viernes, 29 de septiembre de 2017

Mamá en apuros: Los nuevos logros



Vivir es renacer a cada rato. La vida se compone de ciclos que vamos cerrando para abrir ciclos nuevos. 

Que no cunda el pánico: no me he vuelto una escritora de autoayuda. No soy Paulo Coelho ni nada por el estilo; no voy a ir ahora por la vida soltando perlas que harán que cambie tu vida, la mía, y la del perro de la esquina que por casualidad me estaba escuchando.

No, nada más lejos de la realidad. Si, con casi cuarenta años, recién estoy aprendiendo a vivir a gusto, bien, en paz conmigo misma, no soy quién para enseñar nada a nadie. Y sin embargo, la primera frase viene a cuento.

Llevo unos días que me encuentro bien. No fenomenal, porque los sofocos hacen que me despierte muchas veces en la noche, y eso hace que me encuentre cansada, pero bien. Por cierto, ¿alguien sabe de termostatos? ¿Y de dónde está el nuestro? Porque no consigo afinar el mío. De repente me suben los calores y me pongo a sudar como si estuviera en un asador de pollos y yo fuera el pollo… Si alguien sabe de alguno, por favor, que me de el número.

Lo segundo peor que los calores eran las piernas, y la verdad es que llevo ya unos días que estaban bastante bien. El plomo que las lastraba parece que se ha aligerado, y aunque sigo teniendo molestias en el tendón de Aquiles, por lo menos no las voy arrastrando por la vida. 

Ahora, lo del tendón es una pesadilla. Me levanto de la cama y parece que hay un gobbling escondido bajo la cama para darme un hachazo justo encima del talón. Voy para el baño que parece que el suelo es lava y tengo que ir pisándola. Sin embargo, cuando voy a andar, se me pasa. Luego estiro en casa y estoy genial en lo que tengo los músculos aún calientes. Pero es sentarme un rato, con las piernas en alto tal y como me aconsejó la doctora, y a la que me levanto está el mismo gobbling con el hacha cortando tendón. 


(Será asqueroso el gobbling, que se vaya al laberinto con David Bowie y me deje en paz, que yo no le he invocado).

Decía lo de renacer y los ciclos porque hacía seis meses que no corría. Desde la operación de los ganglios, donde me reordenaron por dentro. Antes de haberme recuperado del todo empezamos con el tratamiento y antes de terminar el tratamiento me convertí en un cojín en el sofá de mi casa. Casi todo el tiempo pude salir a andar, excepto en las últimas semanas de tratamiento (el tiempo cojín), pero correr ni pensarlo. Entre las vísceras que tenía que se debían colocar (convalecencia de la cirugía), y luego las energías y las defensas que se fueron de vacaciones, llegó un momento en que creí que no podría volver a correr.

Es que tengo un punto dramático bastante potente. Y estaba ya con un brazo sobre la frente, suspirando cual dama salida de la pluma de Jane Austen, quejándose porque Edward no le había respondido a su carta. En ese plan, pero sin corsé, que no estoy yo para apretarme.
¿Por qué no me escribirá Edward?


Sin embargo, todo ciclo llega a su fin. Dice el refrán que no hay mal que cien años dure, y es que el refranero español es de lo más listo. Ayer estaba yo en casa pensando que no me dolían nada las piernas. Bueno, solo un poco, lo que viene siendo nada si lo comparamos con esas piernas de metal que he ido arrastrando por la vida tras mi fase cojín. Y pensé: ¿y si pruebo a correr mañana? Y me entusiasmé yo sola solo con pensarlo.

Pero como soy muy de gafar las cosas, no dije nada. No lo puse en facebook, como había tenido intención inicial. Trasteé en mi súper reloj (es un reloj de los de correr, pero yo lo llamo súper porque ya puede tener súperpoderes con lo que costó), y lo programé para que me avisara. El plan era sencillo:

10 minutos de andar (calentamiento)

Luego 1 minuto de correr + 4 minutos de andar. Esto, 6 veces para que llegara a la media hora.

Y luego 20 minutos de andar. Pero como tengo la cabeza como la tengo, solo programé 10.

Y ahí que he ido, a la aventura. He dejado a la peque al cole, he escogido la ruta más plana, y he arrancado el reloj.

Qué emoción, esos primeros diez minutos. Tenía hasta nervios. Una cosica en el estómago flotando. Y no era el desayuno, que hoy en honor a la gesta, he desayunado sano. Después del primer tramo de calentamiento el reloj ha vibrado y me ha dado la orden: 1 minuto.

