Ya no sé si cuento cosas que
me pasan o me pasan cosas para contarlas. Supongo que habrá gente que piense
que me invento todo lo que cuento por aquí, y he aquí lo triste: todo es
verídico. Puede que al contarlo exagere un poquito, u omita alguna información,
pero no me invento nada. Así de divertida es mi vida.
También me pasa a veces que
no encuentro nada que contar. No estoy tropezando con la vida todos los días
(por suerte), y a veces ocurre que mi estado de ánimo no me deja ver el lado
bueno de las cosas, aunque afortunadamente esto sucede poco.
Quizás todo se deba a mi mala
cabeza. Soy despistada hasta decir basta. Una de las cualidades de mi hija que
más me saca de quicio es que está en su mundo, no se entera de nada y nunca
tiene cuidado con las cosas. Esto le pasa porque casi nunca se concentra en lo
que hace, y se traduce en golpes, caídas y pérdidas de juguetes. Pues bien,
adivinad de qué gen lo ha sacado. En eso es clavadita a mí. Y soy consciente de
que ella no puede hacer nada por evitarlo, y quizás por ello me enfado más. Lo
que no tengo muy claro es con quién me enfado, si con ella o conmigo…
En estos días tengo que
viajar mucho en tren hasta Atocha. Diferentes asuntos me llevan allí. Pues para
ahorrar me cogí un bono de diez viajes. Y allí que he ido, tranquilamente con
mi bono, guardadito en una cajita que me agencié que me viene genial (tiene el
tamaño ideal), viaje para arriba, viaje para abajo. Llevaba la cuenta mental de
los viajes. ¿Qué podía fallar?
El último día que tuve que
viajar a Madrid, llegando a la estación de tren me di cuenta de que me había
dejado el monedero en casa. Me eché las manos a la cabeza un segundo para
volver a bajarlas, más tranquila, un instante después. Si volvía a casa
llegaría tarde, ya que tengo que coger el coche para ir a la estación de tren
(en el pueblo donde vivo no hay RENFE), pero como llevaba el billete de diez
viajes me despreocupé. Lo peor que podría pasar era que me parara la policía y
me pidiera la documentación. Por un instante imágenes de mi detenida, y
sujetando un cartel para que me hicieran la foto de frente y de perfil, pasaron
por mi cabeza, pero las deseché por falta de histórico. Y mi cabeza funciona
así: si no me ha pasado nunca en mis 37 años de vida (sobre todo teniendo en
cuenta que con la cabeza que tengo no es la primera vez que salgo indocumentada
de casa), ¿por qué habría de pasar ahora?
Me encogí de hombros y seguí
mi camino. Pasé el día de forma tranquila. Tuve que gorronear a mis compañeros
para el desayuno, eso sí, pero como ya me van conociendo no se lo tomaron a
mal. Y tuve la suerte de volver con una compañera a Atocha. Ella cogía el mismo
tren que yo, pero se bajaba una parada de antes.
Como las dos somos algo así
como calladas y tímidas, íbamos charlando sin parar. Llegamos a los tornos, nos
dirigimos cada una a uno y ella pasó, pero el mío no se abría. Miré el mensaje
de la pequeña pantalla que ponía “bono agotado”, pero no era capaz de
entenderlo. Recuperé el billete, que lo había escupido la máquina, y lo volví a
meter. Mismo mensaje, billete escupido. No tenía viajes en el bono de diez.
Miré alarmada a mi compañera.
- ¡No tengo el monedero!
Ella me miraba, entre
alarmada y divertida.
- ¡Pero no lo entiendo! Si
son diez viajes y todos son pares, de ida y vuelta, esto tiene que estar mal.
- Mira el billete, a ver
cuántos has gastado.
A mí me seguían sin cuadrar
las cuentas. Si yo hacía dos viajes cada día, y el billete era de diez, me
tendría que haber fallado en el viaje de ida, no en el de vuelta.
- ¡Claro! –me dijo mi
compañera, que llegó a la solución antes que yo – Si ayer no cogiste el tren
para volver.
Por supuesto. El día anterior
su marido había ido a recogerla y fueron tan amables de llevarme hasta donde
tenía el coche. Y yo no me había acordado.
Antes de que me pusiera aún
más histérica, mi compañera me cedió su tarjeta de crédito (ya que ella no
llevaba suelto) para que me comprara un billete. Creo que no se lo agradeceré
lo suficiente. Me fui a la máquina a sacar el billete, y después de haber hecho
todos los pasos no me dejaba meter la tarjeta en la ranura. Lo intenté como
cinco veces, pensando que a lo mejor es que lo hacía mal. Después del quinto
rechazo cambié de máquina.
En la segunda máquina pude
meter la tarjeta, pero lo hice al revés y me la devolvió. Por tercera vez tuve
que hacer todos los pasos, y ya, por fin, coloqué la tarjeta en su sitio de la
manera correcta. Ahora a ver si me acordaba del pin. Sí, me acordé. Aunque mi
compi puede estar tranquila que ya se me ha olvidado. Cogí el billete, no le di
un beso por no borrarle la banda magnética, y fui al encuentro de mi compañera.
Bajando por las escaleras
mecánicas ya nos reíamos las dos, aunque cinco minutos antes lo que yo había
tenido eran ganas de llorar. Ella me estuvo contando que un día que llevaba
mucha prisa bajó al andén y se metió en el tren sin mirar. Resultó que no era
el tren correcto y que iba en dirección contraria, por lo que tuvo que bajarse
en la siguiente estación para coger el tren en la dirección acertada. Me alegré
de no ser la única torpe…
Pero que cabecita...
ResponderEliminarJajaja
Jajaja, despistes de estos he tenido muchos. Menos mal que siempre hay buena gente que nos ayuda en estos momentos.
ResponderEliminarBesotes!!!
Jajaja, soy como tú. Pero a mí me pasó peor si cabe, me fui a Sevilla a trabajar sin cartera y sin las llaves de casa. O sea, no tenía ni documentación ni dinero ni tarjetas ni llave para entrar en mi casa a la vuelta. Imagínate el show. Gracias a Dios mis compañeros de viaje me dejaron dinero y a la vuelta tuve que esperar horas meándome a la puerta de casa hasta que llegó mi compañera de piso de entonces: esto sucedió en Madrid ;) Hay días que mejor no salir de casa, eh? jajajaja.
ResponderEliminarQue tengas buen fin de semana!
Besos