viernes, 18 de agosto de 2017

Mamá en apuros: ¡En urgencias!



¿Qué es pasar una enfermedad, cualquiera siempre y cuando sea larga, sin las visitas a urgencias? Son parte de la vida, sobre todo de la vida de una hipocondríaca como yo.

Y ya no enfermedad: el embarazo. Durante los nueve meses conseguí ir tan solo una vez a urgencias. Sí, estoy orgullosa. 

Ahora, ya digo que no tiene nada que ver cómo te tratan los médicos si estás embarazada (sobre todo si es el primer embarazo) o si tienes cáncer. Es la noche y el día. Recuerdo las visitas a cualquier consulta con el embarazo, cuando preguntaba cien mil cosas diferentes, que me trataban con condescendencia y hasta con un poco de hastío. Como si fuera una niña de 3 años que además es tonta. Ya le tuve que decir en una ocasión a una doctora que para ella no era novedad, que habría visto cien mil embarazos iguales, pero que para mi era el primero. Doy gracias a mis hormonas por dejarme decirlo sin llorar, la cara que puso mereció la pena.

Sin embargo, es decir que eres paciente oncológica (y además joven, lo veo en sus ojos cuando me miran) (jaja, soy joven), y me crece un nido de algodón alrededor mío, que me mece, que me cuida y que me mima.

El domingo aquel que estuvimos en la sierra, me puse el termómetro y vi los 38,5 grados. Me habían advertido que si tenía fiebre de más de 38 acudiera a urgencias. Y estaba decidida a acudir, pero primero me tomé un paracetamol y me eché en la cama. De repente empecé a sudar como si no hubiera un mañana, no el tipo de sudor que tienes cuando hace calor, no. El tipo de sudor con el que se va la fiebre. Es como más líquido y uniforme. Sudas igual por todo el cuerpo. “Oh, oh”, pensé. “Que se me va la fiebre. ¿Y ahora qué hago? ¿Voy a urgencias? ¿No voy? Venga, voy.”

Esperamos a después de comer y desde la sierra nos fuimos a mi hospital de referencia. Por el camino iba pensando que cuanto más tiempo pasara menos fiebre tendría, y qué les iba a decir cuándo llegara: “Hola, sí, vengo por fiebre”. “¿Qué fiebre, si usted está perfecta? ¡Gente como usted colapsa urgencias!”. Sí, me sentía culpable por ir a urgencias. También puede ser que estuviera afectada por la falta de energía total que había tenido durante la semana, y que no tenía pinta de mejorar.

Llegamos al hospital y Papá en Apuros me dejó en la puerta para ir a aparcar. Entré como pude, si la semana anterior las fuerzas me habían abandonado, en ese momento era como un flan de pudding que intenta andar. Sin huesos ni nada que le sostenga. Pero conseguí entrar.

(Si esto fuera una novela ahora añadiría: no saldría de allí en dos días. Pero no lo es, es mi vida, y no quiero hacer spoilers…)

(Ups, creo que eso era un spoiler)

Di mis datos en la ventanilla y entré en la sala de espera. Bien, tan solo había un padre con su hijo. Sabía que tardarían en atenderme y que llegaría tarde a casa (¡ja! Y tan tarde…), por lo que me senté tranquilamente. Pero no pude ni sacar el móvil, antes casi de posar el trasero en la silla me habían llamado.

Entré. La enfermera me preguntó qué me pasaba. 

— Verás, he tenido fiebre de 38 y medio, y como estoy con quimio me dijeron que si tenía más de 38 que viniera…

Esperaba que arrugara la frente, o algo así, pero no. Me preguntó qué tipo de cáncer tenía.

— Cuello de útero.

Me tomó las constantes. Pulso bien (algo alto para ser yo, pero bien), tensión algo baja, pero lo normal en mi. Temperatura 37,5. 

— Te juro que tenía 38,5, pero me he tomado un paracetamol…

— Tranquila — me sonrió —. Te ha bajado por el antipirético, es normal. Espera aquí.

Y se marchó un momento. Enseguida volvió, me dio una pulsera azul (después de preguntarme si era alérgica a algo), y vino otra enfermera que me dio una mascarilla y me pidió que la acompañara.

— Te vamos a poner en un box de aislamiento. Mientras tanto espera aquí (una habitación pequeña llena de sofás con gente esperando o recibiendo tratamiento intravenoso.