He empezado a correr.

Despacio, eso sí, pero qué felicidad. Se me han ido los nervios, se me ha ido la incertidumbre. Simplemente he dado zancadas, una tras otra, controlando que no me emocionara demasiado y fuera a irme de madre con la velocidad. Que me conozco, me caliento, me flipo, y en dos segundos estoy emulando a Usain Bolt.

El primer minuto ha pasado volando. Cuando me he querido dar cuenta me ha vuelto a vibrar el reloj para avisarme que comenzaban los 4 minutos de caminata. He parado, y me he puesto a andar, obediente yo. Pero ya iba con otro ritmo. 

Se me escapaba la sonrisa.

He completado todo lo que tenía programado, he corrido los seis minutos en sus intervalos correspondientes, y el último un poco más deprisa que los demás. No me he vuelto loca, pero me he dejado llevar un pelín. Hasta me he grabado un vídeo corriendo, cosa que no había hecho nunca hasta ahora. 

No sé si han sido las endorfinas o el atisbar un poco de mi vida normal, pero he acabado el entrenamiento eufórica. 
Sí, esta soy yo, en todo mi esplendor, feliz como una perdiz


Buenas sensaciones, las piernas no me pesaban, un poco de molestia en la zona de la pelvis (normal) y en los pies, pero nada que no se pueda soportar. 

Es solo un primer paso. Pero es un paso. Son solo 6 minutos, y no seguidos, pero han sido 6 minutos. Hacía seis meses que no corría, pero hoy la sequía ha terminado.

Ahora me queda por ver cómo me responden las piernas, pero da igual. Si duelen mucho y no puedo repetir la gesta hasta la semana que viene no importa. Porque hace tres meses, cuando estaba empezando el tratamiento, la quimio y la radio, hubo un momento en que parecía que no iba a estar bien nunca, y ahora estoy bien. Todo pasa.

Hasta lo malo.


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viernes, 22 de septiembre de 2017

Mamá en apuros: La parte divertida




Ahora que ya pasó lo peor, ahora que ya no siento el cerebro como envuelto en una niebla espesa y no me duelen zonas del cuerpo que no sabía ni que tenía, ahora veo las cosas desde otra perspectiva.

Y, oye, que hay cosas que me ha traído el cáncer que no me esperaba.

Por un lado, está el aprendizaje del que todo el mundo habla. Lo de ver las cosas buenas de la vida, y quitarte de encima lo malo. A esto lo llamo yo «la limpieza».

Porque el cáncer me ha permitido hacer limpieza en mi vida. Había obligaciones autoimpuestas que me estaban resultando pesadas, que me quitaban tiempo para otras obligaciones, o para hacer otras tareas que me apetecían más. He simplificado y ahora mi vida se compone de lo que yo quiero que se componga. Como obligación, tan solo el trabajo. Como devoción, mi hija, mi marido, y escribir. Son tres devociones que me llevan todo mi tiempo.

Por desgracia, también he hecho limpieza de personas. Quizá es la parte que menos me ha gustado, pero también es parte de la vida. Ha habido personas que no se han acordado de mí en dos meses ni para mandarme un mensaje preguntando cómo estoy. Eso me ha demostrado que no les importo (si no preguntan cómo estoy pasando un cáncer, qué puedo esperar por algo menor), y si no les importo entonces no sé qué pintan en mi vida. Cada cual es dueño de sus actos, de sus decisiones, de por quién se preocupan y de por quién no. No voy a hacer un drama de esto, aunque en algunos casos me he sorprendido. 

Pero también está el lado contrario. Ha habido personas que conocía de poca cosa, de vista, de por las tardes un rato, de saludos, que cada cierto tiempo en estos dos meses que no nos hemos visto me han preguntado qué tal. Un mensajito. Una llamada. Un: «qué tal vas, te mando toda mi fuerza». Puede parecer poco, pero que se acuerden de una gusta. Y que se acuerden cuando estás por los suelos y te mandan una energía que tú no tienes, gusta aún más. Lo agradecí mucho.

Luego están dos personas, mis malas madres, que han hecho por mí más de lo que yo podré pagarles nunca. No solo han estado a mi lado, sino que se han hecho cargo de lo más preciado que tengo, mi hija, cuando yo no he podido hacerlo. Os quiero, chicas, ya sé que lo sabéis, pero me gusta recordároslo.
Esta soy yo después de la radioterapia. Irradiando luz...


