viernes, 12 de mayo de 2017

Mamá en apuros: Más pruebas médicas




Toda espera llega a su fin, y en el plazo no mayor de una semana me llamaron del otro hospital para que empezara el protocolo preoperatorio.

Lo primero fue una consulta en la que un doctor gris me estuvo explicando lo que me iban a hacer. Creo que debo explicar el color del doctor. He estado pensando mucho sobre cómo describirle, y creo que gris es el apelativo ideal para él. Entramos en la consulta Papá en Apuros y yo, nos sentamos y frente a nosotros nos encontramos a tres personas. El doctor que habló, otro chico algo más joven y una mujer, ignoro si los dos eran doctores o enfermeros. La mujer no me quitó ojo de encima, atenta a todas mis reacciones, cosa que, no lo voy a negar, me puso muy nerviosa. No es con la primera profesional de la medicina que me ocurre. Leen mi historial y como que les doy pena, o algo. El caso es que no me gusta. Decidí ignorar sus miradas y me centré en Doctor Gris. Por lo que me perdí el digno espectáculo de ver al otro chico luchando por no dormirse.

Y no me extraña.

El tono de voz del doctor era monocorde, tanto, que yo creo que se ganaría muy bien la vida grabando cintas para conciliar el sueño. Tienen la cura del insomnio al alcance de la mano y no han sabido verlo…

El caso es que me explicó la intervención de tal manera que no entendí más allá de lo imprescindible: me iban a abrir para sacar unos ganglios y ya. Incidió mucho en que no iban a tocar a Voldemort, y también incidió mucho, casi con inquina, en todo lo que se podría torcer en el quirófano.

Salí de la consulta con la sensación de haber estado dentro de la casa de los horrores. Me imaginé al doctor frotándose las manos mientras se relamía con gesto casi obsceno pensando en abrirme y hurgar en mis entrañas. Hasta que le pregunté si me operaba él, claro, que ahí la fantasía se vino abajo. No sería él quien me operaría, sino el jefe de cirugía. Como a las personas importantes. 

Mentiría si no dijera que suspiré de alivio. Un poco.

También salí de la consulta con las citas de todas las pruebas que me tendrían que hacer antes de operar. Llevaba medio Amazonas en la mano, de todas las que me tenían que hacer. Eran dos días: el primero tan solo un análisis de sangre; el segundo era toda una gymkhana por el hospital, con una placa de tórax, luego un electro, el anestesista, y con todo en la mano terminar viendo al Doctor Gris. Empezaba una cita a las once menos cuarto y la última a las dos de la tarde. Una mañana entretenida.

Al análisis de sangre fui sola. Fui sola por no mover a nadie, porque era un simple análisis y porque así podría leer en la espera. Pero no calculé que yendo sola no tenía a nadie a quien endiñarle todas mis cosas, por lo que cuando pasé al cubículo de los vampiros no encontré donde dejar la carpeta con los papeles, el libro y la mochila. Los apoyé en el suelo y extendí el brazo izquierdo. Soy diestra, y ya me ha pasado que si doy el derecho luego parezco una cosa tonta intentando coger las cosas dignamente e irme.

No es por presumir, pero tengo unas venas prodigiosas. Están a la vista antes incluso de que me coloquen la goma en el brazo. Podrían clavarme la aguja desde la puerta lanzándola como un dardo y no fallarían. También me gusta mirar, no me importa y apenas me duele. Pero debí pillar a la enfermera en un día malo, porque aparte de que apenas me saludó, me hizo daño cuando me pinchó. Luego me puso un algodón y me despidió con un: apriétate ahí cinco minutos, ¡siguiente!

Cogí mis cosas como pude, con un brazo tieso y el otro sujetando el algodón y salí de allí callándome lo que le quería decir. Encima me entraron ganas de ir al baño, y cuando digo ganas quiero decir necesidad imperiosa. No sé si tengo que explicar lo difícil que resulta ir al baño cuando tienes cuarenta cosas en las manos, y además has de apretar un algodón contra el interior del codo. Tan solo diré que Pepe Viyuela se debió inspirar en algo parecido para su sketch de la silla. Afortunadamente encontré la forma de salir del atolladero, me vestí, me lavé y me fui a desayunar. Que las ayunas a mi no me sientan nada bien.

Para la gymkhana se venía Papá en Apuros conmigo. Las pruebas no iban a ser horribles, pero sí largas, y así tendría compañía. Además, con Papá en Apuros no tengo problema, puedo leer tranquilamente. Él se cargó música y algún documental en el móvil. Los dos íbamos preparados para la espera.

Me levanté con un moratón en el brazo del tamaño de una fresa. Me acordé de la simpática de la enfermera que me pinchó, de la carpeta, el libro y la mochila, y de mis esfínteres, pues de todos ellos era la culpa del morado. Y dolía. Vale, no dolía mucho, pero a veces me gusta quejarme.

