viernes, 24 de noviembre de 2017

Mamá en apuros: Las albóndigas de la abuela



No soy una persona que disfrute especialmente de la comida. Yo como y ya está, hay cosas ricas, hay otras que no tanto, pero para mí es un simple trámite. Como mucho, no es que sea de comer poco, preferiblemente dulce, pero no estoy todo el día pensando en comida, ni deseando que llegue la hora de la comida, o pensando en ir a un restaurante para deleitarme.

Por eso me suelo quedar en blanco cuando me preguntan por mi comida favorita. Me encojo de hombros y empiezo a pensar en lo que me gusta. Por ejemplo, el sushi, concretamente los makis, con su alga negra rodeando un caparazón de arroz blanco y en su corazón, salmón o atún (son mis dos favoritos). El sushi me gusta, pero no tanto como para que sea mi favorito. El pescado también me gusta, a la plancha. Y las ensaladas. Pero no estaría comiendo ensaladas toda la vida.


Entonces se me enciende la bombilla. Sí que hay un plato que me ha gustado desde siempre y que comería más de dos veces a la semana. Las albóndigas de mi abuela.

Mi abuela era una gran cocinera. Cuando me independicé iba a verla, a veces la llamaba para que me invitara a comer, y ella me preguntaba: ¿qué quieres que te ponga? Y yo siempre le respondía: albóndigas.

Nos las ponía en un plato de cristal de duralex, color caramelo. Debieron de ser comunes ese tipo de vajilla porque las había en todas las casas (mi madre también la tenía). Esa era la de diario, claro, pero mi abuela solo sacaba la vajilla buena cuando nos juntábamos todos en celebraciones especiales, o cuando venía alguien a comer de fuera de su círculo de confianza. Para su tercera nieta no había vajilla especial.


Solo con el olor yo me retorcía del gusto. Era olor a carne, a laurel, a sofrito, pero sobre todo, era olor a mi abuela. A hogar, a sentirse a gusto. Siempre solía asomarme a la cocina a otear en la olla, y a veces incluso cogía una cuchara y probaba el caldo. O una patata, si ya las tenía fritas y las había echado junto con la carne para que cogieran el sabor. Se quedaban empapadas en la salsa, a veces de aspecto blando y color oscuro, pero siempre estaban muy ricas.

Cuando llegábamos a la mesa siempre nos servía allí. Tenía la vieja costumbre de tener un cuarto de estar, con la tele y una mesa camilla, algunas sillas y un sofá. Era donde pasaba la mayor parte del día. Y si las visitas cabíamos, comíamos allí. Cuando estaba ella sola, comía en la cocina. Pero cuando iba yo a verla, sola o con mi marido, comíamos en el cuarto de estar.

Lo que significaba que tenías que dar varios paseos para llevar la intendencia de la comida a la mesa. Y en lugar de llevar los platos servidos desde la cocina (costumbre que había en casa de mis padres, y en la mía aunque yo no tengo cuarto de estar), mi abuela llevaba la olla a la mesa y allí servía los platos.

Siempre preguntaba: ¿Cuántas albóndigas quieres? E, independientemente de lo que contestaras, te echaba las que ella considerara oportunas. 

Miraba el plato, relamiéndome de gusto. Cuatro, cinco, o hasta seis pelotillas algo más pequeñas que una bola de golf me observaban. Las patatas, cortadas en cuadraditos, colonizaban la parte del plato que no ocupaban las albóndigas de carne. Todo ello flotaba en una salsa de textura untuosa, de un color entre gris y marrón.

Lo primero que hacía era partirme pan y mojar en la salsa. Su textura, aunque no era del todo líquida, lo permitía. Y el sabor era delicioso. Había una labor en esa salsa: un sofrito previo, una cucharada de harina para espesar, un remover con paciencia. Y además de ese sabor que le daban las verduras, había absorbido todo el jugo de la carne. Era como un anticipo de lo que estaba por llegarle al estómago. 

Después partía las albóndigas por la mitad, para que también se empaparan por dentro. Cogía una mitad con el tenedor, la untaba bien en la salsa y me la metía entera en la boca. Dentro ya se separaban los sabores: la salsa bajaba primero, y después masticaba la carne.

Las albóndigas también tenían su truco: eran carne picada con huevo, ajo y perejil. Se mezclaba todo y se hacían las pelotillas. Eso era algo con lo que disfrutaba mucho cuando era pequeña: ayudando a mi abuela a hacer las pelotas de carne picada. Hasta que ella se enfadaba, claro, porque cada dos bolas le pegaba un pellizco a la carne y me la comía, cruda. Es una costumbre que aún mantengo.