Pero no todo es místico. De hecho lo último que piensas cuando te están chutando o te están achicharrando es en el misticismo. No piensas en lo que aprendes, o en lo que valoras de la vida. Piensas en que se acabe ya esa puta mierda que te deja para el arrastre. También he pensado alguna vez que como no funcione me arranco yo misma el útero y le dan por saco a Voldemort de una vez. Pero eso ha sido en algún momento desesperado, no siempre, claro. Y apenas un destello. No estoy tan loca (ejém, ejém, *huye haciendo la croqueta*).

Y al terminar todo, llegó la parte divertida. Más que divertida, casi pornográfica. Esto sí que no me lo esperaba yo tras un tratamiento tan agresivo…

A ver cómo lo cuento que este blog lo lee mi madre y me da vergüencita…

¡Aviso! ¡Aviso! ¡Tres rombos! ¡A la cama!


En la tercera sesión de braquiterapia, estaba yo sufriendo lo indecible con el culo sobre una tabla de metal, con unos cables que salían de mi vagina (aún sin enchufar), y tumbada boca arriba sin poder moverme, cuando llegaron dos enfermeras. La más mayor, no solo de edad si no también de rango, llevaba algo en las manos. La más joven, la morena, me miraba con curiosidad.

La mayor empezó a hablar mostrando lo que tenía en las manos.

—Esto es un dilatador. Cuando termines todo el tratamiento tendrás que usarlo para evitar que se te atrofien los músculos de la vagina.

Miré fijamente lo que tenía en la mano. Era un palo blanco de silicona, largo y algo grueso. Parecía un falo… Un momento… ¡Era un falo!

Paseé la vista entre la enfermera más joven y la que me lo estaba explicando. Debí poner una expresión cómica porque a la enfermera joven se le escapó la risa. No continuó porque la mayor la miró de soslayo, por lo que bajó la cabeza mordiéndose la boca por dentro.

—¿En serio?

—Sí, es el tratamiento estándar para después de la braquiterapia… Tienes que usarlo dos veces al día la primera semana —continuó con tono serio y profesional—. Te lo metes, lo mueves un poco, a los lados, arriba, abajo y lo dejas dentro diez minutos.

Tosí un poco, y evité mirar a la enfermera más joven. Si la miraba seguro que tendríamos un ataque de risa y como empezara a reírme no sabía cuándo terminaría… 

—Claro —contesté a la enfermera mayor, que me miraba como esperando algo de mí.

—También puedes… —la enfermera dudó—. Estás casada, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, también puedes convalidarlo con las relaciones sexuales —. Ahora era ella la que parecía azorada—. Pero para que valga tendrá que ser por lo menos dos veces a la semana.

—Verás que contento se va a poner mi marido —. Ambas enfermeras rieron—. Uy, ¿lo he dicho en alto?

Reímos las tres.

Al finalizar la sesión me lo dio para que lo llevara a casa. Aún tendría que esperar para usarlo, porque debía empezar un par de semanas después de la última sesión.

Pero las dos semanas pasaron y a mí se me olvidó que tenía que usar el dilatador. Vale, no se me olvidó, pero es una cosa complicada de agendar. Sobre todo cuando tienes una niña de siete años suelta por casa y que te pregunta esto qué es para cada cosa que ve que no conoce. Me imagino teniendo que explicar para qué sirve el dilatador y me da la risa tonta…

¿Lo veis? ¡Existen! 


Aunque no hay mal que por bien no venga. Como olvido el dilatador, me voy a la opción B. Es un win-win para el matrimonio Apuros, un matrimonio como otro cualquiera. Aunque yo gano por partida doble. Guiño, guiño, codazo, codazo.

De modo que no diré que todo lo que me ha venido ha sido malo. No. Lo he pasado mal, pero la recompensa estaba al final del túnel, en forma de falo de silicona.

Lo siento, eso que habéis escuchado son mis risas.



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viernes, 15 de septiembre de 2017

Mamá en apuros: La espera final



Si de algo me he dado cuenta durante el tiempo que ha pasado desde que me diagnosticaron hasta ahora, es que el cáncer es una enfermedad que te enseña a esperar.

Los enfermos en los hospitales se llaman pacientes y no creo que sea casualidad que se utilice ese término.

Yo, que de la paciencia sé lo que pone en el diccionario, estoy aprendiendo mucho y a marchas forzadas sobre ello. ¿Cuántas veces he hablado aquí acerca de esperar, de tomárselo con calma, de ir despacito? Para mi gusto demasiadas, pero aún no se ha terminado.