Llegamos temprano al hospital y acudimos al primer sitio: la placa. El hospital tiene una máquina expendedora, donde tienes que introducir tu tarjeta sanitaria y así los médicos saben que estás allí (el mío aún no lo tiene), es por eso que según llegamos a la sala de espera, casi con una hora de adelanto, apenas nos sentamos salió mi número por la pantalla. No me dio tiempo ni de abrir el libro cuando ya tenía que pasar.

La placa de tórax es una prueba tan común y tan sencilla que en diez minutos ya estaba fuera. El chico que me atendió me hizo las fotos de la policía: de perfil y de frente, con poca simpatía pero sí amabilidad.

Primera parada superada. Nos dirigimos a la segunda, no sin preguntar primero, porque más que un hospital parece aquello el laberinto de Teseo, y yo sin ovillo de lana que seguir. 

Para el electro tuvimos que esperar un rato más largo. Me dio tiempo a leer bastante, a mandar callar a Papá en Apuros para que me dejara leer, que no hacía más que insistir en que viera el documental con él, y hasta de preguntarme si no me habría equivocado de sitio. Pero conseguí dominar la impaciencia y la pantalla del ordenador me premió sacando mi turno. 

Llegué a la consulta y dije buenos días. La enfermera que allí había no me contestó. Estaba hablando con otra sobre dónde ubicarme (había varios cubículos) y qué hacer conmigo. Tan solo se dirigió a mi para indicarme, con un gesto del brazo, donde debía entrar y que me quitara la blusa. No me miró, no me saludó, ni siquiera una media sonrisa. Me puso los electrodos, y respondió a mis preguntas apenas con gruñidos. En todo momento de la prueba no dejó de tener un gesto como de asco, y de chasquear la lengua como si hubiera ido al hospital a molestarla. Tan solo recuerdo una experiencia así yendo a la mutua del trabajo, pero ahí ya es normal, vas porque eres una vaga que no quiere trabajar, claro… Cuando terminamos y me dio el resultado, me dijo que se lo entregara en mano a la anestesista. Y ya. Ni un hasta luego, ni un amago de sonrisa, ni siquiera me miró de soslayo. Me fui con un: “hasta luego, simpática”, por no mandarla a la mierda o ponerle una queja. 

Puedo entender que se tenga un mal día, pero volcar esos sentimientos en el paciente no lo entiendo. Ella no sabía porqué debía hacerme un electro, quizá no tenía por qué saberlo, pero desde luego me parece fatal que me tratara como si hubiera acudido allí por puro placer. 

El cabreo se me pasó cuando vi a la anestesista, de nuevo con poca espera. Antes de entrar con ella me hicieron pasar a la consulta de la enfermera para pesarme, tomarme la tensión y preguntarme por enfermedades graves. Esa enfermera ya suavizó mucho la experiencia pasada en el electro, pero la anestesista la borró por completo.

Me recibió con una gran sonrisa, estudió los resultados de mis pruebas, incluido el electro que le di y me hizo las preguntas de rigor.

— Pues esto ya está. Estás muy bien.

— Pues qué bien.

— Todas las pruebas están correctas. Estás… sana — dudó un poco antes de la palabra sana, pero la entendí. De hecho, me entró la risa.

— Ya, sana como una manzana — le dije— . Si no fuera por el tumor, claro…

Ella, lejos de ofenderse o tomárselo a mal, se rió también y lo corroboró:

— Sí, sana a excepción de eso, claro…

Cuando salimos de consulta seguí riéndome. Sana como una manzana.

Como una manzana con un tumor, claro.

Ya solo quedó visitar al Doctor Gris, que hizo un intento vano de explicarme más a fondo en qué iba a consistir la operación, y otro intento aún más vano de contestarme a todas las dudas. Por suerte tengo en mi familia a una doctora, cirujana también, a la que llamé para que me lo explicara en cristiano, y otra cosa no, pero la Prima L sabe hablar mi idioma. ¡Gracias Prima!

Salimos del hospital y miramos la hora: las doce y poco. Papá en Apuros y yo nos miramos, con los ojos muy abiertos. Esperábamos salir a las tres de la tarde como poco, pero resultó que se nos dio genial el día, y nos lo ventilamos antes de lo previsto. Ahora tocaba esperar, de nuevo, a que me llamaran con el día de la operación.

A esperar. 

Joder con esperar.

3 comentarios:

  1. Si es que en estas profesiones, aunque sea amable, hay que ser. No todo el mundo puede ser simpático, pero amable y educado sí. Pero bueno, hay gente que le cuesta entender esto.
    Y ahora esperar. Espero que la espera sea cortita, eso sí.
    Besotes!!!

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    1. Si es lo que digo yo. Me he encontrado a veces a enfermeras que son puro amor. No puedo tanto. Con que me traten con un mínimo de respeto y educación me vale, pero esa señora no tuvo ese mínimo. Menos mal que es la excepción y no la regla.
      Besotes!

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  2. No sabía nada... Hace tiempo que ando un poco desconectada... ¡Espero que todo vaya genial! Desde aquí te mando muchísimos ánimos. ¡Un beso!

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