Decidí que me tenía que cortar el pelo. Sí, porque soy así. Las esperas me matan y tenía que hacer algo. Y de lo poco que tenía en mis manos cambiar era eso.
Es verdad que aún no sabía (y a estas alturas aún no lo sé con certeza*) si se me caería el pelo o no, porque aún ignoraba el tratamiento. Tan solo estaba esperando a que me llamaran para la dichosa operación, que me tenía el corazón en un puño. Pero me veía en el espejo, con la melena (media melena, que nunca he soportado el pelo largo) y pensaba en cómo estaría calva. Y pensaba que qué lástima de pelo, que se me caería a mechones. Mechones largos con ese color naranja raro que se me había quedado tras la última teñida.
Y claro, lo que no iba a hacer era teñirme de nuevo para que en un tiempo indeterminado (todavía no me habían operado, así que no sabía cuánto tardaría en comenzar el tratamiento) me dieran la quimioterapia y se cayera. Que está la vida muy cara, oigan, como para ir tirando tinte así como así.
El caso es que no era capaz de soportar el pelo largo. Quería corto y ya.
Llamé a la peluquera que me lo cortó y tintó la última vez, con la que quedé muy contenta (mis problemas con las peluquerías darían para otra serie de post), pero mi gozo en un pozo. La iluminación divina y la decisión me vinieron en plena Semana Santa y ella estaba de vacaciones. Me tocaría esperar. Ya soy una experta en esperar.
Tampoco es que esperara demasiado, era tan solo una semana. A mi se me hizo un poco larga, con coleta todos los días, ya sin saber qué hacer con el pelo que se me iba a la cara… Pero llegó de nuevo el cole, se acabaron las vacaciones, la peluquera volvió y me cortó el pelo.
Como es una mamá de un compañero de clase de MiniP me llevó a su casa un día tras dejar a los niños en el colegio. Me cortó el pelo de forma espectacular, y entre pitos y flautas nos dieron las doce largas. Bajamos a la calle y la invité a tomar algo, por las molestias (estuvo un buen rato rebajando y mirando con cara de experta, y volviendo a rebajar. Se tomó su tiempo y se nota en el resultado) y porque me apetecía. Nos fuimos a una terraza.
Estando allí con ella, haciendo tiempo ya para recoger a los peques me llamaron. Número largo: hospitales.
Efectivamente, la llamada era para decirme que me operarían el jueves de la semana siguiente.
No me puse a correr dando vueltas y gritando como pollo sin cabeza porque estaba en un lugar público y en compañía de otra mamá. Me dio miedo que le diera por llamar a servicios sociales o algo, alegando que MiniP tenía una madre que no estaba en sus cabales (y no lo está, pero guardadme el secreto).
La semana de espera de la operación fue algo mejor que la primera que tuve que esperar los resultados de la resonancia y el tac, pero no mucho mejor. Qué ansiedad, qué paranoia. Lo bueno es que el recién estrenado corte de pelo me encantaba y me veía muy bien cuando me miraba al espejo.
Solo he pasado por quirófano una vez en mi vida y fue de urgencia. Además, tenía 13 años, y me dolía tanto que me hubiera abierto yo misma si me hubieran dejado el bisturí. Fue apendicitis, y apenas estuve dos días en el hospital. Eso sí, la cicatriz me quedó para los restos, pero es pequeña.
El caso es que lo recuerdo entre nebulosas. Tengo recuerdos muy vívidos de entonces (de como los enfermeros mataban mosquitos con las gomas que te ponen en los brazos cuando te sacaban sangre, en plan tirachinas. Era Málaga y era verano), pero no tuve poder de decisión. Cuando me quise dar cuenta ya estaba lista.
Ahora tenía una fecha, tenía más miedo, y tenía un cuarto de siglo más. Y debo decir que ya no soy tan intrépida como lo solía ser…
Llegó el día, casi ni dormí la noche anterior. Tenía que estar en el hospital a las siete de la mañana. ¿En serio? ¿No podía ser un poco antes? Me tuve que levantar a las cinco (¡LAS CINCO DE LA MAÑANA!) para prepararme, ducharme tal como me recomendaban en los papeles del hospital y llegar a tiempo.
Cuando llegamos nevaba. ¡En abril! No supe muy bien si tomármelo como un buen presagio o como uno malo. Estaba tan nerviosa que no me decidía.
