viernes, 10 de marzo de 2017

Mamá en apuros: los apuros en ginecología




Esta semana me ha tocado ir al ginecólogo. Diría que por rutina, pero la verdad es que no, ya que las visitas rutinarias hace tiempo que se pasan con la matrona en el centro de salud. No sé muy bien el motivo del cambio, tampoco cuestiono la profesionalidad de las matronas o los matrones, solo que me sorprende. 

Creo que es vox populi que el ginecólogo es a las mujeres lo que el dentista a la población general. Quien me conoce (y a quien no ya se lo digo yo) sabe que no me gusta hacer distinciones de género, y que me estoy transformando de feminista a feminista radical cada día que pasa, pero aquí debo decir que no encuentro una comparativa convincente para que cualquier hombre, que jamás ha tenido que visitar un ginecólogo y que jamás lo visitará, entienda nuestro reparo.

Para empezar, nos han criado socialmente para que no enseñemos nuestras partes íntimas. De hecho, ni siquiera las podemos nombrar. Está mal visto que digamos vulva o vagina. Para ello tenemos miles de palabras comodín para evitarlas: potorro, pipetilla, cosita, chirimiqui, o incluso, de una forma algo más grosera, coño. Aunque esta última se utiliza mucho en frases coloquiales para expresar que algo es aburrido o malo (esto es un coñazo, qué coño quieres). A MiniP intento enseñarle que, aunque está bien decir potorro, también lo está decir vulva, y es más acertado. Igualmente le intento enseñar que el pito, la pilila o la tota, se llama pene. Aunque yo prefiero decir polla, creo que es una palabra muy gruesa para ella.
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El caso es que enseñar nuestra vulva está mal. Hasta debemos sentarnos con las piernas cruzadas, no vaya a ser que se nos intuya algo a través de la ropa. Miles de veces he tenido que escuchar, o más bien oír, por el caso que le hacía, que qué feo quedaba que una señorita se sentará espatarrada, como yo solía hacer. Siempre he odiado que me llamaran señorita. Yo no soy una señorita, solía contestar, y seguía espatarrada.

Pues está mal enseñar tu vulva, o hacer ver conscientemente que la tienes, pero un día llega el momento en que tienes que ir a ver al ginecólogo. Y ahí no vas a que te vean tu cara bonita, no. Vas a que te miren tu vulva, tu vagina y si hay ecografía de por medio, los ovarios, las trompas y todo el aparato reproductor. Y para eso, te tienes que desnudar, subir a una silla que parece muy simpática, y enseñarle tus partes en todo su esplendor al doctor o la doctora que esté en ese momento en la consulta.

A mí, la verdad, que sea ginecólogo o ginecóloga me da igual. Hay quien dice que prefiere a un hombre porque te trata con más delicadeza, pero yo no he notado diferencia. Sea quien sea quien te atienda, suele funcionar siempre igual:

Entras. El doctor o la doctora están tras un ordenador, y sin apenas mirarte a la cara te acribillan a preguntas. A mí con esto me pasa como en los concursos, que me pongo nerviosa y ya no sé si lo que he contestado es correcto o no.

-- Fecha de la última regla.

-- Uhhh, ufff, pues no sé, hará como un par de semanas.

El doctor o la doctora tuercen la boca.

-- ¿Tu última citología?

-- En un tiempo impreciso entre un año y dos. 

-- ¿No puede concretar más?

-- Noooo. ¿No debería tenerlo en la historia?

Ahí me mira fugazmente. Teclean furiosamente en el ordenador un rato, y yo miro los posters de la pared. Hasta el techo, si hace falta, con tal de no mirar hacia el potro.
El potro de la muerte. Vale, no era este el de la consulta, pero mucho no ha cambiado...


El doctor o doctora termina de teclear. Sin mirarme me indica que pase a quitarme pantalones y bragas y me siente en la silla. Ahí es cuando empiezan los sudores de la muerte. 

Paso tras una mísera cortina, donde hay una silla para dejar las cosas. Hago lo que me han indicado, es decir, me quedo desnuda de cintura para abajo, y tapándome disimuladamente camino despacio hacia la silla. La toco con un dedo, por si da calambre, y ante la mirada apremiante de la enfermera (no sé por qué, pero siempre son enfermeras, al menos las que yo he visto), me subo.

-- Pon los pies en los estribos.

Me entran ganas de decir que no, pero entonces no tendría razón de ser que estuviera allí en el médico. A veces hay que hacer cosas que no nos gustan, pero son necesarias. Trago saliva y pongo los pies en los estribos. Eso sí, las rodillas caen hacia dentro, como si pudieran tapar algo las pobres.

El doctor o doctora, mientras tanto, ha dejado de teclear, se ha puesto los guantes y se ha sentado en un taburete para quedar a la altura de mi aparato reproductor. Con firmeza me sujeta de una rodilla y me pide que abra más las piernas, aplicando un poco de presión para intentar llevarme a su terreno. Yo, que necesito un poco de cariño, me rebelo y hago fuerza en dirección contraria, en un duelo que ya sé perdido. Al final cedo, antes de ver la cara de ceño fruncido que probablemente asomaría por entre mis piernas, y dejo caer las rodillas hacia el exterior. Pero lo peor aún no ha empezado.

-- Baja.

-- ¿Qué?

-- Baja.

Me están pidiendo que baje más en la silla, si ya casi estoy con el culo fuera. 

-- Más.

Saco más el culo. Casi estoy en el aire.

-- Esto está frío.

Y me meten una cosa fría, de repente y hasta el fondo, sin posibilidad de réplica. Que digo yo, si no lo van a hacer con delicadeza, ¿para qué preguntan? ¿Para regocijarse en la impresión ajena? Toquetea, mira, le siento hurgar por mis bajos, y yo estoy en una posición que me indigna. Casi literalmente.

¿Quién inventaría los potros de ginecología? Juraría que no han cambiado nada en siglos. Entiendo que la postura es cómoda para los profesionales, pero, ¿alguien ha pensado en los pacientes? Porque os aseguro que estar un rato con el culo fuera, haciendo fuerza con las piernas para no escurrirte aún más y acabar ahogando al doctor o a la doctora, a quien toque, con la fuerza de tu vulva, no es nada cómodo. Por no decir que atenta contra la dignidad humana. Y ya puestos, contra la divina también.

Me entraron ganas de hacerme inventora para inventar una silla que fuera más cómoda, más amable. No sé, al menos que nos masajeen la espalda mientras estamos ahí subidas, intentando no pensar en si de verdad te están mirando el cuello del útero o es que te están pintando un cuadro abstracto, de todas las pinceladas que sientes…

El caso es que no sabría ni por dónde empezar a inventar, de modo que solo me ha quedado el recurso de las tristes: la pataleta. 

Y volver las veces que hagan falta, ya que con la salud no se juega. Pero la próxima vez me llevo el ipod, un libro o me pongo una serie en el móvil, a ver si poniendo mi atención en otra cosa me relajo más y se me pasa antes el mal trago. Y al doctor, o doctora, si no les gusta, que se aguanten, que la que tiene que estar espatarrada ahí arriba soy yo, no ellos…



1 comentario:

  1. Pues mi última experiencia a sido bastante peor, ya que yo fui a ponerme unos muelles en el útero.
    En mis primeras consultas tuve el placer de conocer a dos ginecólogas estupendas. Por desgracia el día de la intervención eran dos pedazos de tíos y para colmo tenía la pantalla justo delante de mis narices, y además de los dolores, molestias y derivados lo estaba viendo en directo.
    Si lo llego a saber, me operó y que me duerman.

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