ñiaunnnn” al adelantarme. Luego se giró para verme, se ajustó sus gafas de piloto, y los guantes, y me guiñó un ojo, para seguir su camino a toda velocidad. Bueno, puede que lo haya adornado un poco, no voy a decir que no. No llevaba guantes.
Pero mi cuerpo no quería ir más deprisa, y no le quería presionar, no fuera a ser que me volviera a pedir dormir todo el día, por lo que me resigné, y cada vez que la señora anciana con andador me adelantaba, yo sonreía y saludaba con la mano. Mientras, por dentro, me cagaba en el andador, en la señora y en Usain Bolt. Que él tiene la culpa de todo. Hombre, ya.
Pero poco a poco se consiguen las cosas, y si durante dos semanas tuve que hacer solo dos vueltas, a la tercera ya pude aumentar a tres, e incluso cuatro. Y la velocidad fue aumentando sola. Correr aún no, pero no puedo evitar ser mala: ahora me pongo delante de la señora y la voy picando, pero como he aumentado mi velocidad, nunca me coge.
Es un placer perverso, pero ahora vivo con miedo a pasar junto a una anciana con andador por la calle, no vaya a ser la del parque y me pegue con el andador en la cabeza. Se le veía en la cara que tiene mal perder…