Esa mezcla de sabores, más luego haberlas frito y haber cogido el sabor de la salsa se notaban en la boca. De color rojo apagado, encendían todo su arsenal cuando las mordías.

No solía dejar nada en el plato. Lo rebañaba todo con el pan. Y mi abuela se quedaba muy satisfecha. El orgullo de saber que cocinas algo que gusta, y además, como ella pasó la guerra y la posguerra, la satisfacción de ver a su nieta comer.

Era una gran cocinera, mi abuela. La cocina le había ayudado a salir adelante. Pero de todo lo que hacía bien, mi comida preferida eran esas albóndigas.

Tenemos la receta en casa. Mi hermana la hace a menudo. Yo la he intentado (y eso que no sé cocinar), pero aunque las de mi hermana se acercan, no son las de mi abuela.

No he vuelto a probar unas albóndigas como las suyas. Hay toques que son inimitables.


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viernes, 17 de noviembre de 2017

Mamá en apuros: ¡Vida social! Concierto y Visita



Las entradas para el concierto de Amaral las tenía desde principios de marzo, más o menos. Sé que fue antes de que me dieran el diagnóstico, y lo sé porque si hubiera sido después no las hubiera cogido. No quise hacer planes a corto plazo, por el tema del tratamiento, y pasé todo el verano cruzando los dedos para que a finales de octubre me pudiera mantener en pie sin querer morirme al menos dos horas.

No solo lo conseguí, sino que lo conseguí con nota, y llegó finales de octubre. Se me juntó un poco con las pruebas de la primera revisión, en el que veríamos si Voldemort había muerto o solo lo había fingido, de modo que para mí el concierto se convirtió en una especie de símbolo, el de la sanación. 

Además, con la escenografía que le dio el grupo, Amaral, con la luna iluminándose, y con la luna yéndose como en un eclipse, o como en una fase acelerada de decrecimiento, me animó mucho. Fue como si, con ese eclipse de luna, también se eclipsara mi enfermedad. La dejé atrás, vencida por la medicina. Como debe ser.


Pero el concierto acabó, y fue muy triste, pero había que seguir. Cerró una semana de vacaciones mentales que agradecimos mucho, ya que al día siguiente recogimos a la peque, que llevábamos sin verla desde el sábado anterior. 

Debe ser que todo lo bueno tiende a acumularse en los mismos días, ya que, en esa semana, recibí un mensaje de Isi: iba a pasar por Madrid de manera fugaz y preguntó si podíamos quedar a comer. Solo estaba de paso, estaría unas horas, más o menos a la hora de comer y sobremesa, y aunque sé que le hubiera gustado hacer una macroquedada, no pudo. Me siento muy afortunada de que preguntara si podíamos quedar…

Yo, a pesar de que no había visto a mi hija en una semana entera, y de que la recogí el domingo, acepté gustosa. No todos los días viene una bloguera de León, una persona achuchable como pocas, de visita a los madriles, así que ni me lo pensé. MiniP se mosqueó, porque ella también quería conocerla, pero tenía que ir al cole. Ya había perdido demasiadas clases…

Llegué pronto, por si por algún casual se adelantaba. También había contactado con mi hermana pequeña (anteriormente conocida como Lady Boheme, ahora Crazy Cat Nunu, autora de los blogs Leo, luego existo y ...y todo lo demás), y fui hablando con ella por el móvil según iba en metro. Esto de que haya cobertura bajo tierra aún me flipa. Me iba diciendo, toda misteriosa ella, que saliera por la salida del pez de cristal, que era muy fácil de encontrar, pero es que yo, si es fácil, no lo encuentro. Cogí una salida, y sorpresa, no era la correcta. Dio igual, crucé la plaza de Sol, y ahí la vi, esperando frente a la boca de metro, tal y como esperaba, aunque ella no me había dicho que estaría allí.

Ella tenía que volver a su trabajo, pero la acompañé. No porque sea buena hermana, que no lo soy, es que necesitaba un baño con urgencia y me aseguró que podría utilizar uno allí. De camino pasé por un edificio, que tenía una placa oficial que ponía: «Registro de la Propiedad Intelectual». Creo que estaba claro para qué era, pero yo no pienso bien con la vejiga llena y me dije: «¿Será aquí donde tengo que traer a registrar una obra?». 

