viernes, 26 de mayo de 2017

Mamá en Apuros: la operación



Decidí que me tenía que cortar el pelo. Sí, porque soy así. Las esperas me matan y tenía que hacer algo. Y de lo poco que tenía en mis manos cambiar era eso.

Es verdad que aún no sabía (y a estas alturas aún no lo sé con certeza*) si se me caería el pelo o no, porque aún ignoraba el tratamiento. Tan solo estaba esperando a que me llamaran para la dichosa operación, que me tenía el corazón en un puño. Pero me veía en el espejo, con la melena (media melena, que nunca he soportado el pelo largo) y pensaba en cómo estaría calva. Y pensaba que qué lástima de pelo, que se me caería a mechones. Mechones largos con ese color naranja raro que se me había quedado tras la última teñida. 

Y claro, lo que no iba a hacer era teñirme de nuevo para que en un tiempo indeterminado (todavía no me habían operado, así que no sabía cuánto tardaría en comenzar el tratamiento) me dieran la quimioterapia y se cayera. Que está la vida muy cara, oigan, como para ir tirando tinte así como así.

El caso es que no era capaz de soportar el pelo largo. Quería corto y ya. 

Llamé a la peluquera que me lo cortó y tintó la última vez, con la que quedé muy contenta (mis problemas con las peluquerías darían para otra serie de post), pero mi gozo en un pozo. La iluminación divina y la decisión me vinieron en plena Semana Santa y ella estaba de vacaciones. Me tocaría esperar. Ya soy una experta en esperar.

Tampoco es que esperara demasiado, era tan solo una semana. A mi se me hizo un poco larga, con coleta todos los días, ya sin saber qué hacer con el pelo que se me iba a la cara… Pero llegó de nuevo el cole, se acabaron las vacaciones, la peluquera volvió y me cortó el pelo.

Como es una mamá de un compañero de clase de MiniP me llevó a su casa un día tras dejar a los niños en el colegio. Me cortó el pelo de forma espectacular, y entre pitos y flautas nos dieron las doce largas. Bajamos a la calle y la invité a tomar algo, por las molestias (estuvo un buen rato rebajando y mirando con cara de experta, y volviendo a rebajar. Se tomó su tiempo y se nota en el resultado) y porque me apetecía. Nos fuimos a una terraza.

Estando allí con ella, haciendo tiempo ya para recoger a los peques me llamaron. Número largo: hospitales.

Efectivamente, la llamada era para decirme que me operarían el jueves de la semana siguiente.

No me puse a correr dando vueltas y gritando como pollo sin cabeza porque estaba en un lugar público y en compañía de otra mamá. Me dio miedo que le diera por llamar a servicios sociales o algo, alegando que MiniP tenía una madre que no estaba en sus cabales (y no lo está, pero guardadme el secreto). 

La semana de espera de la operación fue algo mejor que la primera que tuve que esperar los resultados de la resonancia y el tac, pero no mucho mejor. Qué ansiedad, qué paranoia. Lo bueno es que el recién estrenado corte de pelo me encantaba y me veía muy bien cuando me miraba al espejo.

Solo he pasado por quirófano una vez en mi vida y fue de urgencia. Además, tenía 13 años, y me dolía tanto que me hubiera abierto yo misma si me hubieran dejado el bisturí. Fue apendicitis, y apenas estuve dos días en el hospital. Eso sí, la cicatriz me quedó para los restos, pero es pequeña. 

El caso es que lo recuerdo entre nebulosas. Tengo recuerdos muy vívidos de entonces (de como los enfermeros mataban mosquitos con las gomas que te ponen en los brazos cuando te sacaban sangre, en plan tirachinas. Era Málaga y era verano), pero no tuve poder de decisión. Cuando me quise dar cuenta ya estaba lista.

