Llegan las vacaciones, un período ansiado por todo el mundo. Para
descansar, para disfrutar, para hacer lo que a uno le venga en gana. O,
para ser más exactos, lo que nos dejen, porque para una mamá en apuros
como yo las vacaciones son para que la peque disfrute,
independientemente de que lo hagamos los mayores o no.
Una semana al año salimos fuera. Solemos ir a algún sitio de playa, pero antes de tener a la peque, buscábamos hoteles con piscina porque la playa la pisábamos apenas diez minutos. No teníamos ni sombrilla, ni sillas, ni ningún aparejo playero por excelencia. NO NOS GUSTA LA PLAYA. Y lo digo así, con mayúsculas y sin taparme los ojos para que no se me reconozca. El plural nos incluye a mi y a papá en apuros.
Pero la cosa cambió cuando tuvimos a MiniP. El primer año, de bebé, nos libramos porque nació a finales de agosto, y nos fuimos una semana en noviembre. Pero a partir de ahí todos los años ha tocado playa, y no me refiero a playa como un genérico que indica que voy a un lugar de costa aunque no me arrime a la arena ni aunque me peguen. Me refiero a que nos hemos comprado sillas, sombrilla, y hasta la tienda de campaña partida por la mitad que venden en Decathlon, y que, digamos la verdad, viene de lujo para echarse la siesta.
No sé qué tiene la arena que los mayores la aborrecemos pero los pequeños la adoran. Desde que la llevamos por primera vez con un añito recién cumplido (ese año fuimos en septiembre), hasta este mismo año que cumplirá los cuatro, a MiniP le ha perdido la arena.
Se reboza, hace agujeros, la pone en un cubo, la quita del cubo... Con las manos, con los pies, con las palas de plástico... Le encanta la arena. Y quiere compartir su alegría y alborozo con sus padres. Nosotros nos miramos, yo le enseño el libro que estoy leyendo y le digo: "muy bonito, cariño". Papá en apuros suele transigir y acaba haciendo castillos con ella, sentado en la arena. Soportando esos granitos del infierno que se cuelan por todos los sitios en los que encuentra hueco, y por donde no hay hueco, también.
Y luego, cuando toca irse, toca limpiar a la peque. Ella está tan feliz, rebozada como una croqueta, pasándote sus manos llenas de barro por tus piernas, tus brazos y hasta por tu cabeza, porque, qué le vamos a hacer, tengo una niña un tanto inquieta. Me la llevo, cogida por dos dedos, a la orilla de la playa, y le quito el bañador. De primeras sale como un kilo de arena comprimida y mojada del bañador. Y otro medio kilo repartido por todo el cuerpito de MiniP. No me quiero agachar mucho, porque ya estoy seca y no me quiero mojar el culo, pero eso a MiniP le importa poco y se divierte salpicándome agua. En venganza le echo agua desde el cuello hasta el culo, con poca delicadeza, todo hay que decirlo, porque no soporto que me salpiquen agua cuando lo que quiero es estar seca. Ella lloriquea y yo me pongo más frenética, lo que hace de una mañana de playa algo muy estresante.
Lo peor es cuando salimos del agua. Con todo el cuidado del mundo la cojo en brazos (pese a que eso signifique que acabe algo más mojada todavía), y la dejo en la esterilla para secarla. Me giro a por la toalla, y a la que vuelvo me encuentro a la niña, desnuda, haciendo la croqueta en la arena. Mi grito de ¡MiniP! se escucha hasta en las montañas de Madrid, y, de nuevo con dos dedos, la cojo del brazo y la llevo de muy mala hostia a la orilla a limpiarla. Yo voy que echo humo mientras MiniP, y los demás bañistas, se parten de risa a mi costa.
Pero no es sólo la arena lo que odio de la playa. Otra cosa que no soporto es la gente. Sí, es lo que tiene ser asocial, si no soporto a las personas de una en una, cuando hay una playa entera para mí es insoportable. Porque además, la gente, así en general, es idiota y maleducada.
Llegamos más o menos temprano a la playa, y escogemos un sitio por detrás de las miles de sombrillas que ya están plantadas desde las seis de la mañana. No estamos demasiado lejos del agua, para poder ver a la peque si se va a jugar, y hemos dejado espacio suficiente entre los demás vecinos, para no molestar. Pues no falla, todos los días, y cuando digo todos quiero decir TODOS LOS PUTOS DÍAS, llega alguien una o dos horas después que nosotros, y se planta en un hueco minúsculo que queda entre las sombrillas que ya estaban y la orilla. No tengo muy claro si es porque quieren estar cerca del agua a pesar de que no quieren madrugar o porque sufren un tipo de horror vacui playero. En una ocasión me plantaron una sombrilla entre los pies mientras estaba tumbada leyendo. Me incorporé a mirar al que había invadido mi espacio y no mostró ni una pizca de arrepentimiento. Ni, por supuesto intención de cambiar la sombrilla de sitio. Yo tampoco me moví, por supuesto. Ese día hubiera estado dispuesta a requemarme por no dar mi brazo a torcer. Pero Papá en Apuros, que tiene muy mala leche, pero que en momentos como ese evita enfrentamientos, me convenció para ir al agua primero y a casa después sin quemar entre medias la sombrilla asesina (ni a su dueño, que era lo que de verdad me apetecía).
