Llevo en mi trabajo casi diez años. Entré en una oficina en la que éramos diez personas, y luego nos fusionamos con el almacén donde hemos acabado siendo casi trescientas. De esta gente, la gran mayoría desde hace ocho años juntas. Además, después de la maternidad, y como ocurre en un millón de sitios distintos, me degradaron de oficina a trabajo de almacén basándose en la categoría profesional que ya tenía. En su momento lo pasé mal, pero después de un tiempo vi que era mejor para mí, para mi vida personal y para mis proyectos. Me dio tiempo para estar con mi hija, para escribir en mi blog y para terminar una novela que aún estoy corrigiendo.
Ocho años viendo a las mismas personas. Con unas te llevas mejor, con otras peor, pero las ves cada día, en mi caso por mi reducción de jornada, seis horas al día. Buenos días, qué tal estás hoy, tienes mala cara, parece que has dormido mal. Me preocupo por mis compañeras, y ellas por mí. Pero no nos conocemos nada. Y eso pude comprobarlo el pasado sábado.
Sábado, día flojo por el mes en el que estamos. Poco trabajo. Llego media hora más tarde que el resto, a causa de mi horario de reducción, por lo que cuando entro a mi trabajo ya están todos los puestos asignados. Creí que me mandarían a la preparación de pedidos, pero no, ese día decidieron dejarme en reetiquetado.
Debe ser que como en cinco o seis años me tuvieron castigada sin hacer otra cosa que la preparación de pedidos (debía ser que como había sido madre, y me había reducido de jornada, ya no valía para nada más) ahora el destino me estaba compensando, ya que llevaba varios días que según llegaba me mandaban a ese puesto. Todos los días estaba dispuesta, pero el sábado en concreto me vino mejor, ya que tenía una regla desangrante y no me encontraba del todo bien.
Lo genial de ese puesto es que quizás es el que menos labor física tiene. Lo único, que de vez en cuando tienes que coger una caja, cambiarle la etiqueta a todo el producto que lleva dentro, y volver a dejarla en su sitio. Pero mientras le cambias la etiqueta puedes estar de pie sobre una colchoneta especial, o incluso sentada en una silla. No es un puesto de estrés, en el que tengas una prisa especial, y tampoco es que tengas que estar súper concentrada para hacerlo bien, por lo que puedes hablar con las compañeras mientras tanto.
Aquel día no estaba yo especialmente habladora, por lo que me concentré en mi trabajo y tan solo atendía a los comentarios que hacían las demás, pero cuando bajamos del descanso me animé un poco más. Mi compañera de mesa se ausentó, y me puse a hablar con la de la mesa de al lado. No sé cómo empezó la conversación, pero acabamos hablando de ella.
No quiero dar datos concretos, tan solo una imagen rápida. Ella es de un país de áfrica, y es musulmana. Tiene cuatro hijos, tres niñas y un niño, la mayor está en su país de origen, con su madre, y los tres pequeños con ella. Actualmente, y pese a su religión, está separada, y saca ella sola adelante a sus hijos.
Hasta ahí la información que yo tenía. De lo que me contó después no tenía ni idea y me dejó hecha polvo. Cada día la veo y no tengo ni idea del sufrimiento que pasa. Ella parecía tener ganas de desahogarse. No es una persona que se queje, más bien al contrario. Siempre ha afrontado las cosas (desde que la conozco) con un encogimiento de hombros y un “qué más da”. Pero ese sábado no debía dar más de sí.
Me estuvo contando que el marido no le da nada de dinero. Vive ella sola con sus tres hijos con un solo sueldo. Y no es un sueldo para tirar cohetes, precisamente. Y me dice que si por ella fuera mandaría a los niños a su país, a vivir con su madre, pero que no quiere porque si no a las niñas le harían la ablación genital. A ella se la hicieron dos veces, y no quiere eso para sus hijas.
Me contó que su vida no había sido fácil. Que no conoció a sus padres hasta que no fue bien mayor. A su madre la conoció en el 97, a su padre aún no lo conoce, aunque ya habla con él por mail. Con ocho meses la mandaron a la otra punta del país, a vivir con su tío. Con él sufrió mucho. Me dijo, con la mirada un poco perdida, calculando: “no sé qué edad tendría… Estaba en cuarto grado la primera vez que me violó”. Se me cayó el alma a los pies. La primera vez que la violó. Y lo cuenta sin rabia, resignada. Después la mandaron a casarse, en contra de su voluntad, a España, y cuando la despidió su tío le dio una foto para que no olvidara a quien se llevó su virginidad.
Casi me muero del asco cuando me lo contó. Sabía que estas cosas pasaban, pero no sabía que lo tenía tan cerca. Que hasta nos escondió un maltrato del marido haciéndolo pasar por dolor de muelas. Me acuerdo de ese día. Le pregunté que qué le pasaba, tenía la cara hinchada y mala cara. Me dijo que tenía una muela mal. No indagué más.
Sé que cada uno de nosotros y nosotras llevamos una vida, que apenas apreciamos la punta del iceberg del vecino, de la compañera, de las otras mamás. Pero descubrir tanta miseria me conmovió.
Ya admiraba a mi compañera antes. Siempre me ha parecido una buena persona, además de una buena compañera. Ahora la admiro más, porque aunque ella diga que aguanta por sus hijos, que si no fuera por ellos le daría igual vivir o morir, sé que aguanta porque es fuerte, y porque merece una vida mejor. Si alguien la merece, desde luego es ella.
Admirable
ResponderEliminarExactamente, Silvia. Gracias por pasarte! ¡Besotes!
EliminarMe acabas de dejar de piedra. Hay muchas mujeres luchadoras que no muestran como tu dices ni la punta del iceberg de lo que viven. Pero todas necesitamos de vez en cuando a alguien que nos escuche
ResponderEliminarSi, da igual en que lucha estemos mejoras, Laura, que todas necesitamos alguien que nos escuche y un hombro sobre el que llorar...
EliminarGracias por tu comentario.
¡Besotes!
Uff, sin palabras me dejas. Admirable, luchadora... De una fortaleza increíble. Y sí, que poco conocemos en muchas ocasiones a esas personas con las que estamos cada día.
ResponderEliminarBesotes!!!
Cosas como estas, Margari, nos ayudan a conocerlas mejor. Gracias por pasarte.
Eliminar¡Besotes!