Visité el baño del trabajo de mi hermana, y me dejaron estar un ratito por allí con ella. Fueron todos muy amables. Pero cuando Isi avisó de que cogía el metro, decidí irme a Sol a esperar, para ir adelantando. 

Pero tenía un plan en la cabeza.

Volví a pasar junto al edificio oficial, y me decidí a entrar. El portal daba acceso a un hall, con dos puertas de cristal: una a mano derecha y otra a izquierda. Había carteles grandes por todas partes, pero aún así me costó un rato asimilar dónde tenía que ir. Al final seguí un cartel que ponía: «Registro de obras». Pensé que era el camino correcto, y no me equivoqué.

Había un detector de metales y una vigilante de seguridad que muy amablemente me preguntó si venía a registrar una obra y me indicó que cogiera un número de espera. Como no había nadie, apenas tuve que esperar dos minutos, y me hicieron pasar. Pedí la información pertinente, me indicaron cómo tenía que presentar la documentación y salí de allí feliz.

Feliz, porque me sentía una escritora de verdad. 

Después fui a Sol directa, donde me encontré con Isi.

Hay personas a las que no has conocido en persona nunca, pero cuando te ves por primera vez, es como si te hubieras criado con ellas. Isi es una de esas personas. Es puro amor, casi le salen arcoiris y unicornios por las orejas. La conversación con ella es sencilla, fluye, no hay silencios incómodos. 

Nos fuimos a la plaza Mayor, a curiosear por la Feria del Libro, y nos fuimos de allí antes de comprarnos todos los ejemplares que veíamos.


Nos tomamos un capuccino cerca de Sol, y enseguida llegó la hora de recoger a mi hermana y llegar al sitio donde habíamos quedado con Loque, autora de la gran Edwina, libro que no se llama exactamente así, pero que hay que leer se llame como se llame, para comer. Fuimos a que nos cuidara una tal Olivia, un lugar muy chulo para comer, con un menú muy sano y sabroso, pero en el que había que compartir mesa, lo cual me resultó muy curioso. También es muy pequeño, pero sí que merece la pena probarlo. 



Belén hizo de cicerone, y nos organizó una pequeña ruta, que tenía tres paradas: una papelería muy molona que nos hacía ilusión a todas, una librería igualmente apasionante y un bar de cereales. El último era por rebajar el tono cultureta de la visita, claro, no porque nos encante el azúcar con formas de colores.

Nos llevamos un chasco, la papelería solo abría de martes a domingo, por lo que después de un rato en el que estuvimos las cuatro con la cara pegada al cristal, Belén nos arrancó de allí con la promesa de ver libros.

Aviso: nunca lleves a cuatro blogueras literarias a una librería. Te pueden dar las uvas. Las cuatro estuvimos viendo libros, tocando lomos, leyendo sinopsis y comentándonos las lecturas que nos habían entusiasmado y las que habíamos aborrecido. Yo, que parezco una abuela, tuve que sentarme un rato, pero es que la librería es tan fabulosa que tenía un silloncito bastante cómodo por ahí. Nos alternamos Belén y yo en el asiento. Por cierto, Belén, necesito que me recuerdes el nombre del autor que me recomendaste, el de la serie de detectives…

Para rematar la excursión, fuimos al bar de cereales. Y allí casi sufro un síndrome de Stendhal, pero en lugar por la belleza, por los colores. No podía imaginar que hubiera tantos cereales en el mundo. Y además distinguían por nacionales y de importación, como con los whiskies. Cada una hizo su elección y nos atiborramos a azúcar entre risas y más y más conversación.


Aprovechamos para escribir una postalita que enviamos con todo nuestro cariño a Mónica. (*)

Se hizo de noche en Madrid. Acabábamos de cambiar la hora por lo que todavía nos sorprendió que anocheciera tan pronto, pero es que también se hizo tarde. Isi debía continuar su viaje, y yo debía recoger a mi hija, que como mala madre que soy la dejé con su abuela y sus primos… 

A pesar de que acabé reventada (mi reloj casi hecha humo), repetiría ese día cien veces. Las cosas fluyen cuando estás con personas bonitas, y te alegran no solo el día, ni la semana, sino el mes entero.

Gracias por los buenos ratos, y nos vemos pronto, chicas.

(*) Me acaban de chivar por el pinganillo que la postal la escribimos donde Olivia. Pero me permitís una pequeña licencia, ¿verdad? 