Ahora tenía una fecha, tenía más miedo, y tenía un cuarto de siglo más. Y debo decir que ya no soy tan intrépida como lo solía ser…

Llegó el día, casi ni dormí la noche anterior. Tenía que estar en el hospital a las siete de la mañana. ¿En serio? ¿No podía ser un poco antes? Me tuve que levantar a las cinco (¡LAS CINCO DE LA MAÑANA!) para prepararme, ducharme tal como me recomendaban en los papeles del hospital y llegar a tiempo.

Cuando llegamos nevaba. ¡En abril! No supe muy bien si tomármelo como un buen presagio o como uno malo. Estaba tan nerviosa que no me decidía.

Esperamos a que abrieran la recepción, y tuvimos que esperar a una auxiliar que nos llevó a la habitación. Allí me indicaron que me pusiera la bata y que en breve irían a buscarme. Iba a tener suerte, pues no tendría que esperar mucho. 

La verdad es que fueron muy amables conmigo en todo momento, luego llegó otra auxiliar, ya mayor, que me estuvo contando cosas a tener en cuenta durante el ingreso, como el número de teléfono, y cómo funcionaba la televisión, etc. Pero la cortaron enseguida, vino otra compañera suya y me dijo que me metiera en la cama que venían a por mi. 

Efectivamente, llegaron enseguida.

Respiré hondo. Me despedí de Papá en Apuros con un beso y me metieron para la zona restringida. Allí me aparcaron en una estancia donde preparan a los pacientes para quirófano y me dejaron sola. No por mucho. En todo momento iban y venían enfermeras y enfermeros, anestesistas, doctores… Vino la enfermera que se iba a ocupar de mi dentro y se presentó. Todos muy amables y cariñosos. También vino uno de los cirujanos que me iba a intervenir. Creo que no escogió mi mejor momento para conocerme.

Porque sí, mucho cariño y mucho amor, que me hizo sentir muy bien, pero todas aquellas personas que se acercaron a mí me preguntaron: ¿estás nerviosa?

Mala pregunta. 

Muy, muy mala pregunta.

Andaba yo luchando contra mi psique, contra mis paranoias, pero estaba perdiendo la batalla. Me acordé de mi amiga E., que pasó por una operación similar hace poco y me dijo: hagas lo que hagas, no pienses en tu hija. Y, claro, no tuve otra opción que pensar en MiniP. Y ahí, ya, me hundí. No podía parar de llorar. Afortunadamente fue un llanto silencioso, las lágrimas caían por mis mejillas y algo de goteo por la nariz pero nada escandaloso. Además, intentaba por todos los medios atajarlo, pero cada vez que venía una enfermera y me hacía la dichosa pregunta, yo que soy muy sincera, respondía: “mucho”, y me echaba a llorar. Porque tan solo admitir los nervios ya abrían las compuertas al llanto. 

Decidí pensar en mi media maratón. En las cuestas arriba y en cómo las subí. Me dije a mi misma que estaba en una cuesta arriba, que tan solo tenía que poner un pie detrás de otro, de puntillas tal como me dijo L. (@reto21k) y mucha concentración. Y funcionó. Hasta que venía alguien y me preguntaba si estaba nerviosa.

Llegó la anestesista. Me hizo abrir la boca. No sé qué extraña obsesión tienen las anestesistas de mirarte la boca, pero la que me vio en consulta con las pruebas también me lo hizo. Ella no me lo preguntó, directamente afirmó que me veía muy nerviosa. Y a continuación dijo las palabras más maravillosas que había escuchado desde que entré en la zona de quirófanos: “Te voy a poner algo para que estés más tranquila”.

Se fue a por una jeringuilla, vino con ella y me miró la mano, buscando la vía. Me he ahorrado la historia de terror para ponerme la vía, tan solo diré que llevaba un vendaje en el dorso de la mano, con su dolor lacerante incluido (todos los vendajes suelen llevar su dolor lacerante incorporado), y la vía en la muñeca. Allí se dirigió la anestesista con su jeringa, me inyectó el líquido, que refrescó la vena, y antes de marcharse me advirtió que me marearía un poco, que era normal.

