No soy una persona que disfrute especialmente de la comida. Yo como y ya está, hay cosas ricas, hay otras que no tanto, pero para mí es un simple trámite. Como mucho, no es que sea de comer poco, preferiblemente dulce, pero no estoy todo el día pensando en comida, ni deseando que llegue la hora de la comida, o pensando en ir a un restaurante para deleitarme.
Por eso me suelo quedar en blanco cuando me preguntan por mi comida favorita. Me encojo de hombros y empiezo a pensar en lo que me gusta. Por ejemplo, el sushi, concretamente los makis, con su alga negra rodeando un caparazón de arroz blanco y en su corazón, salmón o atún (son mis dos favoritos). El sushi me gusta, pero no tanto como para que sea mi favorito. El pescado también me gusta, a la plancha. Y las ensaladas. Pero no estaría comiendo ensaladas toda la vida.
Entonces se me enciende la bombilla. Sí que hay un plato que me ha gustado desde siempre y que comería más de dos veces a la semana. Las albóndigas de mi abuela.
Mi abuela era una gran cocinera. Cuando me independicé iba a verla, a veces la llamaba para que me invitara a comer, y ella me preguntaba: ¿qué quieres que te ponga? Y yo siempre le respondía: albóndigas.
Nos las ponía en un plato de cristal de duralex, color caramelo. Debieron de ser comunes ese tipo de vajilla porque las había en todas las casas (mi madre también la tenía). Esa era la de diario, claro, pero mi abuela solo sacaba la vajilla buena cuando nos juntábamos todos en celebraciones especiales, o cuando venía alguien a comer de fuera de su círculo de confianza. Para su tercera nieta no había vajilla especial.
Solo con el olor yo me retorcía del gusto. Era olor a carne, a laurel, a sofrito, pero sobre todo, era olor a mi abuela. A hogar, a sentirse a gusto. Siempre solía asomarme a la cocina a otear en la olla, y a veces incluso cogía una cuchara y probaba el caldo. O una patata, si ya las tenía fritas y las había echado junto con la carne para que cogieran el sabor. Se quedaban empapadas en la salsa, a veces de aspecto blando y color oscuro, pero siempre estaban muy ricas.
Cuando llegábamos a la mesa siempre nos servía allí. Tenía la vieja costumbre de tener un cuarto de estar, con la tele y una mesa camilla, algunas sillas y un sofá. Era donde pasaba la mayor parte del día. Y si las visitas cabíamos, comíamos allí. Cuando estaba ella sola, comía en la cocina. Pero cuando iba yo a verla, sola o con mi marido, comíamos en el cuarto de estar.
Lo que significaba que tenías que dar varios paseos para llevar la intendencia de la comida a la mesa. Y en lugar de llevar los platos servidos desde la cocina (costumbre que había en casa de mis padres, y en la mía aunque yo no tengo cuarto de estar), mi abuela llevaba la olla a la mesa y allí servía los platos.
Siempre preguntaba: ¿Cuántas albóndigas quieres? E, independientemente de lo que contestaras, te echaba las que ella considerara oportunas.
Miraba el plato, relamiéndome de gusto. Cuatro, cinco, o hasta seis pelotillas algo más pequeñas que una bola de golf me observaban. Las patatas, cortadas en cuadraditos, colonizaban la parte del plato que no ocupaban las albóndigas de carne. Todo ello flotaba en una salsa de textura untuosa, de un color entre gris y marrón.
Lo primero que hacía era partirme pan y mojar en la salsa. Su textura, aunque no era del todo líquida, lo permitía. Y el sabor era delicioso. Había una labor en esa salsa: un sofrito previo, una cucharada de harina para espesar, un remover con paciencia. Y además de ese sabor que le daban las verduras, había absorbido todo el jugo de la carne. Era como un anticipo de lo que estaba por llegarle al estómago.
Después partía las albóndigas por la mitad, para que también se empaparan por dentro. Cogía una mitad con el tenedor, la untaba bien en la salsa y me la metía entera en la boca. Dentro ya se separaban los sabores: la salsa bajaba primero, y después masticaba la carne.
Las albóndigas también tenían su truco: eran carne picada con huevo, ajo y perejil. Se mezclaba todo y se hacían las pelotillas. Eso era algo con lo que disfrutaba mucho cuando era pequeña: ayudando a mi abuela a hacer las pelotas de carne picada. Hasta que ella se enfadaba, claro, porque cada dos bolas le pegaba un pellizco a la carne y me la comía, cruda. Es una costumbre que aún mantengo.
Esa mezcla de sabores, más luego haberlas frito y haber cogido el sabor de la salsa se notaban en la boca. De color rojo apagado, encendían todo su arsenal cuando las mordías.
No solía dejar nada en el plato. Lo rebañaba todo con el pan. Y mi abuela se quedaba muy satisfecha. El orgullo de saber que cocinas algo que gusta, y además, como ella pasó la guerra y la posguerra, la satisfacción de ver a su nieta comer.
Era una gran cocinera, mi abuela. La cocina le había ayudado a salir adelante. Pero de todo lo que hacía bien, mi comida preferida eran esas albóndigas.
Tenemos la receta en casa. Mi hermana la hace a menudo. Yo la he intentado (y eso que no sé cocinar), pero aunque las de mi hermana se acercan, no son las de mi abuela.
No he vuelto a probar unas albóndigas como las suyas. Hay toques que son inimitables.