Hoy voy a
hablar de cosas de chicas. Creo que no me leen muchos chicos, y si me leen no
pasa nada, porque afortunadamente ya no estamos en los tiempos de María
Castaña, y ahora se puede hablar de estas cosas. Supongo que aún habrá risitas
tontas en algún contexto, pero eso es inherente al ser humano. Desde las
cavernas resuenan las risitas tontas cuando se habla de ciertas cosas: sexo,
menstruación, y… básicamente más sexo.
Hoy voy a
hablar de mi amiga la roja, de los bolcheviques, del período, de a qué huelen
las nubes… Lo que comúnmente se conoce como regla. O, más científicamente,
menstruación.
Pero no os
asustéis, que no me voy a poner aquí a explicar en qué consiste. Aunque me lo
sé bien. Hace como unos mil quinientos millones de años, unas amables señoritas
vinieron al cole a darnos una charla sobre la menstruación y en qué consistía.
Enviadas por una conocida marca de productos de higiene (no solo femenina),
después de darnos la conferencia repartieron a las chicas unas muestras del
producto en cuestión.
Yo por aquel
entonces aún era niña. Aún no me había convertido en mujer. No había tenido mi
menarquia. Que no me había venido la regla por primera vez, vaya. Hay tantas
maneras de decirlo. Y es que cuando un tema es tabú enseguida aparecen miles y
miles de maneras de hacer referencia a él, algunos más sutiles que otros.
El caso es que
yo estaba como loca con mis tampones (que es lo que nos regalaron las
señoritas), y deseando que me llegara la regla. Pobrecita yo, qué inocente era.
Quería ser mayor a toda costa, y no me di cuenta de que luego no me abandonaría
mes tras mes, con la excepción del embarazo, durante el que tuve otro tipo de
molestias. Y que no solo es el engorro de la sangre, son las hormonas haciendo
montañas rusas con tus emociones: que si ahora muerdo o ahora lloro. Si
volviera atrás cogería a esa niña escuchimizada (increíble pero cierto) y la
zarandearía hasta que me hiciera caso. Dos cosas le diría: no quieras crecer
tan rápido y por el amor de dios no comas tantas chucherías que se te va a
poner el culo como una mesa camilla.
Y llegó el
día. Una mañana me levanté, fui al servicio y me encontré el pastel. Mi madre,
muy pragmática ella, me plantó una compresa y me mandó al colegio. Que digo yo,
ya que era mi primera regla me podría haber dejado en casa, ¿no? Como un premio
de consolación. Pero no. Allá que fui, con mis vaqueros, mi compresa, mi regla,
y mi paranoia. Porque yo notaba el emplasto gigantesco entre las piernas, cual
pañal para adolescentes, y no hacía más que preguntarle a mi amiga: ¿se me
nota?
Lo estuve
rumiando durante toda la mañana. Tenía localizados de sobra los tampones que
nos dieron de muestra (aunque ya hacía algún tiempo de ello, incluso creo que
fue en el curso anterior), y según llegué a casa cogí la muestra, agarré la
radio y me encerré en el baño. Puse música para relajarme y me coloqué el
tampón tal como indicaban las instrucciones. Desde entonces solo ha habido una
etapa de mi vida en la que no he usado tampones: en el post parto. Aunque eso
se merece una entrada aparte.
Y siempre me
he creído súper moderna. He tenido amigas que no iban a la piscina cuando
estaban menstruando. Porque utilizaban compresas y por un montón de mitos que
aún hoy día se siguen propagando, como que es malo mojarse. Parece increíble,
pero cuando yo era pequeña, a mi madre y a mis tías les decían que no se podían
duchar en esos días. ¡Qué horror! También he tenido que soportar miradas de
asombro y asco cuando contaba que usaba tampones sin aplicador. ¡Por favor, que
te tenías que meter el dedo (mano al pecho y bajada de voz) ahí! Como si fuera la cueva del lobo o
algo peor…
Un día, hará
un año o así, mi hermana pequeña (lo que es la vida), me descubrió la copa
menstrual. Ella enseguida se pasó a ella (de hecho lleva con ella dos años, uno más de lo que yo creía), pero yo tenía mis serias dudas. La
primera y más importante era que no me iba a gastar veinte eurazos para que
luego no me hiciera con ella. Pero al final me decidí porque lo veía todo
ventajas. Es más higiénico (no tiene peligro del Síndrome del Shock Tóxico), es
más ecológico porque evitas residuos, es mejor para el organismo porque al no absorber no reseca la zona y al ser reutilizable, es más barato. Y
esto fue lo que me decidió. Porque los tampones no son precisamente baratos,
no olvidemos que hasta hace dos días eran considerados artículo de lujo (como todos sabemos los
utilizamos por gusto y pijería) y se le aplicaba un 21% de IVA (ahora cotizan un 10%, como las entradas del
fútbol pero eso es otro tema). Al final encontré una muy
barata en una conocídisima cadena de hipermercados francesa. Por 9 euros me
arriesgué a intentarlo.
Y ahí estaba
yo, 23 años después (he hecho el cálculo y casi me da algo de la impresión), en
mi cuarto de baño con música para relajarme y un nuevo producto de higiene
femenina a probar. Me sentí, de nuevo, torpe e insegura y tuve que hacer tres
intentos hasta que quedó colocado de manera medio decente. Aviso a navegantes:
si eres de las que le daban asquito meterse el dedo para colocarse el tampón
mejor ni te acerques a la copa menstrual. Tres dedos fueron necesarios para
dejarlo colocado. Tres. A la vez. Pero eso no fue lo peor, no. Lo peor fue
quitármela.
Cuando ya
habían pasado unas horas fui a quitarme la copa. Y ahí empezó el horror, la
pesadilla. No encontraba el palito de la copa. Ya no el palito, la copa entera.
El pánico me invadió y ya me veía yendo a urgencias a que me quitaran aquello,
que vete a saber dónde se había metido, organismo adentro. Cuando estaba a
punto de enviar una sonda, lo encontré. Parte del pánico se diluyó, pero no
todo porque lo tocaba pero no era capaz de sacarlo. Se había subido bastante y
además se había torcido, y estuve un rato jugando al gato y al ratón con el
palito de la copa. Finalmente se me ocurrió (se me encendió una bombilla de
repente) que podría bajarlo con los músculos de la vagina y, efectivamente,
funcionó. Después de un rato largo (creo que estuve una media hora), por fin me
había quitado la copa.
Otra persona
se podría haber amilanado, pero yo soy una inconsciente valiente y
después de lavarla, me la volví a poner. Ya llevo varias menstruaciones con
ella (tres o cuatro), y aunque aún tengo algunos problemas, la verdad es que me
gusta la comodidad que supone, y la limpieza.
Lo que aún no
se me ha pasado es la sensación de inseguridad que tengo, tanto cuando me la
pongo, como mientras la llevo puesta. Cada visita al baño es una incógnita.
¿Habrá aguantado en su sitio? ¿Tendré los restos de un asesinato en mis bragas?
Esto le da un punto de emoción a mi aburridísima vida de madre trabajadora…