Esperamos a que abrieran la recepción, y tuvimos que esperar a una auxiliar que nos llevó a la habitación. Allí me indicaron que me pusiera la bata y que en breve irían a buscarme. Iba a tener suerte, pues no tendría que esperar mucho.
La verdad es que fueron muy amables conmigo en todo momento, luego llegó otra auxiliar, ya mayor, que me estuvo contando cosas a tener en cuenta durante el ingreso, como el número de teléfono, y cómo funcionaba la televisión, etc. Pero la cortaron enseguida, vino otra compañera suya y me dijo que me metiera en la cama que venían a por mi.
Efectivamente, llegaron enseguida.
Respiré hondo. Me despedí de Papá en Apuros con un beso y me metieron para la zona restringida. Allí me aparcaron en una estancia donde preparan a los pacientes para quirófano y me dejaron sola. No por mucho. En todo momento iban y venían enfermeras y enfermeros, anestesistas, doctores… Vino la enfermera que se iba a ocupar de mi dentro y se presentó. Todos muy amables y cariñosos. También vino uno de los cirujanos que me iba a intervenir. Creo que no escogió mi mejor momento para conocerme.
Porque sí, mucho cariño y mucho amor, que me hizo sentir muy bien, pero todas aquellas personas que se acercaron a mí me preguntaron: ¿estás nerviosa?
Mala pregunta.
Muy, muy mala pregunta.
Andaba yo luchando contra mi psique, contra mis paranoias, pero estaba perdiendo la batalla. Me acordé de mi amiga E., que pasó por una operación similar hace poco y me dijo: hagas lo que hagas, no pienses en tu hija. Y, claro, no tuve otra opción que pensar en MiniP. Y ahí, ya, me hundí. No podía parar de llorar. Afortunadamente fue un llanto silencioso, las lágrimas caían por mis mejillas y algo de goteo por la nariz pero nada escandaloso. Además, intentaba por todos los medios atajarlo, pero cada vez que venía una enfermera y me hacía la dichosa pregunta, yo que soy muy sincera, respondía: “mucho”, y me echaba a llorar. Porque tan solo admitir los nervios ya abrían las compuertas al llanto.
Decidí pensar en mi media maratón. En las cuestas arriba y en cómo las subí. Me dije a mi misma que estaba en una cuesta arriba, que tan solo tenía que poner un pie detrás de otro, de puntillas tal como me dijo L. (@reto21k) y mucha concentración. Y funcionó. Hasta que venía alguien y me preguntaba si estaba nerviosa.
Llegó la anestesista. Me hizo abrir la boca. No sé qué extraña obsesión tienen las anestesistas de mirarte la boca, pero la que me vio en consulta con las pruebas también me lo hizo. Ella no me lo preguntó, directamente afirmó que me veía muy nerviosa. Y a continuación dijo las palabras más maravillosas que había escuchado desde que entré en la zona de quirófanos: “Te voy a poner algo para que estés más tranquila”.
Se fue a por una jeringuilla, vino con ella y me miró la mano, buscando la vía. Me he ahorrado la historia de terror para ponerme la vía, tan solo diré que llevaba un vendaje en el dorso de la mano, con su dolor lacerante incluido (todos los vendajes suelen llevar su dolor lacerante incorporado), y la vía en la muñeca. Allí se dirigió la anestesista con su jeringa, me inyectó el líquido, que refrescó la vena, y antes de marcharse me advirtió que me marearía un poco, que era normal.
Efectivamente, a los cinco segundo exactos (tenía un reloj en la pared de enfrente, y a falta de algo mejor que hacer…) comencé a marearme y pensé: “uy, pues era verdad, me estoy mareando”. Y el mundo se fundió en negro. No recuerdo nada más.
Me desperté de forma muy suave, tenía a una chica joven y muy guapa junto a mi, acariciándome el brazo. Me sonrió y me preguntó qué tal estaba. La verdad, no supe qué responder.
Por lo menos ya no estaba nerviosa ni tenía ganas de llorar.
— Estoy bien.
*Ya sé que me van a tratar con quimio, aunque va a ser de la floja y solo una vez a la semana. En principio no se tiene por qué caer el pelo, pero en estas cosas nunca se puede estar seguro, ¿no? Prefiero no pensar en términos de seguridad, por si acaso, y si no se cae, pues lo celebraremos.