Porque ahora ya he terminado todo el tratamiento. Ahora estoy despertando, por así decirlo. Esperaba estar en plena forma ya a estas alturas, pero en lugar de ello estoy recuperando poco a poco algo de mi energía vital. Al menos ya no me duele pestañear, y me levanto de la cama con ganas de hacer cosas. 

Ahora, ya con esa energía, miro hacia atrás y veo la lucha encarnizada que ha tenido lugar en mi cuerpo. La quimio, la radio externa, la interna… Ha sido una guerra cuyo escenario ha sido mi cuerpo, y ahora está arrasado. Me doy cuenta que esperaba que fuera como en un constipado: que cuando ya se te pasa la fiebre estás operativa al instante. Yo esperaba poder correr, poder hacer mi vida normal, y poder descansar tranquila psicológicamente hablando.

Pero no.

Para empezar, tengo algunos efectos secundarios que son un poco desagradables y que no parece que quieran marcharse. Me duelen las piernas, me pesan como si llevara bloques de hormigón en ellas. Me imagino con una escafandra andando por debajo del mar, porque es así como me siento. También me duelen los tendones de Aquiles. Hablando con otra superviviente de cáncer de mama me dice que a ella le pasa lo mismo, y en ese momento no me sentí tan mal. Mal de muchos, consuelo de tontos, que me solía decir mi abuela. Y sí, abuela, soy tonta, pero me sentí acompañada, por así decirlo.

La energía ha vuelto, pero no toda la que tuve. A veces me pregunto si voy a poder volver a ser la que era. Si voy a poder levantarme, tener un día ajetreado y acostarme tarde estando cansada, sí, pero cansada normal, no cansada nivel me acaba de pasar una apisonadora por encima. Y sí, he tenido algún que otro día ajetreado (por ejemplo, cuando celebramos el cumple de MiniP en el parque de bolas), pero durante el cual he tenido que hacer muchas pausas para subir las piernas, y por el que terminé cansada ese día y los dos posteriores. Nunca había tenido una resaca de cansancio. Ni siquiera cuando hice la Media Maratón estuve así de cansada al día siguiente. 

Y lo peor de lo peor. Con lo que me ha castigado el karma. Durante toda mi vida me he burlado de un síntoma que solemos tener las mujeres durante la menopausia. Desde jovencita, cuando alguien de mi alrededor tenía calores hacía la típica broma: será la menopausia. Cuando los tenía yo también lo decía. Y ahora, que parece que la quimio ha convencido a mis hormonas para que descansen un ratito, estoy teniendo esos calores. Y no me gustan nada.

Por un lado está muy bien no sangrar una vez al mes. Sobre todo teniendo en cuenta lo que llevaba ya sangrado de más desde enero hasta junio. Al principio supuse que mi cuerpo había hecho balance de beneficios y que estaba ahorrando ahora todos los recursos que había gastado entonces. La idea no era mala, ¿no? 

Pero parece ser que no. Se lo comenté a mi oncóloga y la mujer se rió un rato a mi costa. No en mi cara, pero se lo vi en los ojos. Me dijo que eso era un efecto secundario de la quimioterapia, y que la menstruación podría volver o no. Y yo, si no fuera por los calores, le diría que se quedara donde está. Pero es que lo de los calores no me gusta nada.

Aparecen de repente. Se habían camuflado porque han hecho temperaturas muy altas en Madrid, pero cuando el termómetro nos dio un respiro salieron a la luz. Llegan de repente: me sube un calor hacia la parte de arriba del cuerpo, cara, brazos y pecho que va aumentando de intensidad gradualmente. Después empiezo a sudar, la frente se llena de pequeñas perlas de sudor que, junto con las del resto del cuerpo, ayudan a que la temperatura baje. En alguna ocasión he pensado que acabaría en combustión espontánea. Quien inventó a Antorcha Humana (de los 4 Fantásticos) seguro que tenía estos sofocos.

Claro, que ahora tengo más tiempo para fijarme en estas cosas, porque ya no tengo citas médicas. No tengo que ir cada día al hospital, ni cada viernes, ni nada hasta dentro de dos meses. Tres meses desde que se termina el tratamiento. Yo lo he llamado: LA GRAN ESPERA. Lo sé, los títulos se me dan fatal.