Efectivamente, a los cinco segundo exactos (tenía un reloj en la pared de enfrente, y a falta de algo mejor que hacer…) comencé a marearme y pensé: “uy, pues era verdad, me estoy mareando”. Y el mundo se fundió en negro. No recuerdo nada más.

Me desperté de forma muy suave, tenía a una chica joven y muy guapa junto a mi, acariciándome el brazo. Me sonrió y me preguntó qué tal estaba. La verdad, no supe qué responder. 

Por lo menos ya no estaba nerviosa ni tenía ganas de llorar.

— Estoy bien.




*Ya sé que me van a tratar con quimio, aunque va a ser de la floja y solo una vez a la semana. En principio no se tiene por qué caer el pelo, pero en estas cosas nunca se puede estar seguro, ¿no? Prefiero no pensar en términos de seguridad, por si acaso, y si no se cae, pues lo celebraremos.

viernes, 19 de mayo de 2017

Mamá en Apuros: El día de la familia




Como MiniP ya pasó a primero de primaria, hay muchas cosas que han cambiado con respecto al año pasado. Una de ellas es que ya no tenemos regalos del día de la madre ni del día del padre. En lugar de eso hacen el día de la familia.

Hay mucha controversia por este tema. Yo puedo entender la diversidad y el respeto hacia todo tipo de familias, de hecho educo a MiniP para que sepa que nuestro modelo (mamá, papá e hija) no es el único ni tiene por qué ser el “normal”, pero mentiría si dijera que no me molesta quedarme sin collar de macarrones en el día de la madre. Soy una materialista, lo sé.

Pero mandaron circular del cole que tal día se celebraría el día de la familia y que todo aquel o aquella que quisiera colaborar con una lectura de cuento, una manualidad o lo que se le ocurriera bienvenido sería. 

Al principio no le hice mucho caso porque como estaba recién operada (lo tengo pendiente de contar), y hasta arriba de calmantes pues no me apetecía mucho pensar. Y por apetecer se puede entender que me resultaba un poco imposible. Siempre he tenido mala cabeza, pero la falta de concentración que me da el enantium no es normal. Ahora, también es verdad que así soy mucho más feliz, estilo Homer Simpson, que me pongo a imaginar mi país del chocolate y a dar saltitos por la calle pegando bocados a perros de chocolate… (Hummmm… Chocolaaaateeeee).



Pasados unos días (avisaron con mucho tiempo de antelación), volví a ver el papelito de la circular (lo pegué en la nevera, para recordarlo) y se me encendió una bombilla. ¿Por qué no les escribía un cuento en el que aparecieran los niños y niñas de la clase de MiniP? ¡Ja! Genial idea.

Hablé con la profesora de MiniP, y le dije que quería contar un cuento en el día de las familias, pero necesitaba saber si el evento era para una clase solo o para las dos. Le conté mi idea, pero es lo que le dije: no voy a contar un cuento para veinticinco niños y niñas y dejar a otros veinticinco con la cara como un poema porque a ellos no se les ha nombrado. Me dijo que lo consultaría con la otra profesora y que me diría algo.

Al día siguiente, al recoger a MiniP del colegio me llamaron las dos tutoras. Me acerqué a ellas con un nudo en la garganta: eran dos contra una y encima yo no estaba en mi mejor momento, operada como estaba. Pero no querían nada malo, tan solo proponerme una opción: ¿no podría incluir a los cincuenta niños y niñas en el cuento? En un arrebato de valentía acepté. Les pedí una lista con los nombres y una cualidad que más o menos les describiera y lo haría. La lista me la mandaron al día siguiente. Ya tenía todo lo que necesitaba para empezar.

Eso fue un martes, y tendría que leer el siguiente lunes. Tiempo de sobra para hacerlo.

Además, iba a hacer un poco de trampa, ya que tenía un cuento que escribí hace muchos años para el hijo de mi amiga, que leyó en su clase de la guardería (imaginad si hace años que el niño en cuestión está en el último curso del colegio), pero yo pensaba que sería quitar unos nombres y poner otros y no. Porque se me había olvidado que la primera versión era para niños más pequeños y porque tenía que meter a cincuenta niños en lugar de diecinueve. Pero sin miedo, yo podía con ello. Hasta con calmantes.