Allí me tuvieron un rato, con la mascarilla, y me sacaron sangre. La gente que allí había estaba muy callada, cada uno a lo suyo, contemplando a una señora entrada en carnes que hablaba casi a gritos por su teléfono, en un idioma que no comprendí. Bueno, para ser sincera igual no gritaba, pero sí que tenía el timbre de voz un poco alto, y estábamos en una habitación no muy grande, con más personas… Igual debía haber bajado un poco la voz, para no molestar. Pero ninguno le dijimos nada.

Estaba frente a la puerta y apareció un señor muy delgado, con un recipiente de cartón en forma de riñón bajo la boca, dando espasmos como de vómitos y escupiendo una fuente de babas. La enfermera le iba diciendo: “siéntese aquí un momento”, señalando los sillones. Miré a mi compañera de sillón, que debía estar pensando lo mismo que yo: ¿en serio lo van a dejar aquí?

Conste que no tengo nada en contra de la gente que vomita (quizá sí contra los que usan gafas de sol en interior, como era el caso, pero mi rechazo no fue por eso), siempre y cuando yo no los vea vomitar. No es por nada, pero es escuchar arcadas y se me revuelve todo. Soy una envidiosa vomitiva, qué le vamos a hacer.

Por suerte otra enfermera, la que se había ocupado de mí, llegó diciendo que no, que no le podía dejar allí, que estaba babeando, y que a los pacientes que babean había que llevarles a otro sitio. 

Mi vecina de sillón y yo nos volvimos a mirar, aliviadas. Y quizá, gracias al alivio, me entraron ganas de ir al baño, a llenar el bote que me habían dado para análisis de orina. A la que salí (creí que de ahí saldría alguna anécdota graciosa, pero se me dio sorprendentemente bien), la enfermera ya me esperaba para llevarme al box. Allí ya podría quitarme la mascarilla, y podría entrar Papá en Apuros a esperar conmigo.

En el box que nos dieron (en realidad tenía todo lo de una habitación, excepto baño, tenía puerta y todo), yo ya no tenía que llevar mascarilla. Pero el acompañante sí. De modo que yo me dejé de agobiar para pasar a agobiar a Papá en Apuros.

Vino el médico y me preguntó un montón de cosas. Vino un celador y me llevó a hacerme una placa. Mientras, yo tumbada mirando al techo. No tenía ganas ni de jugar con el móvil. Me dolía todo y estaba cansada. Tuve momentos de frío, incluso, aunque no noté que subiera la temperatura.

Vino el doctor de nuevo. Me volvió a preguntar algo que me había preguntado cien veces: ¿tienes molestias al hacer pis? No, señor, ninguna. ¿Estás segura? Pues sí, bastante segura.

Se volvió a ir y al rato vino una doctora. Yo esperaba que me dijera que todo estaba bien, o que tenía una infección, me mandara antibiótico y a casa. Pero no. Es cierto que tenía una infección, de orina concretamente, pero no me mandó a casa. Me puso antibiótico y me dejaba en una habitación de urgencias en observación.

Pues qué bien.

Yo que quería irme a casa a cenar. 

Odio la comida de hospital.
El menú de hospital. Muy buena pinta todo. El arroz tieso, como el pollo, y todo soso.


A la mañana siguiente me sacaron sangre temprano (sobre las ocho), y a eso de las nueve vino la misma doctora. Me explicó muy amablemente y con palabras técnicas que me habían bajado drásticamente las defensas (en concreto los neutrófilos), que me iban a cambiar el tratamiento. Y, después de una pausa expectante, me confirmó lo que no quería creer: ese día tampoco me iba para casa.


Buff. 

Más comida de hospital.

La verdad, no estuve mal. El box era en realidad una habitación, lo único malo era el tema del baño. Que no había dentro y tenía que salir a uno de fuera, que era para todos los boxes. Y el primer día iba con un palo con ruedas que no rodaba, lo que hacía un tanto complicado su traslado. 

Quitando eso y lo de la comida…

Al día siguiente me sacaron sangre a las seis de la mañana. ¡Las seis de la mañana! Oigan, que no son horas…

Y la doctora no llegó hasta las doce… Eso sí, traía buenas noticias. Mis defensas se habían recuperado bastante y me iba a casa. En cuanto me dieran los papeles. 

Intenté hacer fuerza. Me vestí, me peiné y les pedí el informe rápido.

Pero ellas fueron más rápido aún. No, no con el informe. Con la comida. Salí ese día del hospital, sí, pero no antes de haber comido.

Fue mi penitencia. Aunque aún no sé el pecado…

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