A pesar de todo seguimos yendo a la playa todos los años. Y el año que viene iremos de nuevo. Porque cuando te metes al agua con MiniP, y la ves nadar con una sonrisa en la cara de oreja a oreja merece la pena. Cuando la ves disfrutar poniéndose de arena hasta las orejas, merece la pena. Y es que su alegría es la mía.
Aunque, eso sí, las tardes las pasamos en la piscina, que ella disfruta mucho en el agua, y yo también (sin arena).
Una semana al año salimos fuera. Solemos ir a algún sitio de playa, pero antes de tener a la peque, buscábamos hoteles con piscina porque la playa la pisábamos apenas diez minutos. No teníamos ni sombrilla, ni sillas, ni ningún aparejo playero por excelencia. NO NOS GUSTA LA PLAYA. Y lo digo así, con mayúsculas y sin taparme los ojos para que no se me reconozca. El plural nos incluye a mi y a papá en apuros.
Pero la cosa cambió cuando tuvimos a MiniP. El primer año, de bebé, nos libramos porque nació a finales de agosto, y nos fuimos una semana en noviembre. Pero a partir de ahí todos los años ha tocado playa, y no me refiero a playa como un genérico que indica que voy a un lugar de costa aunque no me arrime a la arena ni aunque me peguen. Me refiero a que nos hemos comprado sillas, sombrilla, y hasta la tienda de campaña partida por la mitad que venden en Decathlon, y que, digamos la verdad, viene de lujo para echarse la siesta.
No sé qué tiene la arena que los mayores la aborrecemos pero los pequeños la adoran. Desde que la llevamos por primera vez con un añito recién cumplido (ese año fuimos en septiembre), hasta este mismo año que cumplirá los cuatro, a MiniP le ha perdido la arena.
Se reboza, hace agujeros, la pone en un cubo, la quita del cubo... Con las manos, con los pies, con las palas de plástico... Le encanta la arena. Y quiere compartir su alegría y alborozo con sus padres. Nosotros nos miramos, yo le enseño el libro que estoy leyendo y le digo: "muy bonito, cariño". Papá en apuros suele transigir y acaba haciendo castillos con ella, sentado en la arena. Soportando esos granitos del infierno que se cuelan por todos los sitios en los que encuentra hueco, y por donde no hay hueco, también.
Y luego, cuando toca irse, toca limpiar a la peque. Ella está tan feliz, rebozada como una croqueta, pasándote sus manos llenas de barro por tus piernas, tus brazos y hasta por tu cabeza, porque, qué le vamos a hacer, tengo una niña un tanto inquieta. Me la llevo, cogida por dos dedos, a la orilla de la playa, y le quito el bañador. De primeras sale como un kilo de arena comprimida y mojada del bañador. Y otro medio kilo repartido por todo el cuerpito de MiniP. No me quiero agachar mucho, porque ya estoy seca y no me quiero mojar el culo, pero eso a MiniP le importa poco y se divierte salpicándome agua. En venganza le echo agua desde el cuello hasta el culo, con poca delicadeza, todo hay que decirlo, porque no soporto que me salpiquen agua cuando lo que quiero es estar seca. Ella lloriquea y yo me pongo más frenética, lo que hace de una mañana de playa algo muy estresante.
Lo peor es cuando salimos del agua. Con todo el cuidado del mundo la cojo en brazos (pese a que eso signifique que acabe algo más mojada todavía), y la dejo en la esterilla para secarla. Me giro a por la toalla, y a la que vuelvo me encuentro a la niña, desnuda, haciendo la croqueta en la arena. Mi grito de ¡MiniP! se escucha hasta en las montañas de Madrid, y, de nuevo con dos dedos, la cojo del brazo y la llevo de muy mala hostia a la orilla a limpiarla. Yo voy que echo humo mientras MiniP, y los demás bañistas, se parten de risa a mi costa.
Pero no es sólo la arena lo que odio de la playa. Otra cosa que no soporto es la gente. Sí, es lo que tiene ser asocial, si no soporto a las personas de una en una, cuando hay una playa entera para mí es insoportable. Porque además, la gente, así en general, es idiota y maleducada.
