Hace un año y un mes, me caí con los patines con la consecuencia de una muñeca rota y tres meses de baja que dieron para más de un mamá en apuros. La semana pasada me lo preguntaba y esta lo confirmo: me pasan las cosas para que las cuente…
El caso es que el lunes me aferraba a esta efeméride por no acordarme de otra, pues un día de cumpleaños que no se puede celebrar no es nada agradable. Pero como no quiero dar un tono triste a este post no voy a ahondar en ese tema.
Me acordaba de mi caída con los patines, y también me acordaba de que me tocaba correr, aunque no me apetecía. En julio del año pasado me uní a un club de atletismo de aquí, del pueblo, y desde entonces he conseguido tomármelo en serio. Casi nunca consigo el objetivo de salir a correr tres días en semana, pero siempre llego a dos, y lo que sí que he logrado ha sido aumentar los kilómetros y bajar un poco la marca. En julio me hacía 5 o 6 (con suerte) km en 35 o 42 min (a 7 min/km), y ahora voy por 8 en 52 minutos. No está mal. Pero quería seguir aumentando, esta semana tocaba ir a por los 9.
Aunque no me apetecía salir a correr, sentía que lo necesitaba. Andaba por casa agobiada, y tuve suerte que una persona del grupo se animó a salir conmigo pese a tener un ritmo más acelerado. De modo que me cambié de ropa, me calcé las zapas, y salí a correr con el compañero.
Comenzamos bien. No hacía tanto frío como esperaba (¿a nadie le extraña este invierno sin frío?) y empezamos a buenos ritmos. Subimos algunas cuestecitas y una cuesta que su puta madre me costó un poco más. Pasamos por el punto de origen del circuito sobre el kilómetro 8 y seguimos adelante para hacer 9. Mi compañero aceleró ritmo y yo seguí pegada a su zapatilla. Sufría, pero iba contenta, podía con ese ritmo. Mucho más no, pero ese sí.
Doblamos una curva, subimos a la acera y yo seguí acelerando. Mi compi iba un poco más adelantado. De repente el mundo giró y sin saber cómo me encuentro en posición horizontal. Aún no han llegado los dolores. Me caí, todo lo larga que soy, al suelo. No vi un bordillo y me lo comí.
En cosa de un segundo tu cerebro asume mucha información, la primera de ella contradictoria. ¿Cómo voy a estar tumbada en el suelo si yo estoy de pie? Luego sientes los golpes: rodilla, codo, brazos extendidos para amortiguar el golpe, pero ni con esas. El moflete sale ligeramente arañado. Y es curioso cómo todas estas sensaciones aparecen todas juntas en cuestión de un segundo, mezcladas en un caos en el que hasta tus ojos te traicionan, porque no estás mirando desde la perspectiva adecuada.
Me incorporé sobre las rodillas como pude, conteniendo el dolor. Me pareció curioso que yo, que soy una persona propensa a llorar, no tuviera ganas en ese momento. Y más siendo el día que era. No sé si quise hacerme la valiente frente al compañero, o si estaba en estado de shock (¿una caída tonta puede causar shock? Seguro que solo a mi), pero me invadió una especie de resignación primero y algo de rabia después.
Antes de ponerme en pie le tuve que decir a una conductora muy amable que gracias, pero que estaba bien. Debió de presenciar la caída completa (ahora me imagino cayendo a cámara lenta y me hace hasta gracia), y me debió juzgar mayor, porque se le veía cara de preocupación a la muchacha. La tranquilicé un par de veces, y hasta me levanté del suelo para que viera que no mentía. Finalmente se fue. Le di las gracias un par de veces, pero no me parecieron suficientes. Me pareció un gesto enorme que parara para comprobar mi estado de salud.
Una vez en pie, todo eran dolores. Dolor de brazo, concretamente en el hombro. Dolor de codo y rodilla, en esta última había roto las mallas. Dolor de orgullo…
Me hizo pensar en cuando se caen los niños y se ponen a llorar como unos descosidos. Los adultos los abrazamos, los levantamos y les decimos: “¡No ha sido nada!” Le quitamos importancia, pero es que ya no nos acordamos de lo que es caerse.
Está claro que no es lo mismo caer desde un metro setenta (vale, me he puesto un par de centímetros) con setenta y cinco kilos de peso (aquí no me he añadido… aunque tampoco me he quitado), que con apenas un metro y unos dieciocho kilos… La gravedad no hace su trabajo igual para unos que para otros. Pero la confusión y el dolor sí que debe ser igual, cuando se raspan las rodillas, o los codos. Desde luego desde el lunes soy más empática cuando MiniP se cae…
Intenté trotar de vuelta a casa, un poco más, pero enseguida lo dejé. Me dolía hasta el alma, y la rabia se hacía hueco para ser la única emoción dominante. Rabia por ser tan torpe, por no haber mirado, por no haber levantado más el pie… Pero rabia, sobre todo y ante todo, porque no conseguí mi objetivo del día…
Quería hacer 9 kilómetros y me quedé en 8 con 700 metros. ¡Nsk!
Si es que hay días en los que es casi mejor quedarse en casa debajo de un edredón…
Al menos te caes corriendo. Mi especialidad es ir andando y de repente estar en el suelo... ¿Eins, que hago yo aquí abajo? Pero lo que más envidio de los niños es que pegan su llantito y al ratito ni me acuerdo que me he caído y te los ves otra vez corriendo y saltando. Y a una le duran los dolores hasta no sé cuándo... Y no, no hay que quedarse en casa debajo de un edredón. Mira la parte positiva. ¡Corriste más de ocho kilómetros!
ResponderEliminarBesotes!!!
Sí, se me olvidó ponerlo en el post, MARGARI, que los peques parecen de goma y superan una caída en dos segundos (o lo que tardes en darles una chuche), y yo he estado una semana con dolores...
EliminarSí, bueno, es verdad, superé los ocho... Lo miraremos desde ahí...
¡Gracias por los ánimos!
¡Besotes!
Entiendo tu rabia, yo tambien soy especialista en caer, pero no precisamente corriendo, así que muchacha animo, y no es una opción el quedarse debajo del edredon
ResponderEliminarGracias, CARMINA, por los ánimos. Ya sé que no es una opción, pero a veces se hace tan apetecible...
Eliminar¡Besotes!