¡Pero es que son tres meses! Tres meses sin saber nada de nada. Y con lo que me gusta a mi esperar…

En noviembre descubriremos si el tratamiento ha sido efectivo. Los médicos me han dado buenas expectativas, pero tampoco se mojan mucho, por eso de las ilusiones que nos solemos hacer los pacientes. Nos dicen: tal vez no sea nada; o: hay un 80 por ciento de probabilidades de curarse (o un noventa, o un noventa y nueve), y nosotros escuchamos: ¡no es nada en absoluto! ¡No tienes de qué preocuparte! ¡Contrata un crucero! Y luego llega el día del crucero, no puedes ir porque estás en tratamiento, y la culpa es del pobre doctor que tan solo te había dicho lo que por su experiencia sabía. Nunca una certeza.

Por suerte yo no contraté un crucero. Yo quise creer que podría ir a la piscina en agosto, con lo que imaginé que podría ir todos los días y disfrutar de nadar y tumbarme a la sombra a leer, pero esto último suele ser imposible con MiniP, y lo primero resultó no ser cierto. No tuve cuerpo para ir a la piscina nada más que un par de veces, y ya casi a finales de mes.

Pero debo tener pensamiento positivo: ya ha pasado un mes de los tres de espera. Ahora solo me quedan sesenta días que tachar del calendario para saber si esto por fin se ha terminado o todavía nos queda algún fleco que cortar. No quiero pensarlo. 

Pero y si…

No quiero pensarlo. Me taparé los oídos y cantaré muy fuerte cuando me venga algún pensamiento de esos. 

¡La la la laaaaaa!

viernes, 8 de septiembre de 2017

Mamá en apuros: El día que me hice pis




A veces no soy consciente de todo por lo que he pasado. Me han dado un tratamiento de quimioterapia y radioterapia externa. Y además he tenido 5 sesiones de radioterapia interna. Aparentemente estoy bien. Tengo buena cara, me muevo razonablemente bien (aún sigo lenta, pero eso lo noto yo por ser yo) y en general, tengo buen tono. Pero por dentro debo de estar un pelín afectada.

Hoy me he dado cuenta de eso, y no ha sido una experiencia feliz. Pero como hay dos formas de tomarse la vida, en lugar de llorar y patalear, me lo pienso tomar con humor. ¿Qué sería de la vida sin humor?

Por cierto que en el fondo me da un poco por saco eso de tener buena cara, porque cuando la gente me ve, es lo primero que me dice: “qué buena cara tienes”, a veces con un tono como diciendo: “no puede ser verdad que estés enferma”. De modo que en el fondo me siento un poco impostora. Luego me da un dolor en los bajos, o en las piernas, y se me pasa, claro.

Como soy un culo inquieto, ahora que he recuperado parte de mis energías, quiero recuperar más. Y las piernas me duelen una barbaridad, pero he probado de todo: si estoy sentada con las piernas en alto, me duelen. Si estoy sentada con las piernas en el suelo también me duelen. Y si voy a andar para moverlas, también me duelen. Se lo dije a la doctora y me dijo que me venía bien andar. Y yo ya había llegado a la conclusión de que, si me iban a doler igual, por lo menos me movía, y así dejaba de dolerme la espalda.

Así que llevo ya una semana saliendo a andar de manera rutinaria. El problema que tengo es que aún no hay cole, y tengo a MiniP en casa, por eso decidí llevármela.

Por el tema de la velocidad no me preocupa, porque tal y como voy yo, ella va más deprisa que yo. Pero es que es una pequeña petarda. No hace más que quejarse.

El primer día la llevé andando. Fui a un parque cercano (está más o menos a un kilómetro de casa), que tiene un circuito circular de unos 900 metros. Quería dar tres vueltas y volver a casa, pero aún no habíamos terminado la primera vuelta cuando ya estaba preguntando si nos íbamos a casa. Al final la dejé jugando en unos columpios y yo dando vueltas cortas para no perderla de vista. Desventajas de ser una madre histérica.

El segundo día (dejando uno de descanso entre medias, que no fui capaz de sacarla de casa), la llevé con el patinete. Al menos aguantaría un poco más. Ese día fue mejor, porque el circuito tiene una bajada larga, por la que se dejó caer, y luego le quité parte de la subida dejándola cruzar al otro lado del circuito por el césped. Hacía calor, y los aspersores estaban conectados, por lo que la dejé jugar un poco con el agua. Ese día se lo pasó bien.

Hemos salido algunos días más, con el patinete, pero me volvió a protestar y no pude hacerlo tranquila. Pero tuve suerte y bajaron las temperaturas.

