Me dicen algunas personas que lo estoy llevando muy bien, todo el tema. Han llegado a decirme que soy todo un ejemplo.
Esas personas me ven solo un rato al día, si no, no lo dirían.
Encajo mal los cumplidos, no sé por qué extraña razón, con lo que mola que te digan que vales mucho, pero es que encontrarme con que soy un ejemplo de algo me suena raro.
¿Cómo voy a ser un ejemplo cuando pierdo los papeles frente al espejo y me echo a llorar? Hay momentos en los que me apetece revolcarme en la autocompasión, pero como eso de revolcarse suena a mancharse, me lo pienso mejor y lo dejo para otro momento, que no estoy yo como para poner lavadoras.
He de reconocer que mal, mal, tampoco lo estoy llevando. Pero ahora, claro. La primera semana fue horrible. Pero horribilus totalus.
Vas a la consulta y te dicen: tienes cáncer. Tras el impacto inicial, que sales con los papeles en la mano aturdida y con la sensación de irrealidad, ya puedes pararte a pensar. Vale, tengo cáncer, pero… ¿cuánto cáncer tengo exactamente? Porque no es lo mismo tener cuarto que cuarto y mitad…
En esa semana me hicieron las pruebas que ya he contado, y volví a la consulta apenas semana y media después. Pero esos entremedias estuvieron bien cargados de paranoias y llantos. Cada dolor que me daba pensaba que era el cáncer extendiéndose. Cada pinchazo, cada molestia. Cada amanecer era el último para mí. Con mi poca habitual tendencia al drama pensaba: ¿cuántos amaneceres me quedan? ¿Cuántos besos por dar, antes de que sea el último?
Me faltaba el corsé y un pañuelo blanco que llevarme a la frente para ser la viva imagen de una dama en apuros. La dama de las camelias, pero sin tuberculosis.
Aunque lo llevé bastante en secreto, pude escuchar el alivio de mi marido el día antes de la consulta. Por fin se acabaría la duda, y con la duda aniquilaríamos el drama. No hay nada como la certeza para ser prosaico.
En la sala de espera era un saco de nervios. Llevé mi novela, para leer. ¡Ja! Para leer estaba yo. Y mira que tengo que estar mal para no poder dejarme llevar por la lectura. Me dediqué a jugar con la goma de la carpeta donde había empezado a guardar. La cogía con la uña, la tensaba un poco y la soltaba. El pequeño plop que hacía al volver a su sitio me entretenía. Una y otra vez: uña, tensar y soltar; uña, tensar y soltar. Me veía capaz de hacerlo hasta el infinito, pero no tuve que probar mi resistencia, ni la de Papá en Apuros, que ya me estaba empezando a mirar de reojo, porque me llamaron enseguida.
La doctora era distinta de la que me había visto la última vez. Pero estaba al tanto de mi caso. Era muy joven, morena, y me recibió con una gran sonrisa que me calmó un poco los nervios.
Nos hizo sentar, con algo menos de insistencia que la otra doctora, y comenzó con buenas noticias.
- Bueno, las pruebas muestran que tienes un tumor grande (esto ya lo sabía) en el cuello del útero, pero todo lo demás está correcto.
Como un globo de helio que se escapa antes de cerrarlo con un nudo, así salió todo el aire que había contenido sin darme cuenta. Pude ver que Papá en Apuros también respiró aliviado. Ambos relajamos nuestras posturas.
- Lo único - mierda, me volví a tensar - que los ganglios de la zona del cuello uterino parecen más grandes de lo normal, por lo que te tenemos que pedir una gangliodectomía de la zona paraórtica para comprobar si esos ganglios también están afectos.
Debí poner cara de pez, porque la doctora me miró y me sonrió de nuevo. Me lo volvió a explicar, esta vez de forma más sencilla, más acorde con mi capacidad de atención, y lo entendí. Los ganglios linfáticos eran el objetivo. Si estaban afectados la zona de radiación sería más amplia, y la única manera de averiguarlo sería operando.
Vaya.
Yo que creía que me había librado de la cirugía.
En la primera cita le ofrecí a la doctora mi útero, que me lo quitara entero, con cuello, con Voldemort y con lo que hiciera falta. Si le hacía ilusión le ponía un lazo. Pero no lo quiso. Llamó a Voldemort un tumor clínico, que se trataba solo con quimio y radio. Y yo ya me hice ilusiones.
A ver, que no me hace ilusión la quimio y la radio, pero librarse de un quirófano sí me daba algo más de vidilla. Y ahora me decían que no, que no me había librado.
Yo que creía que saldría de la consulta ya con la hoja de ruta del tratamiento, pudiendo así quitármelo de enmedio pronto, y no. Salía de la consulta con más incertidumbre, aunque de otro tipo, y con más espera.
Tocaba esperar a que me llamaran de otro hospital, donde me habían derivado para la operación, para las citas previas, las pruebas preoperatorias y la fecha de la operación.
Esperar.
Me estoy volviendo una experta en el arte de saber esperar.
Salí al sol y respiré hondo. Por lo menos ya se me había pasado la paranoia y ya no me despedía de cada nube. Se acabó el drama. Bienvenida, paciencia.
Pues sí, se aprende a esperar en este tiempo. Y mucho. Pero poquito a poquito, y a ir superando cada fase, cada etapa. Y momentos de crisis, de lloro siempre va a haber. Que a veces es bueno soltar todos los nervios que se tienen dentro. Y cuando lo echas todo fuera, a seguir caminando, a seguir luchando. Con paciencia.
ResponderEliminarBesotes!!!
Tienes que ir paso a paso y sí tienes que llorar pues sé llora, sí tienes que gritar pues grita y sí tienes que mandar a la mierda pues manda a la mierda, pero siempre luchando, te quiero mucho hija!!!!!
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