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viernes, 10 de noviembre de 2017

Mamá en Apuros: Bye bye Voldemort




Hace ocho meses me encontraba sentada en la silla de la consulta de ginecología, luchando por reprimir las lágrimas, sin conseguirlo. Me acababa de caer un jarro de agua encima, mi cuerpo me había traicionado y había comenzado a duplicar células sin control.

El cáncer, al que denominé Voldemort, había dado la cara.

Ahí empezó la guerra. Yo lo denomino así porque me crié con los dibujos de Érase una vez… La vida, en los que las defensas eran tres muñecos que luchaban contra las infecciones, y los glóbulos rojos cargaban a sus espaldas el oxígeno en forma de burbujas. De modo que sí, para mi fue una guerra en la que mis defensas atacaron al invasor, ayudadas y arrasadas por la quimio y la radio. Una lucha encarnizada en la que mi cuerpo fue campo de batalla, y como tal quedó: para el arrastre.



Pero todo en esta vida tiene inicio y tiene fin, y hoy, por fin, puedo escribir que mi lucha ha terminado. 

Voldemort ha muerto.

El viernes pasado tuve la revisión de los tres meses. Ya me habían hecho un tac y una resonancia magnética, y tocaba la consulta, para que me dijeran cómo había quedado todo. 

Papá en Apuros vino a buscarme desde el trabajo. Era una consulta importante. Yo iba con esperanzas, pero con esperanzas a medias, me habían dado buenas expectativas, pero podía ser que tuviera que pasar por quirófano si quedaban indicios de cáncer en los ganglios. Y yo, como soy así de optimista, iba casi segura de que me operaban.

Llegamos con diez minutos de margen para la cita. Nos sentamos a esperar. Me había echado en el bolso la tablet, el ganchillo y un libro, para tener donde elegir, pero no saqué ninguna de las cosas. Mis dedos tamborileaban solos, encendía y apagaba el móvil, miraba facebook, twitter e instagram sin fijarme en lo que veía.

Papá en Apuros se cansó de decirme que me relajara, que iba a estar todo bien… Claro, como no era él el que tenía que someterse a inspección… Cuando por fin me llamaron a consulta casi salgo corriendo por la puerta. Así tendría el diagnóstico de Schrodinger: estaría bien y mal al mismo tiempo. Pero no, afronté la entrada a consulta.

Cuando entramos la doctora estaba hablando por teléfono. Nos sonrió y yo pensé que era un buen augurio. Porque si no estaba bien la cosa no sonreiría, ¿no? O tal vez sí, para relajar tensión… Colgó y me entraron ganas de cogerla por el cuello de la bata y zarandearla hasta que me dijera cómo habían quedado mis bajos.

No hizo falta.

—Bueno, Mamá en Apuros, está todo bien.

En mi cabeza ese bien rebotó de lado a lado como la pelota del Atari. Y no me lo podía creer, pero me entraron ganas de llorar. Pensé que no estaba bien que me pusiera a llorar igual que cuando me dijeron que tenía cáncer, ahora que me decían que ya no lo tenía, así que parpadeé muy deprisa y me concentré en otra cosa. Por ejemplo, en lo que decía la doctora, que había seguido hablando y yo no la había hecho ni caso.


—…adenopatías perfectas… bla, bla, bla… 

—¿Y los ganglios? —pregunté. 

—Sí, está todo correcto, no hay adenopatías, que son los ganglios…

Se me quedó cara de idiota, pero yo no tengo la culpa de no hablar el mismo idioma.

—Bueno… —pregunté— ¿Y ahora qué?

Ella se echó a reír.

—Ahora te haremos una revisión cada tres meses, que no te creas que te vas a librar de nosotros tan fácilmente.

Nsk.

Salí con quince papeles para varias citas, incluida la de la revisión, y me dejé en la consulta un peso muerto que había estado cargando durante estos ocho meses. El cáncer era historia.

No ha sido fácil. No ha sido cómodo. Pero ya es pasado.

Gracias por haberme acompañado en este viaje, por haberme leído cada semana, por haber tenido paciencia cuando me han faltado las fuerzas para sentarme a escribir. Esta aventura ha terminado, por fin. 


Pero la vida sigue y una mamá en apuros siempre tiene mucho que contar. Espero que sigas acompañándome.

¡VOLDEMORT HA MUERTO! ¡LARGA VIDA A LA NORMALIDAD!


