En las películas estas cosas son más rápidas. Por desgracia (o por fortuna, que en las pelis la madre que enferma suele acabar mal) no estamos en una película, y tras la escena en la que una doctora muy amable me dio el diagnóstico de forma clara y sin ambages, no vino la escena en la que me hacían las pruebas, y tras eso la imagen de una yo más delgada, con ojeras y con un pañuelo en la cabeza para tapar la calvicie provocada por la quimio.
No.
Bueno, la siguiente escena sí que puede ser la de las pruebas, pero después de algunos días en casa, asimilando la bomba que supuso conocer a Voldemort, y la preparación para ellas, claro.
La peor semana de todas, hasta el momento, ha sido la primera. Desde que me dieron el diagnóstico, hasta que me volvieron a ver con las pruebas ya realizadas.
En la preparación para las pruebas ya pude vislumbrar que el proceso no va a ser agradable. Para el tac no tuve que hacer mucho: presentarme en ayunas. Tuve suerte y me dieron cita temprano. A las 8:30. Llegué, me hicieron desnudarme y me dieron una bata azul de papel que no la veo yo en la pasarela Cibeles. Estuve a punto de poner una reclamación para exigir que me dieran la bata verde, que la azul no daba bien en pantalla, pero como abrochaba cruzada y vi que me quedaba bien opté por no hablar. No fuera a ser que me dieran una verde que me dejara el culo al aire, cosa que con esta no me pasaba.
Tras el pase de modelos me tumbaron en una camilla y me pusieron una vía. La vía era porque me tenían que poner un contraste. Me dijeron que podía notar calor en alguna parte del cuerpo, y que algunas personas se mareaban. Una enfermera muy amable me conectó, me puso en posición, me pidió que no me moviera y salió de la estancia.
Y allí me quedé yo, tumbada en una camilla que se movía sola y que me hacía pasar por una especie de puerta de lavadora gigante, solo que sin lavadora. Yo intentaba respirar tranquila, menos cuando la voz metálica de la no lavadora me decía que no respirase, que entonces no respiraba. Obediente que es una.
Empecé a notar el calor. Creo que me puse roja, y me sonreí, no porque el calor del líquido de contraste me estuviera dando en la cara, no. Era porque empecé a notar mis ingles ardiendo. Hubo un momento en que parecía que había fuego en mis bajos. Uff, si hubiera habido un poco más de intimidad habría sido casi perfecto.
El efecto se pasó enseguida, eso sí, al igual que la prueba. Aunque hubo un momento en que pensé que me había colado en una nave alienígena y que despegaríamos en breve hacia el planeta Ómicron Persei 8, pasó enseguida, las turbinas se apagaron poco a poco y la enfermera volvió a entrar para decirme que ya había terminado. Tras quitarme la vía me fui a por un merecido desayuno.
Esa fue la prueba fácil. Y la más agradable. Tuve un rato de casi gustito con el calorcete y además casi viajo a otro planeta. No sé qué más podía pedir. Desde luego no se me hubiera ocurrido pedir una resonancia.
La resonancia es otra prueba que parece sencilla pero que no lo es. Bueno, complicada tampoco, te vuelven a tumbar en una camilla y no te puedes mover, pero es que te meten en un tubo estrecho y además hace ruido. Pero lo peor no fue eso. Lo peor casi fue la previa.
Para empezar me dieron la cita a la una y pico de la tarde, con un ayuno de seis horas. Tuve que madrugar para desayunar, con lo que odio madrugar. Y, por si fuera poco, tuve que estar toda la mañana sin poder comer nada.
Lo que no es nada comparado con lo que tuve que hacer la tarde anterior: ponerme un enema.
Tan solo nombrarlo me dan escalofríos. Un enema, ese líquido que se administra vía rectal. Tan solo me había puesto uno en mi vida: a los trece años, cuando me operaron de apendicitis. Desde entonces no he vuelto a probarlo.
Fui a la farmacia tan pichi yo, pidiendo un enema. La farmaceútica me preguntó qué clase, y yo, que no sé ni siquiera si hay clases de eso, le expliqué para qué lo quería. Y va la cachonda y me saca un bote de 200 ml. La caja más grande que la de un jarabe para la tos. Me la quedo mirando muy seria y levanto una ceja: ¿en serio? Sí, me dijo. Si es para una prueba necesitas que esté muy limpito y solo se consigue con esto.
Como no le he hecho nada a mi farmacéutica no dudé de la veracidad de sus palabras. Lo pagué y me lo llevé. El espectáculo vino más tarde: cuando me lo tuve que poner. Parece ser que hay que estudiar al menos dos años de enfermería para saber poner un enema. Yo lo hice como me indicaban en las instrucciones, y como era en casa, me puse velitas y música romántica para hacerlo todo menos impersonal. Que una tiene su corazoncito. Pero cuando voy a apretar el tubo, el líquido no entraba. Hacía tope y no entraba. Yo que pensaba que eso iba a ser coser y cantar, y estuve cerca de dos horas para vaciar los 200 ml. Claro que hice trampa y lo dejé por la mitad, cuando pude comprobar que no había nada que echar en los intestinos.
Pero por si fuera poca la gracia, el día de la prueba una enfermera súper amable me informa a la par que me da la bata de que me va a tener que rellenar la vagina con un líquido para crear contraste en la imagen. Me lo comunicó con antelación para que me fuera haciendo a la idea.
Me hice a la idea, me tumbé en la camilla y me rellenó como a un roscón de reyes. Y aún así, fue peor un pinchazo que me pusieron en la pierna para paralizar los movimientos de las tripas para que salieran bien en la imagen. Y yo pensando: ¿no lo podéis arreglar luego con photoshop? Pero se ve que no, que para ellos es muy importante que la imagen sea clara y sin movimientos.
Me dejaron sola en la habitación, con mi bata y unos cascos, y la máquina empezó a moverse. Subió, subió y subió, tanto, que por un momento creí que me iba a pegar de morros con la parte alta del tubo. Luego se movía un poco hacia delante, otro poco hacia atrás, se paraba y hacía un ruido horrible que era capaz de escuchar hasta con los cascos. Yo intentaba no ponerme nerviosa, pero decirte a ti misma no te pongas nerviosa no funciona mucho en estos casos. Respiré hondo, lo más que pude que no fue mucho, e intenté evadirme. No lo conseguí. Empecé a pensar si se habrían olvidado de mí, y me habrían abandonado dentro de ese tubo, medio atada. ¿Sería capaz de salir yo sola de allí? Paraba la progresión de la paranoia antes de que fuera a más, pero el tiempo se me hizo eterno. Por suerte no tuve que comprobar si sería capaz de escapar o no, ya cuando me veía perdida y abandonada allí dentro volvió a entrar la enfermera para liberarme. La hubiera abrazado, pero no lo vi oportuno.
La parte buena de ambas pruebas es que di con personas muy amables que supieron tratarme muy bien y tranquilizarme en todo momento. Durante la resonancia tuve en la mano una perilla de llamada en caso de que me agobiara mucho, pero preferí aguantar sin tocarla. Quería ver hasta dónde era capaz de llegar mi psicosis.
Eso sí, a partir de ya tengo prohibidísimas las películas de temática cáncer (demasiado sentimentales) y las de zombis, que no será la última resonancia que me hagan y no quiero que mi cabeza vuelva por ciertos derroteros. Antes de las pruebas, unicornios rosas.
Unicornios rosas.
Unicornios rosas zombies.
Unicornios rosas zombies que atacan justo en el momento en que estoy atrapada.
¡Mierda!