viernes, 11 de agosto de 2017

Mamá en apuros: Primer día de tratamiento





Nunca me ha gustado esperar. De pequeña quería ser mayor a toda costa y me agobiaba pensando en todo el tiempo que tendría que esperar para que eso sucediera (y ahora me gustaría volver atrás y darme dos leches y paralizar el tiempo en algún momento feliz). Cuando me quedé embarazada (y este es un recuerdo que tengo muy vívido), recuerdo que me senté un día en el sofá de casa, me toqué la tripa aún plana (¡ja!, nunca he tenido la tripa plana, a quién quiero engañar, me toqué el michelín), y pensé en lo largo que se me iba a hacer todo, hasta que naciera MiniP (y ahora me gustaría volver atrás en el tiempo y… bah, no, no me perdería por nada del mundo a MiniP, la verdad, pese a que no todo ha sido un camino de rosas). 

Y, aunque esto sea casi spoiler porque cuando lo estoy escribiendo ya he terminado el tratamiento, cuando por fin llegó el primer día de tratamiento, pensé que se me haría larguísimo. Y en efecto, se ha hecho largo, pero también ha terminado.

Porque si una cosa buena tiene esperar, es que nunca esperas eternamente.

Y ahora vuelvo al punto del pasado en el que la eterna espera por el primer día de tratamiento terminó, y llegó aquel viernes que era el principio del fin de Voldemort. 

Nos dieron cita a las nueve y media, con lo que nos dio tiempo de llevar a MiniP al colegio. Yo me levanté echa un manojo de nervios. De verdad que no sabía en qué iba a consistir, y sobre todo me preguntaba si antes de quitarme la vía del brazo ya se me habría caído el pelo (pese a lo que dijera la doctora, yo no las tenía todas conmigo). Papá en Apuros tampoco sabe manejar muy bien los nervios, y aquella mañana se levantó refunfuñando, de manera que ya me puso de mala hostia desde primera hora. Fui al colegio con los morros de aquí a Lima, y con ganas de llorar.

Pero conseguí no hacerlo, aunque le regalé a mi marido el silencio todo el camino hasta el hospital. De hecho me duró el enfado hasta que me sacaron la sangre, y luego nos tuvimos que ir a la cafetería a tomar un café, y luego dar un paseo porque teníamos como hora y media (o más, ya no lo recuerdo bien) hasta la consulta. Con el café se disolvió la mala leche, y ya solo quedaron los nervios.

La doctora me felicitó por los análisis, era muy bueno partir de una analítica tan alta (estaba como una rosa, solo que con cáncer, no como ahora, que ya —es más que probable— que no tenga cáncer pero estoy de puta pena)y yo me sentí como una niña que saca todo dieces. Me volvió a explicar en qué consistiría el tratamiento, los efectos secundarios, y dejó abierta una ventana a preguntas, y me dijo que estaba lista para recibir el cisplatino (la quimio) en cuanto estuviera preparado de farmacia. 

Otra hora y media por ahí perdida. Y era algo que se volvería habitual.

Cuando por fin pasamos al hospital de día y me sentaron en un sillón estaba tan espídica a causa de los nervios que a punto estuve de salir corriendo. Solo que si salía corriendo Voldemort iba a estar cómodamente instalado en mi cérvix durante el tiempo que le diera la gana, y encima se podría ir de vacaciones a cualquier parte de mi cuerpo, de modo que me senté y dejé que me enchufaran.

Las enfermeras vinieron y me explicaron muy amablemente el funcionamiento del sillón (súper cómodo) y en qué iba a consistir el tratamiento: suero primero, medio litro, para hidratar; luego dos bolsitas pequeñas de pre-medicación; la bolsa del veneno (como ellas mismas lo llamaron) de nuevo suero y para casa. 


Según comenzó a pasar el suero por mi vena, me relajé. Y ya relajada, se pasaron las tres horas y media mucho más rápido de lo que pensaba en un principio.

