La doctora me dijo que el tratamiento que iba a llevar las pacientes lo solían tolerar bien… Hasta que llegaban al final, que se hundían. Un poco. No era una quimio muy agresiva, por lo que los efectos secundarios no serían muy terribles, pero iba combinada con la radio externa TODOS LOS DÍAS, y luego la radio interna, de la que hablaré en otro momento… La mezcla de todos los componentes daban como resultado un cóctel molotov de cansancio.
Y la doctora, como persona inteligente que es (y que debe haber visto casos como el mío a cientos), no se equivocó.
Recuerdo la primera semana de la quimio. Comenzó un viernes, y aunque no es como si no hubiera tenido nada, no me afectó mucho. Hasta el domingo. El domingo empezaron las náuseas, y el lunes fue apoteósico. Era como si estuviera en un barco metida, solo que el suelo bajo mis pies no se movía. El domingo tomé una ducha, aguantando estoicamente el revuelto de estómago, hasta que me dije: “¿Acaso soy gilipollas? ¿Por qué no voy a tomar el medicamento que hay contra las náuseas?” Y en cuanto salí del baño fui a la cocina a por él.
Estábamos en la casa de retiro de mis suegros, en la sierra, y desafortunadamente no soy la única enferma de cáncer de la familia. Mi suegro anda a la lucha con su Voldemort particular, por lo que su botiquín estaba bien surtido de medicamentos que me podían hacer falta. Como es el caso del Primperán, cuyo nombre conocen bien las embarazadas, y como acababa de descubrir, las personas en tratamiento quimioterápico.
Era un jarabe y tenía que tomar una cucharada. Y sin haber estudiado farmacia, enseguida supe cómo funcionaba el puñetero jarabe: con tal de no tomar más te quitaba las náuseas y lo que hiciera falta. ¡Qué cosa más amarga y asquerosa, por favor! En cuanto volví a casa lo compré en la farmacia, pero en pastillas.
De las seis sesiones, en cuestión de náuseas, esa fue la peor. Hasta la cuarta sesión semanal de “chute” lo estuve tolerando más o menos bien. Revuelto de estómago y algo de cansancio, pero salía a andar casi todas las mañanas una hora. Había días que luego volvía, me sentaba con las piernas en alto, y ya no me daban las fuerzas para levantarme más hasta que tocaba ir a por la peque al cole. Para eso he sacado hasta de dónde no tenía. Pero daba igual, me había movido, me habían dado las fuerzas para eso, y luego para atender a MiniP, aunque solo fuera la atención básica (comida; ¿qué me enseñas?, es precioso; ¿quieres ver dibus?). Lo justo para no sentirme peor madre de lo que suelo ser…
Pero llegó la penúltima. La quinta sesión de quimioterapia. Y yo que quería que fuera la última, por favor que me diga que no hay más. Los análisis previos daban unos niveles justitos, pero normales teniendo en cuenta el tratamiento, por lo que me dieron “el chute”. Y esa semana no levanté cabeza.
Ya esa quinta semana no fui a andar. Por suerte se había terminado el colegio, y aunque había apuntado a MiniP al campamento urbano, me dieron las fuerzas para llevarla, al menos de martes a viernes. Los lunes eran mi peor día, me costaba levantarme de la cama, y si MiniP estaba dormida, no hacía ni el intento.
Llegué a creer que había tocado fondo, en lo que a cansancio se refiere. Pero el jueves tuve braquiterapia, y me levanté con sensación de escozor al ir al baño. Y me mandaron antibiótico para tratar la infección de orina. Hasta ahí bien. Pero era un antibiótico de dos días, y el viernes tocaba también chute de quimio, la última, ahora sí, por lo que la medicina se perdió en el torrente de la química que me metieron para el cuerpo, y cuando quise llegar al lunes no tenía ni fuerzas para pestañear.
Me mareaba con solo ponerme en pie, y para ir del sofá al baño tenía que agarrarme a lo que pudiera: sillas, la mesa, la pared… Y yo que creía que había tocado fondo la semana anterior… ¡Esto sí que era aniquilación total!
Pensé que el miércoles o el jueves estaría mejor, teniendo en cuenta el histórico de las otras semanas, pero llegaron y mis fuerzas no aparecían. De repente, y a pesar del calor, me convertí en un lirón: echaba siesta y luego me acostaba a las diez como muy tarde. Y del calor casi ni me enteré, estaba destemplada casi de forma constante.
Esa semana además terminé con la radio externa (no lo celebré ni por dentro, no tenía energía, pero me alegré mucho), y tendría la tercera sesión de braquiterapia (radio interna), lo que significaba que en dos semanas terminaría todo. Mi cerebro tenía la fiesta organizada, pero mi cuerpo se negaba a colaborar.
De nuevo nos fuimos el fin de semana a la sierra, pero ni con la comida metida por un embudo (mi suegra es de las que cree que todo se cura comiendo) levantaba cabeza. La pasé a la sombra, y me metí en la piscina una sola vez. Y de hecho me metí, me salí y me fui directa a la ducha.
El domingo, por hacer algo diferente, nos fuimos a comprar el pan al pueblo de al lado, y a ver la iglesia y la calle principal. No, no hice un tour turístico, era una calle de apenas cien metros, la recorrí a tramos, vi la iglesia (me encantan las iglesias, pero no por su significado de fe, sino como elemento arquitectónico) y la recorrí de vuelta a tramos también. Iba floja de energía, casi arrastrando los pies. Venga, vale, confieso, sin el casi. Iba arrastrando los pies, y aunque mi imagen así no lo refleje, por dentro me sentía como un zombie de los de The Walking Dead (un zombie lento). El caso es que mi imagen exterior en casi ningún momento se ha reflejado el interior: excepto algún caso de palidez extrema, no he parecido enferma…
Llegamos a la casa con el pan, y yo con escalofríos. Entré, me tumbé en la cama, y me arropé. ¡Me arropé! Con casi 40 grados de temperatura exterior, que parecía el puto infierno en la tierra y yo arropada.
Vino Papá en Apuros y me hizo la típica pregunta tonta: “¿Tanto frío tienes?” En serio. Si no lo tuviera, ¿me estaría arropando con el apocalipsis del calor desatado? Al cabo de un rato, y viendo que el frío no se pasaba, me fui para afuera, no sin antes coger una chaqueta. A la que salía mi suegra: “Uy, con chaqueta. ¿Tienes frío?” “No, es que me hace juego con los ojos”, contesté. Ya sé de dónde ha sacado Papá en Apuros la manía de las preguntas tontas. (Para ser justa, he de decir que suelo hacer bastantes de esas preguntas yo también, pero ahora no estamos hablando de eso, ¿no?)
Después de un rato a la sombra, pero bajo el calor abrasador, me había quitado la chaqueta. Pero la piel me ardía y no me encontraba nada bien. Me metí para dentro, no es que la casa fuera muy fresca, pero se estaba mejor que fuera, y viendo que seguía teniendo frío, decidí ponerme el termómetro. 38,5 grados estaba soportando mi cuerpo.
Qué contrariedad. Ahora tendríamos que ir a urgencias…
Pero esa historia la dejo para otro momento.
Para celebrarlo te invito a ver la torre.
ResponderEliminarNos ponemos en la fila de atrás y nos tumbados juntas...
Madre mía, ese agotamiento surrealista tiene que ser horrible. Pero bueno, me alegro de que ya pasara.
ResponderEliminarY ya buscando el positivismo total: ¡¡¡¡no has pasado calor!!!! En cierto modo es maravilloso eso de estar en plena ola de calor y que una ni se inmute, no? jaja (es medio broma, ehh)