A la semana siguiente decidí cambiar de circuito. Hay un parque regional cercano, con un paseo, también circular, de unos 4 km, así que allí que nos aventuramos. Y todo fue mejor, pero para mi desgracia estuvimos parando cada dos por tres para coger moras. La parte positiva es que llegamos a casa con un botín muy rico…


Aprovechando que los suegros se quedan una semana entera en la casa de la sierra, decidimos traer a la peque para que les entretenga, y así que tuviera unos días “de vacaciones”. Ella, y nosotros. Que la echaremos mucho de menos, pero de vez en cuando un descanso nunca viene mal.

Aproveché que la llevaba a la sierra para salir a caminar por allí, yo sola. Por fin. Me puse mi música, pulsé el reloj, y me dispuse a andar una hora, más o menos, a mi ritmo. Lenta, pero sin protestas ni parones inesperados.

Como mi forma física es la que es, decidí andar media hora por el camino, y cuando cumpliera el tiempo, darme la vuelta. Así me aseguraba estar el tiempo estipulado. Comencé a andar, y ya paré un par de veces para hacer unas fotos. Pensé con fastidio que ahora no era MiniP la que me hacía parar. Pero no lo puedo evitar, cuando camino por senderos de la sierra me gusta tanto el paisaje que tengo que sacar la cámara…

Casi hacía la media hora, y me estaba meando. No creía que fuera posible aguantar hasta el final, eso suponía otra media hora. Para cuando quisiera llegar a casa me habrían estallado los riñones. Pero no había problema, en la mochila llevaba el Gogirl, del que no me suelo separar.
Te hablo del gogirl aquí


Justo había una zona de árboles cumpliendo el tiempo justo para darme la vuelta, así que allí busqué un lugar discreto para ponerme a hacer pis. Saqué el embudito, me lo coloqué y solté el esfínter. Un gran chorro salió disparado.

Pero.

El problema es que soy torpe por naturaleza, me va en estos genes que, para su desgracia, MiniP ha heredado, y pese a que llevo utilizando el Gogirl bastante tiempo, a veces no lo utilizo bien. Y esta fue una de esas veces.

Noté que se estaba escapando líquido por la parte de atrás del embudo. Bueno, corté el pis (que sí, que ya sé que no es sano, pero solo lo hago en contadas ocasiones, y porque no me queda más remedio), me lo quité y me lo volví a colocar. Pero antes de poder volver a colocarlo sentí que la orina que se suponía que estaba reteniendo no se estaba reteniendo para nada. Deprisa volví a colocar el embudo en su sitio, terminé de vaciar la vejiga, y me limpié.

Pude comprobar, con consternación, que me había manchado las bragas enteras. Y aún me quedaba media hora de vuelta. Tuve un instante de vergüenza, y de preocupación. Y luego resolví: no pasa nada. Solo es otro efecto secundario.

Me han metido unos cables por la vagina cinco veces, y esos cables han llevado radiación hasta la zona. Creo que perder firmeza en el suelo pélvico es el menor de mis males. Siempre lo puedo recuperar. Espero.

¡Kegel, yo te invoco!

¡Hipopresivos, venid a mí!

A dios (con minúscula, sí) pongo por testigo que no volveré a hacerme pis encima.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Mamá en apuros: La braquiterapia




La braquiterapia es un tipo de radiación, pero en lugar de dártela externamente, se da internamente. Es decir, desde dentro. Es decir, en mi caso, desde la vagina. Y un poco más allá, puesto que llegaban a introducirme el implante hasta el útero.

Sabiendo lo que era, como lo sabía, porque el doctor se había encargado de explicármelo todo con pelos y señales, tenía claro que no iba a ser agradable. Pero había decidido afrontarlo con valentía y honor, como la media maratón, o mejor, como un entreno cualquiera en el que no hubiera podido con las piernas, o con el cansancio. Afrontarlo con humor. Pero la primera experiencia no fue muy buena, y mi cabeza, que funciona como funciona, la ha convertido en una pequeña historia de terror.

De modo que si has llegado hasta aquí para saber lo que es una braquiterapia porque te van a tener que dar alguna próximamente, mejor no sigas leyendo. Creo que no puedo servirte de ayuda. 

Eso sí, tened en cuenta que en todo momento tanto el doctor como las enfermeras se portaron de manera ejemplar conmigo. Fueron atentos y amables. Ellos y ellas no tienen la culpa de haber sido unos carniceros salvajes por un día. En mi cabeza, digo.