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viernes, 3 de noviembre de 2017

Mamá en Apuros: las verdaderas vacaciones



Me siento muy mala madre ahora mismo. 

Ayer recogimos a MiniP de casa de los abuelos. Habían venido el sábado de la playa, pero no la recogimos hasta el domingo porque el sábado por la noche teníamos entradas para ver a Amaral en directo, de modo que ni siquiera fuimos a verla.

Pero no es por eso por lo que me siento mala madre.

Hoy lunes he quedado para comer con ciertas blogueras (a una de ellas la desvirtualizo hoy), y le he pedido a mi madre que recoja a MiniP del cole. Comí ayer con ella, pasamos la tarde, cenamos, la acosté y hoy la llevo al colegio. Pero no la recojo porque estaré comiendo con mis amigas.

Pero no es por eso por lo que me siento mala madre.

El problema es que ha estado una semana fuera y no me he encontrado perdida en ningún momento. La he echado de menos (mucho), pero he suplido su rutina con la mía propia, o con tardes de sofá y lectura. Tan a gusto.

Dice Laura Baena, la jefaza de Malas Madres, que a ella cuando nacieron sus hijas, en el hospital le dieron a las niñas y una mochila con la culpa. Y creo que no le falta razón. Nos culpabilizamos por todo. Por estar, por no estar, por sentir y por no sentir.

Pensaba que esta semana que se ha pasado en la playa iba a hacer muchas cosas. Y las he hecho, aunque quizá no tantas como había planeado. Pero también pensaba que a eso de los dos días iba a encontrarme en casa sola, iba a mirar a mi alrededor, a notar el silencio, y me iba a preguntar: «¿Y ahora qué hago?». En la versión más dramática me echaría a llorar, caería al suelo de rodillas y clamaría al cielo con una mano extendida: «¿Por quéééééééé?». No sé, siempre he querido hacer eso, es muy de película. Pero no ocurrió.
No está tirada en el suelo, pero no me podéis negar el drama.


Por las mañanas no había mucho problema, porque me he levantado a la misma hora a la que la llevaba al colegio y he ido a correr. Bueno, aún no corro más de un minuto, lo que más hago es andar, pero me gusta llamarlo correr. Pero luego ya no tenía que estar pendiente de la hora de ir a buscarla y ahí se me amontonaba todo.

Que me apetecía sentarme a leer, me he sentado a leer. Que a hacer ganchillo, pues a hacer ganchillo. A escribir… Bien, también me he sentado a escribir, pero he de reconocer que he procrastinado mucho. Escribir es una rutina que tengo establecida muy fuerte, que defiendo con uñas y dientes cuando tengo que arañar minutos al día, y que resulta que me da toda la pereza cuando tengo toooooodo el día para hacerlo. Muy lógico todo.

Me estoy haciendo una mantita con una lana súper suaveeee

Mientras, he hablado y visto fotos y vídeos de MiniP disfrutando como una salvaje. Le encanta la playa, y le encanta estar con los abuelos, que por más que lo intenten negar, le dan todo lo que quieren. Y ella encantada, oiga. Que se fue con una maleta pequeña y ha vuelto con dos. Una para la ropa y otra para todas las cosas que le han comprado allí.

Creo que nos ha venido bien esta semana. A toda la familia Apuros. A ella le ha servido para tener unas vacaciones que estaba echando de menos, una semana con las normas laxas, con la playa, la piscina y los paseos de por las tardes. Que tiene tela que a finales de octubre se haya podido bañar, pero tampoco solucionamos el cambio climático no aprovechado la coyuntura. 

Y a Papá en Apuros y a mi nos ha servido como reinicio, como una pausa en la que hemos podido descansar. Más psicológico que otra cosa. Después del verano duro que hemos pasado nos merecíamos la pausa.

Al principio teníamos muchos planes, pero se fueron por la borda. Cuando llegaba Papá en Apuros de trabajar no sé cómo nos encontrábamos tomando algo en nuestro bar de referencia. Luego en casa hemos visto varias series que teníamos pendientes. Lo que da la noche de sí cuando no tienes que estar una hora esperando que la peque se duerma…

Y por eso me siento mala madre, por haber disfrutado de no tener niña en casa una semana entera. Por haberme tomado las cosas en plan relax, pero aún así haber ido saliendo. Por pasarme la tarde entera leyendo, sin tener que salir al parque.

Que han sido vacaciones para ella, y para nosotros también.