El miércoles busqué el cuento. Lo encontré.

El jueves estuve muy cansada todo el día y no pude encender el ordenador.

El viernes encendí el ordenador, pero para escribir el post de mamá en apuros que tocaba publicar ese mismo viernes. Siempre on the limits.

El sábado estábamos los tres en casa (papá, mamá y MiniP), y estuvimos procrastinando en familia. Ya sabéis, familia que procrastina unida permanece unida.

Imagen de aquí


El domingo me empecé a poner nerviosa. No había reescrito ni una sola palabra. Madre mía. Y la lectura sería el lunes. Más me valía ponerme las pilas.

Por la mañana no hice nada, salvo salir a dar un paseo.

Por la tarde Papá en Apuros se llevó a MiniP con la bicicleta y aproveché para quedarme tranquila en casa y escribir el cuento. La verdad es que se me dio bien (es cierto que lo tenía escrito casi todo, pero añadí partes y tuve que incluir a los cincuenta niños), y casi había terminado cuando llegaron Papá en Apuros y MiniP del parque. Lo terminé, lo repasé y lo di por bueno.

Ya solo quedaba imprimirlo.

Ups.

Resulta que el ordenador de mesa había decidido fallarnos un poco y no encender. Parece ser que es cosa del botón de encendido. Pero es que, además, la impresora no tiene tinta. Aunque quisiera conectarla al portátil no imprimiría nada más que algunas líneas en negro (nota mental: comprar tinta de impresora). Bueno, no pasa nada, lo llevo a una copistería antes de subir a la clase y punto. Miré por internet el horario y resulta que la copistería abría a las diez. Yo había quedado con las profesoras que subiría a las 9:15. Mierda.

Plan B. Tenía que buscar un plan B, pero los calmantes no me dejaban discurrir. Fue Papá en Apuros quien me solucionó la papeleta.

— ¿Por qué no te llevas el portátil?

Ah, jolín, qué buena idea.

Pues me llevé el portátil.

Ese día Papá en Apuros no trabajaba por lo que pudo acompañarme. Subimos a la clase según se iba la fila y la profesora nos recibió con una gran sonrisa. A MiniP se le iluminó la cara al vernos a los dos allí (me sentí más que recompensada con eso), y todos sus compañeros se revolucionaron un poco.

Mientras venían los compañeros de la otra clase su profesora nos comentó que éramos los ÚNICOS padres que se habían ofrecido a hacer algo el día de la familia. Y no lo entendí. 

Porque, a ver, es verdad que no ha habido mucho feeling con las tutoras este año. Que ha habido muchos desencuentros y que no hemos (por ambas partes: padres y profesoras) conseguido un acercamiento real. Pero el día de la familia no era para contentar a las tutoras, sino para ilusionar a los peques. Tan solo ver la cara de ilusión que puso mi hija (y sus compañeros) cuando entramos en la clase merecía la pena cualquier esfuerzo que se hubiera hecho. Aunque, como he explicado arriba, mi esfuerzo se limitó al día anterior, pero puedo decir en mi descargo que vivo drogada.

Me pareció una pena que de cincuenta niños y niñas (¡50!) solo hubiéramos acudido la familia de una de ellas. Pero, aparte de la pena que me dio, de repente me cayó (porque yo quise echármela encima, todo hay que decirlo) una responsabilidad: que disfrutaran con el cuento.

Me cogí la silla de la profesora, ya que no aguanto mucho de pie, y menos con el ordenador en la mano, y encendí el ordenador. Busqué el pdf que había creado con el cuento, y como mi portátil es un convertible lo puse en modo tablet: la pantalla gira 360 grados y además es táctil. 