Pero no sé cómo le puedo reprochar nada a mi cerebro. Lo tenía todo a favor: había leído mucha novela de terror (casi toda de Stephen King, aunque no exclusivamente) y la consulta la tenía en la planta sótano del hospital.

La planta sótano. A ver, que levante la mano quien no haya visto/leído/escuchado una historia de terror que comenzara en el sótano de un hospital. Preferiblemente abandonado, claro, pero eso son detalles menores.
Así me lo imaginaba yo. Afortunadamente la sanidad pública está un poquito mejor que esto.


Tenía que estar allí a las 9:30 am en ayunas. Nada bueno pasa estando en ayunas, ya debería haber sospechado entonces. Bajé las escaleras puntual, y allí estaba el equipo médico que se iba a ocupar de mí, conspirando frente a las puertas del lugar de tortura.

Vale, puede que solo estuvieran hablando, dándose los buenos días y comentando la jornada que tenían por delante, pero para mi imaginación estaban conspirando. Y, además, se les puso una sonrisa maléfica al verme. El doctor hasta se frotó las manos.

Según caminaba hacia ellos las luces del techo empezaron a fallar una por una, la oscuridad nos envolvió y las paredes comenzaron a sudar sangre. Y eso lo pude ver sin luz porque no ocurrió en absoluto, claro. Me lo iba imaginando según daba los pasos.

Me hicieron pasar enseguida. La sonrisa de las enfermeras, apaciguadora, contrastaba con mi sonrisa tensa y mi mirada de desconfianza. Me hicieron desnudar y me subieron al potro de tortura. Y eso sí que no fue mi imaginación, lo siento pero la camilla ginecológica es un potro de tortura.

Me colocaron las piernas en los apoyos, y una enfermera me cogió una vía en el brazo derecho mientras que otra me tomaba la tensión en el izquierdo. La que me ayudó a colocar las piernas procedió a limpiarme la zona pélvica, con un líquido que, he de decir, estaba muy frío.

Miré a un lado y a otro. Estaba rodeada. Si hubiera querido escapar me habría resultado imposible. La luz del techo tembló y se escuchó una risa diabólica. Vale, me ha dado por lo de la luz, pero no, deben de tener los recibos al día porque no falló para nada.

Para que no protestara, o escapara, o les apuñalara con la aguja de la vía (que en realidad no es una aguja, sino un tubito de plástico con el que poco hubiera hecho), me sedaron. La anestesista me dijo que me iba a marear un poco, y apenas noté el mareo se me fundió todo en negro. Fue el momento más feliz del día.

Oí que me llamaban, pero pensé que no pasaba nada si me hacía un poco más la dormida. Pero no coló. Siguieron llamándome, y utilizando mi nombre completo, con el María incluído, para hacer más daño. Cuando ya se hacía evidente que estaba fingiendo, decidí contestar.

En lugar del “qué” de mala gana que me habría gustado soltar, tan solo pude articular con un hilo de voz si ya habían terminado. 

-Esta fase sí. Todo ha ido bien.

Me trasladaron de camilla y me llevaron a otra sala para verme por dentro: un tac les diría si el implante estaba bien colocado o si me habían perforado algo como les hubiera gustado (por la cosa de la malignidad y el gusto por la sangre). 

Todo correcto, de vuelta a la sala de tortura.

Solo que no a la misma sala. Me metieron en otra que tenía puerta de plomo para que nadie escuchara mis gritos cuando decidieran acabar conmigo. También me dieron drogas, para que no me quejara. Y una enfermera salió a la sala de espera para traerme el móvil, que lo tenía Papá en Apuros. Jamás había visto tanta maldad junta. 

En la habitación me tuvieron unos tres años, más o menos. Tumbada en una camilla, con los pies apoyados en un rectángulo de gomaespuma medio rígido, cuyo objetivo era que mantuviera las piernas separadas, y sin poder moverme. Debajo del culo, para que sufriera, me habían puesto una placa rígida. Al cabo de un rato me dolía la rabadilla y se me empezó a dormir el culo. Pedí más drogas. Las trajeron. Me siguió doliendo la rabadilla y además del culo, se me durmieron las piernas. Me intenté entretener con lo que me descargué de Netflix, pero mi mente contaba los segundos que quedaban para terminar con la tortura.

