viernes, 9 de octubre de 2015

Mamá en apuros va al gimnasio


 
A mediados de septiembre tuvo lugar una carrera nocturna. Ya os hablé de ella el año pasado, en este post, pero la de este año ha sido más especial, dado que he formado parte desde dentro. Sí, porque me he unido al Club de Atletismo que la organiza todos los años, aunque de eso ya hablaré en otro post.

Participé también corriendo, y al finalizar nos daban unos tiquets numerados para participar en un sorteo. Aunque nunca suele tocarme nada, decidí quedarme hasta el final, también por estar con los compañeros del Club. Pues bien, tuve suerte (últimamente estoy en racha, tendré que comprar lotería o algo), y me tocó un bono de tres días para el gimnasio municipal.

Aunque yo quería la cesta de chuches, (era gigantesca y tenía una pinta…), volví contenta a casa. Un regalo es un regalo, y bueno, así podría probar el gimnasio… ¿No?

A ver… Que yo esto de correr lo estoy llevando bien desde hace unos cuatro años, aunque antes ya probé suerte, pero sin cuajar. Y antes de eso yo lo máximo que había hecho era… Sí, el deporte más extendido de todos: el sillón ball.

Tuve una temporada en la que, no sé si porque notaba que algún duende me encogía la ropa del armario a pasos agigantados, o porque no sabía muy bien qué hacer con mi tiempo (fue antes de ser Mamá en apuros), me apunté a un gimnasio de esos de chicas, que se supone que te dejan estupenda con solo 30 minutos de ejercicio. Y constancia. Se olvidan de incluir la palabra constancia en la publicidad, y en esos carteles tan inspiradores que colgaban por sus paredes. Y si la había, mi cerebro la eliminaba de la frase, dejando un bonito espacio en blanco a rellenar con lo que más me gustase en ese momento. Después de ocho años no he cambiado mucho, siempre he preferido rellenarlo de chocolate.

El caso es que me apunté… Y no era para mí. Me costaba un mundo ir. Arrancarme de mi mullidito sofá, dejar a un lado mi bolsa de pipas y mi libro, e ir a un lugar en el que, durante media hora, me iba a someter voluntariamente a un tipo de tortura moderna. Creo que pagué más del doble de lo que fui. De eso se nutren los gimnasios. De gente como yo.


Imagen sacada de aquí


Después pasaron los años, como hojas que se caen de un calendario (en plan peli moña), y me picó un bicho que me hace salir unas tres veces a la semana para someterme voluntariamente a un tipo de tortura moderna. Mi amor por correr no ha sido un amor fácil ni sencillo. Le he puesto los cuernos con sillón ball como un millón de veces, pero él ha esperado como un amante benévolo y paciente. Eso sí, me lo hace pagar en la pista, con cada zancada. Y pago todos y cada uno de los bollos que me como también. Y, cosa de locos, eso me hace feliz. Sí, por eso busco más.

Y por eso me hizo ilusión el bono del gimnasio. Lo guardé decidida a usar los tres días a tope.

El caso es que tengo problemas de agenda durante septiembre y octubre. Resulta que estoy sola ante el peligro (AKA MiniP), porque Papá en apuros está haciendo un curso que le tiene entretenido de lunes a jueves hasta las diez de la noche. No pasa nada, nos apañamos. Pero tengo que involucrar a medio mundo para poder seguir con la rutina de ejercicio, no te digo si además quiero introducir nuevos elementos.

De modo que el probar a tope se convirtió en un tetris de días y horas para elegir lo que más me interesara en las horas que mejor me convinieran. Al final opté por las clases colectivas, ya que los aparatos son todos iguales en todos los gimnasios, y la verdad es que tampoco me apetecía morirme de agujetas porque me conozco, me ansío en la máquina y lo doy todo esperando ver resultados inmediatos. Y luego lo pago al día siguiente, claro.

La primera clase que decidí probar fue spinning. Solo que en este gimnasio en lugar de spinning lo llaman ciclo. Ambos nombres me parecen un poco absurdos, claro que clase de bicicleta estática donde te hacen creer que subes y bajas montañas era demasiado largo. Y su****madre en bicicleta demasiado explícito. De modo que lo llaman ciclo.