Me senté y comencé a leer. Los nervios se apoderaron de mi y al principio me temblaba la voz. Tuve que respirar hondo para procurar serenarme, porque estaba viendo que me desconcentraba y no acertaba con las palabras justas. Casi como un milagro lo conseguí, les conté el cuento entero y por lo que pareció les gustó mucho. 

Papá en Apuros me informó que cuando les decía su nombre se les iluminaba el rostro, y que se iban buscando unos a otros para decirse: “eres tú, tú”. 

Se abrió turno de preguntas y una de las niñas que estaban delante me preguntó, sorprendida: 

— ¿Cómo has hecho para doblar así el ordenador?

Sonreí y le dije:

— Es que es un ordenador especial.

MiniP nos dio el regalo que habían hecho para la familia (un puzle que había dibujado ella, que luego nos costó hacer porque como no le gusta mucho pintar había dejado casi todas las piezas en blanco, y un punto de libro), y la profesora nos premió a Papá en Apuros y a mi dejando que nos quedáramos un rato en la clase, viendo cómo trabajaban. Aceptamos encantados.

Con mucho, ha sido la experiencia más gratificante del año, con respecto al colegio. Casi les perdono que nos dejaran sin función de Navidad. Casi.

Aunque para el año que viene les voy a proponer que la función la hagan para mi sola (bueno, y para Papá en Apuros también, venga), ya que nadie se animó a participar en este día de la familia. 

En condiciones normales a lo mejor no sería tan mala, pero como puedo alegar enajenación mental a causa de los calmantes…

viernes, 12 de mayo de 2017

Mamá en apuros: Más pruebas médicas




Toda espera llega a su fin, y en el plazo no mayor de una semana me llamaron del otro hospital para que empezara el protocolo preoperatorio.

Lo primero fue una consulta en la que un doctor gris me estuvo explicando lo que me iban a hacer. Creo que debo explicar el color del doctor. He estado pensando mucho sobre cómo describirle, y creo que gris es el apelativo ideal para él. Entramos en la consulta Papá en Apuros y yo, nos sentamos y frente a nosotros nos encontramos a tres personas. El doctor que habló, otro chico algo más joven y una mujer, ignoro si los dos eran doctores o enfermeros. La mujer no me quitó ojo de encima, atenta a todas mis reacciones, cosa que, no lo voy a negar, me puso muy nerviosa. No es con la primera profesional de la medicina que me ocurre. Leen mi historial y como que les doy pena, o algo. El caso es que no me gusta. Decidí ignorar sus miradas y me centré en Doctor Gris. Por lo que me perdí el digno espectáculo de ver al otro chico luchando por no dormirse.

Y no me extraña.

El tono de voz del doctor era monocorde, tanto, que yo creo que se ganaría muy bien la vida grabando cintas para conciliar el sueño. Tienen la cura del insomnio al alcance de la mano y no han sabido verlo…

El caso es que me explicó la intervención de tal manera que no entendí más allá de lo imprescindible: me iban a abrir para sacar unos ganglios y ya. Incidió mucho en que no iban a tocar a Voldemort, y también incidió mucho, casi con inquina, en todo lo que se podría torcer en el quirófano.

Salí de la consulta con la sensación de haber estado dentro de la casa de los horrores. Me imaginé al doctor frotándose las manos mientras se relamía con gesto casi obsceno pensando en abrirme y hurgar en mis entrañas. Hasta que le pregunté si me operaba él, claro, que ahí la fantasía se vino abajo. No sería él quien me operaría, sino el jefe de cirugía. Como a las personas importantes. 

Mentiría si no dijera que suspiré de alivio. Un poco.

También salí de la consulta con las citas de todas las pruebas que me tendrían que hacer antes de operar. Llevaba medio Amazonas en la mano, de todas las que me tenían que hacer. Eran dos días: el primero tan solo un análisis de sangre; el segundo era toda una gymkhana por el hospital, con una placa de tórax, luego un electro, el anestesista, y con todo en la mano terminar viendo al Doctor Gris. Empezaba una cita a las once menos cuarto y la última a las dos de la tarde. Una mañana entretenida.