Cuando pensaba que no podría más (estiraron mi agonía todo lo que pudieron los muy canallas), llegó una persona, me conectó unos cables a otros que salían de mi cuerpo (adivinad desde qué parte), y se fue. Levanté la cabeza y vi los cables. La volví a bajar, impresionada. Parecían los tentáculos de un alien. Ay, por favor, con el asco que me da la escena esa en la que el alien sale de dentro de aquel pobre hombre…

Conectaron. Lo supe porque habían cerrado la puerta de plomo y aquello empezó a hacer ruido, y los cables se movieron como si algo estuviera circulando por ellos (posiblemente, y digo solo posiblemente, fuera la radiación necesaria para acabar con Voldemort, pero eso quizá en el plano de la realidad). Después de unos diez minutos eso dejó de moverse (¿el alien había muerto?), y la puerta se abrió. Hacía más ruido que la del castillo de Drácula.

Llego la misma persona que me había puesto los cables para quitarlos, acompañada del doctor y de varias enfermeras. Me desconectaron todo lo que tenía conectado (los cables, la vía, la sonda), y el doctor empezó a sacar cosas de mi vagina.

Y como si de un mago se tratara, empezó a tirar de una gasa. Y siguió tirando. Y siguió. Aquella era la gasa infinita, era como el truco de los pañuelos anudados. Cuando por fin salió del todo, vi al doctor fruncir el ceño.
Los instrumentos de tortura


-Uf, se ha quedado muy adentro.

-¿El qué? –Pregunté alarmada. ¿Acaso podían caber más cosas? ¡Mi vagina es limitada!

-Queda una gasa y un colposcopio.

A saber qué era eso. Te pones en manos de los médicos y te meten cualquier cosa.

De hecho ese doctor en concreto me estaba metiendo la mano hasta el fondo. Si se esforzaba un pelín más me podría tocar la campanilla. Un poco más, un poco más, uy, casi.

-No llego.

El muy cabrón.

-Te voy a tener que mirar en la camilla ginecológica.

Así que nada, me tuve que levantar, ir caminando hacia el potro de tortura, y una vez allí colocarme con las piernas en los soportes, bien abierta.

El doctor se asomó y la luz bajó, dejando iluminada tan solo la parte de sus ojos, que se medio cerraron en una expresión de maldad absoluta. Se escuchó una risa diabólica con voz cavernosa.

Pero no me dio tiempo a preguntar de dónde venía. El doctor metió la mano y su brazo entero dentro de mí. Y esto no es exageración por las drogas. Bueno, puede que sí. Pero le sentí hurgar en mi vagina, intentando cazar algo. Juraría que le vi sacar la lengua por una de las comisuras de la boca, como hago yo cuando me concentro en algo. Cuando ya creía que no podría más y que me iban a salir sus dedos por la boca, el doctor cantó eureka.

Sacó una cosa que recogió la enfermera. Ni siquiera la vi. Creía que me podría levantar, pero él volvió a meter su mano dentro. Faltaba otra gasa.

Mientras me hurgaba y me hacía el mayor daño que me ha hecho nadie jamás en mi historia personal (y mira que he tenido una hija y se me fue la epidural mientras me cosían, y además me he partido un brazo, y una vez de pequeña me caí por las escaleras y me di en la cabeza con el asa de una botella de butano), me iba explicando que normalmente ponían solo una venda, pero que en mi caso habían puesto dos porque tenía la vagina muy larga.

Iba a protestar, pero por fin atrapó la gasa y la sacó, de nuevo con el truco de los pañuelos anudados. Una vez que dejó la gasa en el cuenco que tenía la enfermera preparado, volvió a repetir lo de la vagina larga y se fue.

Yo me quedé pasmada, dolorida y enfadada. 

Ni que fuera mi culpa que mi vagina fuera así de larga. Los tíos se pelean por ver quien tiene el pene más largo y nadie se lo echa en cara… 

Me vestí, y salí en silencio. Fuera me esperaban los agentes de FBI que me habían rescatado en el último minuto de las garras de un asesino en serie. Los focos iluminaban el sótano del hospital abandonado donde me habían tenido presa, y gracias a ellos pude comprobar que las manchas de la pared efectivamente eran de sangre…

Papá en Apuros me abrazó y yo no pude evitar las lágrimas. No había sido una historia de terror de verdad, pero realmente se le había parecido mucho.

Esa fue la primera de cinco sesiones. Afortunadamente fue la peor. La última de ella fue casi como un paseo. 



Y aunque quizá no fue para tanto, me alegro mucho de haberlo dejado atrás.