Tenía instrucciones de acudir al hospital de la Princesa según terminara con la quimio, para empezar con la radio externa. También tenía instrucciones de ir con la vejiga llena, por lo que primero de todo, antes de salir del hospital de día, fui al baño (tenía una hora para llegar a la Princesa, más o menos), y lo segundo que hice fue coger una botella de agua de litro y medio e ir bebiéndola por el camino.

Cuando quise llegar, ya tenía necesidad de ir al baño, pero me cogieron enseguida, me explicaron instrucciones, y me dejaron esperando un poco. Poco, como cinco minutos, que a mi se me hicieron un milenio. La vejiga me daba toques de atención a cada rato, recordándome que su capacidad era limitada, y que yo la estaba sobrepasando. Por mucho que hubiera ido al baño donde la quimio, me habían puesto un litro de suero directamente en vena, y yo había bebido lo equivalente a un embalse. 

Antes de que pudiera rendirme e ir al baño, me llamaron para entrar. Me tumbaron en la camilla y un cabezal enorme se puso sobre mi. 

Les advertí a los técnicos —un chico y una chica muy jóvenes, tan atentos que el chico, muy pudorosamente, me puso un papel para taparme el monte de venus— que estaba al límite de mi aguante, y me dijeron que era cosa de diez minutos. Pero que si tenía necesidad que levantara la mano.

Respiré hondo y acepté. 

— Que sea rápido, por favor.

— Como las balas — me contestaron.

Efectivamente, enseguida noté cómo la máquina se ponía en marcha. No daba claustrofobia, ya que es abierta, además, mi cerebro estaba demasiado ocupado con la alarma que se iluminaba en intermitente rojo, advirtiendo que quedaban escasos minutos, puede que segundos, para que tuviéramos una inundación. Cuando empecé a sentir que el dolor se hacía insoportable, levanté la mano.

Inmediatamente (lo que tardó en abrirse una puerta de acero del grosor de un campo de fútbol por lo menos, en la que en ese momento, entretenida como estaba con el nivel de mi vejiga no pensé, pero que me daría entretenimiento en sesiones posteriores), apareció el chico y me dijo que me quedaban dos minutos. Dos minutos. Pero que si iba al baño ahora tendría que esperar otro buen rato a que se me volviera a llenar la vejiga. Respiré hondo de nuevo, y le insté a correr.

Dos minutos después volvió a abrirse la puerta y yo no salté de la camilla porque estaba muy alto. Además, me dijo el chico que me tenía que marcar tres puntos de tatuaje de referencia. ¿Otros tres? Le dije que ya los tenía.

— Ya, pero esos son los primeros, ahora los que te marquemos serán mucho más precisos.

Cogió una aguja, la inundó de tinta y allá que fue con ella.

— Ten cuidado donde me marcas que te sale un chorro de orina. Estoy que exploto.

El técnico rio.

Después de marcarme los tres puntos de rigor, en el mismo eje que los anteriores pero mucho más abajo (tan abajo que el del centro, que el de arriba está por encima del ombligo, no se ve ni con un minibikini), me dejó libre para ir al baño.

Salí corriendo (ainss, aún tenía energía entonces…), y no esperé ni a vestirme. Como no me había descalzado salí a la sala de espera, que había que cruzar para ir al baño, desnuda de cintura para abajo, tapada únicamente por una bata de papel azul de cuya opacidad tengo mis dudas. No me lo pensé, ni en este momento me arrepiento, creo que no he sentido jamás hasta ahora una sensación de liberación más potente que la de aquella tarde, cuando por fin pude vaciar la vejiga.

Pensé, a la vuelta hacia el coche, que con 24 sesiones más por delante seguro que mejoraría en eso de controlar lo de llevar la vejiga llena. Y no, no me equivoqué. Un mes y pico dio para un máster por lo menos.

Pero el primer día ya estaba superado.

2 comentarios:

  1. Y por fin el final.
    Tú puedes con todo.

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  2. Ese primer día siempre es de nervios! Y ya llegaste al final! Ahora las revisiones, que nunca se pueden pasar. Y todo superado! Como dice Silvia, tú puedes con todo... Y con más! Ahora a ponerse en forma de nuevo!
    Besotes!!!

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