Al análisis de sangre fui sola. Fui sola por no mover a nadie, porque era un simple análisis y porque así podría leer en la espera. Pero no calculé que yendo sola no tenía a nadie a quien endiñarle todas mis cosas, por lo que cuando pasé al cubículo de los vampiros no encontré donde dejar la carpeta con los papeles, el libro y la mochila. Los apoyé en el suelo y extendí el brazo izquierdo. Soy diestra, y ya me ha pasado que si doy el derecho luego parezco una cosa tonta intentando coger las cosas dignamente e irme.

No es por presumir, pero tengo unas venas prodigiosas. Están a la vista antes incluso de que me coloquen la goma en el brazo. Podrían clavarme la aguja desde la puerta lanzándola como un dardo y no fallarían. También me gusta mirar, no me importa y apenas me duele. Pero debí pillar a la enfermera en un día malo, porque aparte de que apenas me saludó, me hizo daño cuando me pinchó. Luego me puso un algodón y me despidió con un: apriétate ahí cinco minutos, ¡siguiente!

Cogí mis cosas como pude, con un brazo tieso y el otro sujetando el algodón y salí de allí callándome lo que le quería decir. Encima me entraron ganas de ir al baño, y cuando digo ganas quiero decir necesidad imperiosa. No sé si tengo que explicar lo difícil que resulta ir al baño cuando tienes cuarenta cosas en las manos, y además has de apretar un algodón contra el interior del codo. Tan solo diré que Pepe Viyuela se debió inspirar en algo parecido para su sketch de la silla. Afortunadamente encontré la forma de salir del atolladero, me vestí, me lavé y me fui a desayunar. Que las ayunas a mi no me sientan nada bien.

Para la gymkhana se venía Papá en Apuros conmigo. Las pruebas no iban a ser horribles, pero sí largas, y así tendría compañía. Además, con Papá en Apuros no tengo problema, puedo leer tranquilamente. Él se cargó música y algún documental en el móvil. Los dos íbamos preparados para la espera.

Me levanté con un moratón en el brazo del tamaño de una fresa. Me acordé de la simpática de la enfermera que me pinchó, de la carpeta, el libro y la mochila, y de mis esfínteres, pues de todos ellos era la culpa del morado. Y dolía. Vale, no dolía mucho, pero a veces me gusta quejarme.

Llegamos temprano al hospital y acudimos al primer sitio: la placa. El hospital tiene una máquina expendedora, donde tienes que introducir tu tarjeta sanitaria y así los médicos saben que estás allí (el mío aún no lo tiene), es por eso que según llegamos a la sala de espera, casi con una hora de adelanto, apenas nos sentamos salió mi número por la pantalla. No me dio tiempo ni de abrir el libro cuando ya tenía que pasar.

La placa de tórax es una prueba tan común y tan sencilla que en diez minutos ya estaba fuera. El chico que me atendió me hizo las fotos de la policía: de perfil y de frente, con poca simpatía pero sí amabilidad.

Primera parada superada. Nos dirigimos a la segunda, no sin preguntar primero, porque más que un hospital parece aquello el laberinto de Teseo, y yo sin ovillo de lana que seguir. 

Para el electro tuvimos que esperar un rato más largo. Me dio tiempo a leer bastante, a mandar callar a Papá en Apuros para que me dejara leer, que no hacía más que insistir en que viera el documental con él, y hasta de preguntarme si no me habría equivocado de sitio. Pero conseguí dominar la impaciencia y la pantalla del ordenador me premió sacando mi turno. 

