viernes, 29 de enero de 2016

Taller Literautas enero: El último beso



El uno de enero, como siempre, Literautas publicó su taller habitual. Para este mes incluye una ligera variación de la normativa, ya no recibes tres textos para comentar, sino que se publican todos y luego cada usuario comenta el que quiere. Para que ningún texto se quede sin comentarios, recomiendan comentar los tres siguientes al tuyo.

El lema de enero era que llevara como título El último beso. Como reto opcional, podría estar escrito con un narrador testigo. Me devané los sesos para que se me ocurriera un argumento, inicié un texto varias veces y lo dejé otras tantas porque no me llevaba a ningún sitio. Finalmente algo salió, con su narrador testigo y todo, con bastante tiempo de antelación. Como tenía tiempo, lo dejé ahí, en su carpetita del ordenador, tan calentito... Y al final se me pasó la fecha. 

Casi lloro de la rabia que me dio. 

He decidido que los últimos viernes de cada mes compartiré por aquí mi aportación al taller de Literautas, de momento aquí os dejo el de enero, agradeceré cualquier comentario, tanto si os ha gustado como si os ha horrorizado... Me ha costado entenderlo pero con las críticas es con lo que más aprendo. 



EL ÚLTIMO BESO 

Fui a escoger un libro de mi biblioteca personal. La lectura es de los pocos vicios que me quedan, a mi edad los que no te ha quitado el médico lo ha hecho tu familia. 

Pasé los dedos por el lomo de los libros, sintiendo el contacto con el papel, como si las palabras se pudieran transmitir a través del tacto. Me paralicé cuando toqué aquel libro. Precisamente aquel. El Ulises de Joyce, el único de mi biblioteca que jamás había leído. Lo intenté en una época convulsa, y lo llevaba encima aquel fatídico día. Desde entonces no lo volví a tocar. 

Lo cogí, con los dedos temblorosos. Creí haberlo perdido en alguna mudanza, hacía años que no pensaba en él. Probablemente en la última limpieza de desván mi hija lo encontró y lo colocó con los demás libros. 

Lo hojeé, buscando su secreto. Enseguida lo encontré, una fotografía en blanco y negro con las esquinas amarilleadas. Desde la lámina plastificada dos rostros jóvenes se miraban el uno al otro. Merce y Juan, los que habían sido mis mejores amigos, en la última fotografía de sus vidas. Y fui yo quien la sacó. 

Éramos jóvenes e impulsivos. Teníamos unos ideales y teníamos las ganas y las fuerzas para defenderlos. En aquella época eso era delito, y lo acabamos pagando con creces. 

Nos conocimos los tres en el instituto, y desde el primer día fuimos inseparables. Por supuesto, ambos chicos nos colamos por ella irremediablemente. Era imposible no enamorarse, era perfecta. Guapa, inteligente, dulce. Adelantada a su época, era una feminista convencida y convincente. Nos llevó a los dos a su terreno. 

Pero su debilidad siempre fue Juan. Y yo lo supe desde la primera vez que se miraron a los ojos, por lo que me retiré a un discreto segundo plano. Eso no impidió que entre los tres surgiera una amistad que duró toda su corta vida. 

Cuando cumplimos los dieciocho empezaron a salir oficialmente. A veces iban ellos solos, pero la gran mayoría del tiempo éramos tres, con lo que la gente empezó a murmurar. No nos importó, éramos felices así. Entre ellos se amaban físicamente, los tres nos amábamos platónicamente. 

Con la mayoría de edad también maduraron nuestras inquietudes políticas. En la universidad nos unimos a grupos clandestinos de protestas. Creíamos firmemente en que había que derrocar el régimen que impuso la guerra y estábamos dispuestos a jugarnos la vida para recuperar la libertad. 

A estas alturas de mi vida me pregunto si hubiéramos estado tan seguros de saber lo que el destino nos deparaba. Probablemente sí. 

Aquel día teníamos prevista una protesta pacífica frente a la universidad. El ambiente era más festivo que guerrero, las últimas manifestaciones habían sido un éxito, la policía no había hecho nada. Los tres estábamos nerviosos y excitados, pero muy emocionados; Juan portaba una pancarta y Mercedes tenía unas cuartillas para repartir. Yo llevaba mi cámara. 

Antes de que empezara todo, entre risas, les dije que se besaran para hacerles una foto. Eran una pareja espectacular y me encantaba fotografiarles. Por supuesto, accedieron, se besaron y les saqué una ráfaga. Fue el último beso que se dieron. 

A los cinco minutos escuchamos voces, la gente se alteró, y de repente la protesta pacífica se convirtió en un caos. Los policías habían empezado a cargar y cada uno intentó salvarse por su lado. Los tres huimos hacia el mismo lugar, pero yo me agaché tras una columna para sacar fotografías de la carga. 

Merce y Juan corrían de la mano cuando les alcanzó un antidisturbios. Sin piedad levantó la porra y golpeó, acertándole de lleno a Mercedes en la cabeza, que cayó al suelo, inmóvil. Enseguida se formó un charco de sangre en el suelo, los panfletos habían volado y algunos se posaban suavemente, tiñéndose de rojo. Juan se enfrentó al policía, cegado de furia, le atacó con la pancarta, y se llevó dos tiros en el pecho. 

Jamás olvidaré sus cuerpos tirados en el suelo, cubiertos de sangre. 

Cuando revelé las fotografías tan solo conservé una de ellos dos, una en la que no se besaban. Las otras las repartí para enterrarlas con ellos. Las de la carga policial fueron las que me consagraron como periodista gráfico. 

Devolví la foto a su tumba de papel, y, enjuagándome las lágrimas, escondí el libro entre los ejemplares de la estantería. Salí de la biblioteca con las manos vacías, los recuerdos me habían quitado las ganas de lectura.

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