Teniendo en cuenta que cada vez hago más kilómetros corriendo (voy por siete y aumentando), y que a principios de septiembre me  hice la vuelta nocturna al anillo verde de Madrid, 50 km de bici (así, a lo loco), llegué a la clase de ciclo un tanto crecida. Con los consejos de mi hermana Lady, que se está volviendo vigoréxica (por cierto, tiene blog nuevo, lo podéis cotillear aquí), me subí a la bici y miré a los compañeros de tortura clase, casi por encima del hombro. Luego tuve que bajarme, de la bici y del hombro, para pedir ayuda para colocarme el sillín, altura y distancia hasta el manillar.

Imagen sacada de aquí

Empezó la clase, y desde el minuto uno no me enteré de nada. Me dijeron que llevara una toalla, que llevara agua, y Lady me advirtió que no lo diera todo, pero nadie me dijo que el spinning tenía idioma propio… Aún así conseguí terminar de manera medio decente, si por decente entendemos con churretones de sudor cayendo por mi frente, las piernas temblando y agarrándome a la bici para no caerme al suelo durante el estiramiento. Pese a todo estuvo divertido, es una clase colectiva a la que no me importaría volver a ir.

Luego decidí probar el Aerobox, o boxeo aéreo. Es una mezcla entre aerobic (trabajo cardiovascular) haciendo como que haces boxeo, pero sin guantes, sin saco, sin contrincante, y si puede ser, sin vergüenza.

Empecé con ganas, me habían dicho que era muy divertido. Lo de hacer el tonto no lo llevo mal, incluso con público, pero nadie me dijo que lo tendría que hacer en una habitación con las paredes forradas de espejos. Ahí se jodió fastidió la cosa.

Porque yo intentaba mirar a la monitora, la misma que me había dado ciclo. Se movía con gracia, con soltura, y era sumamente cruel en los pasos (nos hizo sufrir), pero de vez en cuando no lo podía evitar y miraba de frente. Y de frente no me veía a mí, no. Veía a una señora (¡una señora!), cuya dignidad estaba en cuestión, con las lorzas danzando y que hacía el ridículo moviendo las manos hacia delante. No como si pegara a alguien, no. Como si tuviera un resorte que se las hacía mover automáticamente. Lo roja que me pongo cuando hago ejercicio no ayudó tampoco.

Debo decir, con toda mi maldad, que también echaba vistazos a mí alrededor, y que no era la que menos gracia tenía en la clase. La que más lorzas sí, pero había otras que todavía parecían más robots que yo… Ya, consuelo de bobos, pero estaba demasiado conmocionada por la imagen que veía de mi como para pararme a pensar eso.

Afortunadamente, pasó el plazo y los tres días se consumieron. La experiencia me ha ayudado a dos cosas: la primera, me ha quitado las ganas de apuntarme al gimnasio, con lo que ahorraré en dinero y en quebraderos de cabeza (por el tiempo libre). La segunda, que no pienso poner espejos de cuerpo entero donde hago ejercicio. Para dar puñetazos al aire me pongo la wii en casa, pero que no me vea ni yo…

La única actividad en grupo que seguiré haciendo será correr, que es al aire libre, y no encerrada entre cuatro paredes y además no hace falta mucha inversión (las zapas de vez en cuando, y los modelos cuquis que se me antojan). Y sin espejos, todo son ventajas…

2 comentarios:

  1. Eres de las mías! Lo de ir a un gimnasio no es lo mío. Que conste que ni siquiera lo he intentado, pero es que estar encerrada entre cuatro paredes haciendo ejercicio... Ya tuve bastante con las clases de gimnasia en el colegio... Donde esté una buena caminata. Y si no fuera por esta espalda y mis huesos, allá iba a correr.
    Me guardo el enlace de tu hermana, para hacerle una visita.
    Besotes!!!

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  2. Vigoréxica no, jopetas, que eso es una enfermedad... ¡Estoy volviéndome fuertecita!

    A mí los espejos en las clases me gustan, te ves de cuerpo entero, controlas los movimientos, te puedes corregir, cotillas cómo sufren los demás... Pero de primeras sí que puede ser chocante. Yo echo de menos el espejito en la zona de clases colectivas de mi nuevo gym, que son de cybertraining, pero oye, ya podían haber puesto espejos en algún lado, por detrás de la pantalla...

    Y en la zona de musculación, los espejos no llegan hasta el suelo, ¡jum!

    El caso, que me alegro de que lo probaras, pero no me gusta que fuese tan negativo lo de verte en un espejo. Ahí hay un problema.

    ¡Besicos!

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