Llegué a la consulta y dije buenos días. La enfermera que allí había no me contestó. Estaba hablando con otra sobre dónde ubicarme (había varios cubículos) y qué hacer conmigo. Tan solo se dirigió a mi para indicarme, con un gesto del brazo, donde debía entrar y que me quitara la blusa. No me miró, no me saludó, ni siquiera una media sonrisa. Me puso los electrodos, y respondió a mis preguntas apenas con gruñidos. En todo momento de la prueba no dejó de tener un gesto como de asco, y de chasquear la lengua como si hubiera ido al hospital a molestarla. Tan solo recuerdo una experiencia así yendo a la mutua del trabajo, pero ahí ya es normal, vas porque eres una vaga que no quiere trabajar, claro… Cuando terminamos y me dio el resultado, me dijo que se lo entregara en mano a la anestesista. Y ya. Ni un hasta luego, ni un amago de sonrisa, ni siquiera me miró de soslayo. Me fui con un: “hasta luego, simpática”, por no mandarla a la mierda o ponerle una queja. 

Puedo entender que se tenga un mal día, pero volcar esos sentimientos en el paciente no lo entiendo. Ella no sabía porqué debía hacerme un electro, quizá no tenía por qué saberlo, pero desde luego me parece fatal que me tratara como si hubiera acudido allí por puro placer. 

El cabreo se me pasó cuando vi a la anestesista, de nuevo con poca espera. Antes de entrar con ella me hicieron pasar a la consulta de la enfermera para pesarme, tomarme la tensión y preguntarme por enfermedades graves. Esa enfermera ya suavizó mucho la experiencia pasada en el electro, pero la anestesista la borró por completo.

Me recibió con una gran sonrisa, estudió los resultados de mis pruebas, incluido el electro que le di y me hizo las preguntas de rigor.

— Pues esto ya está. Estás muy bien.

— Pues qué bien.

— Todas las pruebas están correctas. Estás… sana — dudó un poco antes de la palabra sana, pero la entendí. De hecho, me entró la risa.

— Ya, sana como una manzana — le dije— . Si no fuera por el tumor, claro…

Ella, lejos de ofenderse o tomárselo a mal, se rió también y lo corroboró:

— Sí, sana a excepción de eso, claro…

Cuando salimos de consulta seguí riéndome. Sana como una manzana.

Como una manzana con un tumor, claro.

Ya solo quedó visitar al Doctor Gris, que hizo un intento vano de explicarme más a fondo en qué iba a consistir la operación, y otro intento aún más vano de contestarme a todas las dudas. Por suerte tengo en mi familia a una doctora, cirujana también, a la que llamé para que me lo explicara en cristiano, y otra cosa no, pero la Prima L sabe hablar mi idioma. ¡Gracias Prima!

Salimos del hospital y miramos la hora: las doce y poco. Papá en Apuros y yo nos miramos, con los ojos muy abiertos. Esperábamos salir a las tres de la tarde como poco, pero resultó que se nos dio genial el día, y nos lo ventilamos antes de lo previsto. Ahora tocaba esperar, de nuevo, a que me llamaran con el día de la operación.

A esperar. 

Joder con esperar.

viernes, 5 de mayo de 2017

Mamá en apuros: El arte de saber esperar



Me dicen algunas personas que lo estoy llevando muy bien, todo el tema. Han llegado a decirme que soy todo un ejemplo. 

Esas personas me ven solo un rato al día, si no, no lo dirían.

Encajo mal los cumplidos, no sé por qué extraña razón, con lo que mola que te digan que vales mucho, pero es que encontrarme con que soy un ejemplo de algo me suena raro. 

¿Cómo voy a ser un ejemplo cuando pierdo los papeles frente al espejo y me echo a llorar? Hay momentos en los que me apetece revolcarme en la autocompasión, pero como eso de revolcarse suena a mancharse, me lo pienso mejor y lo dejo para otro momento, que no estoy yo como para poner lavadoras.

He de reconocer que mal, mal, tampoco lo estoy llevando. Pero ahora, claro. La primera semana fue horrible. Pero horribilus totalus.