Llegamos más o menos temprano a la playa, y escogemos un sitio por detrás de las miles de sombrillas que ya están plantadas desde las seis de la mañana. No estamos demasiado lejos del agua, para poder ver a la peque si se va a jugar, y hemos dejado espacio suficiente entre los demás vecinos, para no molestar. Pues no falla, todos los días, y cuando digo todos quiero decir TODOS LOS PUTOS DÍAS, llega alguien una o dos horas después que nosotros, y se planta en un hueco minúsculo que queda entre las sombrillas que ya estaban y la orilla. No tengo muy claro si es porque quieren estar cerca del agua a pesar de que no quieren madrugar o porque sufren un tipo de horror vacui playero. En una ocasión me plantaron una sombrilla entre los pies mientras estaba tumbada leyendo. Me incorporé a mirar al que había invadido mi espacio y no mostró ni una pizca de arrepentimiento. Ni, por supuesto intención de cambiar la sombrilla de sitio. Yo tampoco me moví, por supuesto. Ese día hubiera estado dispuesta a requemarme por no dar mi brazo a torcer. Pero Papá en Apuros, que tiene muy mala leche, pero que en momentos como ese evita enfrentamientos, me convenció para ir al agua primero y a casa después sin quemar entre medias la sombrilla asesina (ni a su dueño, que era lo que de verdad me apetecía).
A pesar de todo seguimos yendo a la playa todos los años. Y el año que viene iremos de nuevo. Porque cuando te metes al agua con MiniP, y la ves nadar con una sonrisa en la cara de oreja a oreja merece la pena. Cuando la ves disfrutar poniéndose de arena hasta las orejas, merece la pena. Y es que su alegría es la mía.
Aunque, eso sí, las tardes las pasamos en la piscina, que ella disfruta mucho en el agua, y yo también (sin arena).
Me he reído mucho imaginándome la escena. Y me ha encantado el final eso de que todo merece la pena. Amets va a conocer la playa el próximo fin de semana. A nosotros nos encanta a ver a él el agua y la piscina a ver la arena. Eso sí tampoco soportamos las multitudes por eso vamos a la playa y el camping de Orio. Muchos besos.
ResponderEliminarGracias, GOIZEDER, pretendía que fuera cómica, aunque en algunos momentos a mi no me lo parece, claro... Realmente es una maravilla verles disfrutar en la arena, con el agua... La primera vez que les llevas, que para ellos es una textura nueva es increíble. Aunque hay a bebés que no les gusta... Espero que hayas tenido suerte con Amets y que lo hayáis pasado bien...
Eliminar¡Besotes!
A mí tampoco me gusta mucho la playa y sí, reconozco que es por la arena. La última vez que fui, hace tres años ya y la verdad, la pisé poco, prefería la piscina del hotel o dar paseos por la orilla, eso sí lo acepto. En fin, que las vacaciones cambian mucho dependiendo de cómo y con quién las vivas. Lo importante es que hayáis descansado, desconectado y que lo hayáis pasado de maravilla. Oye, a la vuelta, tendríamos que tomarnos un cafetín...
ResponderEliminar¡Muchos besos!
Bienvenida al club, MARÍA! Me alegro de no ser la única... En realidad las vacaciones han servido para lo que suelen servir, para recargar pilas.
EliminarY el café, cuando quieras. Dame un toque cuando vuelvas, yo en septiembre ya vuelvo a la vida normal, horarios, cole, rutina y demás. Nunca imaginé que amaría tanto las rutinas... En fin... Etapas de la vida.
¡Besotes y pásalo bien!
Lo que me he reído con tu entrada! Si es que cuando ya hay niños las cosas cambian... Menos mal que a mí me gusta la playa, que si no... Que todos los días voy a la playa con mi hija. Aunque ya es diferente, que tiene diez años y ya ella se va a la ducha solita para quitarse toda la arena. Lo que sí que te comprendo es con la gente. Yendo todos los días ni te cuento la de cosas que he tenido que ver, escuchar y soportar. Si estando yo un día tumbada en la playa, plantaron la sombrilla justo al lado mío, la sombra me daba a mí y todavía van y me preguntan si no me importaría cambiarme de sitio, que su sombra me estaba dando a mí. ¿? Ni les contesté. Me tumbé otra vez y ahí seguí... Y me callo ya que si empiezo, no acabo...
ResponderEliminarBesotes!!!
Gracias, MARGARI, de verdad me encanta que te hayas reído. Tú lo tienes más fácil, tu hija es más mayor y encima sí que te gusta la playa... Pero tú habrás tenido que ver de todo, ¿no? Hasta a los viejos peleándose por las sombrillas. Y qué morro, que querían que te cambiaras de sitio... Si es que hay gente para todo... Tendrás que escribir las anécdotas de playa algún día, ¡seguro que son entretenidísimas!
Eliminar¡Besotes, guapa!