Vas a la consulta y te dicen: tienes cáncer. Tras el impacto inicial, que sales con los papeles en la mano aturdida y con la sensación de irrealidad, ya puedes pararte a pensar. Vale, tengo cáncer, pero… ¿cuánto cáncer tengo exactamente? Porque no es lo mismo tener cuarto que cuarto y mitad…

En esa semana me hicieron las pruebas que ya he contado, y volví a la consulta apenas semana y media después. Pero esos entremedias estuvieron bien cargados de paranoias y llantos. Cada dolor que me daba pensaba que era el cáncer extendiéndose. Cada pinchazo, cada molestia. Cada amanecer era el último para mí. Con mi poca habitual tendencia al drama pensaba: ¿cuántos amaneceres me quedan? ¿Cuántos besos por dar, antes de que sea el último? 

Me faltaba el corsé y un pañuelo blanco que llevarme a la frente para ser la viva imagen de una dama en apuros. La dama de las camelias, pero sin tuberculosis. 

Aunque lo llevé bastante en secreto, pude escuchar el alivio de mi marido el día antes de la consulta. Por fin se acabaría la duda, y con la duda aniquilaríamos el drama. No hay nada como la certeza para ser prosaico. 

En la sala de espera era un saco de nervios. Llevé mi novela, para leer. ¡Ja! Para leer estaba yo. Y mira que tengo que estar mal para no poder dejarme llevar por la lectura. Me dediqué a jugar con la goma de la carpeta donde había empezado a guardar. La cogía con la uña, la tensaba un poco y la soltaba. El pequeño plop que hacía al volver a su sitio me entretenía. Una y otra vez: uña, tensar y soltar; uña, tensar y soltar. Me veía capaz de hacerlo hasta el infinito, pero no tuve que probar mi resistencia, ni la de Papá en Apuros, que ya me estaba empezando a mirar de reojo, porque me llamaron enseguida.

La doctora era distinta de la que me había visto la última vez. Pero estaba al tanto de mi caso. Era muy joven, morena, y me recibió con una gran sonrisa que me calmó un poco los nervios.

Nos hizo sentar, con algo menos de insistencia que la otra doctora, y comenzó con buenas noticias.

- Bueno, las pruebas muestran que tienes un tumor grande (esto ya lo sabía) en el cuello del útero, pero todo lo demás está correcto.

Como un globo de helio que se escapa antes de cerrarlo con un nudo, así salió todo el aire que había contenido sin darme cuenta. Pude ver que Papá en Apuros también respiró aliviado. Ambos relajamos nuestras posturas.

- Lo único - mierda, me volví a tensar - que los ganglios de la zona del cuello uterino parecen más grandes de lo normal, por lo que te tenemos que pedir una gangliodectomía de la zona paraórtica para comprobar si esos ganglios también están afectos. 

Debí poner cara de pez, porque la doctora me miró y me sonrió de nuevo. Me lo volvió a explicar, esta vez de forma más sencilla, más acorde con mi capacidad de atención, y lo entendí. Los ganglios linfáticos eran el objetivo. Si estaban afectados la zona de radiación sería más amplia, y la única manera de averiguarlo sería operando.

Vaya.

Yo que creía que me había librado de la cirugía. 

En la primera cita le ofrecí a la doctora mi útero, que me lo quitara entero, con cuello, con Voldemort y con lo que hiciera falta. Si le hacía ilusión le ponía un lazo. Pero no lo quiso. Llamó a Voldemort un tumor clínico, que se trataba solo con quimio y radio. Y yo ya me hice ilusiones.

A ver, que no me hace ilusión la quimio y la radio, pero librarse de un quirófano sí me daba algo más de vidilla. Y ahora me decían que no, que no me había librado.

Yo que creía que saldría de la consulta ya con la hoja de ruta del tratamiento, pudiendo así quitármelo de enmedio pronto, y no. Salía de la consulta con más incertidumbre, aunque de otro tipo, y con más espera. 

Tocaba esperar a que me llamaran de otro hospital, donde me habían derivado para la operación, para las citas previas, las pruebas preoperatorias y la fecha de la operación.

Esperar.

Me estoy volviendo una experta en el arte de saber esperar.

Salí al sol y respiré hondo. Por lo menos ya se me había pasado la paranoia y ya no me despedía de cada nube. Se acabó el drama. Bienvenida, paciencia.